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El más corazonado
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ
¿Qué sería de nosotros sin Miguel?
ÓSCAR DE PABLO
Las voces y el viento
LUIS GARCÍA MONTERO
Perito en lunas
LUIS MARÍA MARINA
Eterna sombra
MIGUEL HERNÁNDEZ
¿Quién lee a Miguel Hernández?
MARTÍN LÓPEZ-VEGA
Dos poemas
Miguel Hernández en sus tres heridas
FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA
Llegó con tres heridas...
MIGUEL HERNÁNDEZ
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Columnas:
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¿Qué sería de nosotros sin Miguel?
Miguel Hernández frente a la Catedral de San Isaac en Leningrado,
septiembre de 1937 |
Óscar de Pablo
Tú, el más puro y verdadero, tú el más real de todos,
tú el no desaparecido.
Vicente Aleixandre, hablando de Miguel Hernández
I
Entre los nacidos en el sur de España en 1910, no
era excepcional trabajar desde la infancia en
labores como el pastoreo de cabras. Era perfectamente
normal que la pobreza familiar frustrara
las ambiciones de estudio de los jóvenes. Millones
de muchachos se vieron a sí mismos en ese
trance. Asimismo, fueron cientos, miles, los españoles
pobres que en 1936 tomaron las armas y se volvieron
combatientes rojos. Muchos de ellos lucharon en
el frente campesino de Jaén.
Fueron también miles los que, tras la derrota de
1939, cayeron en las cárceles de Franco para ya no
salir de ellas, sabiendo que sus familias pasaban literalmente
hambre, pasando hambre ellos mismos.
Hasta aquí, ésta es la trayectoria típica de toda una
generación de españoles pobres. En cierto modo, es
la historia común de las grandes mayorías de cualquier
época y cualquier país. Terriblemente simple,
es apenas la historia universal del hambre.
Sin embargo, esta epopeya cobra un brillo dramático
particular si damos a quien la vive un rostro
distinguible. Sobre todo si es el rostro entrañable de
uno de los poetas más significativos de la lengua española
del siglo XX: Miguel Hernández.
Quizá hizo falta conocer las cosas con las manos,
a través del trabajo y la carencia, para aprehender su
verdadera naturaleza sensible: su aspecto, su olor,
el sonido de las palabras que las nombran. Quizá hizo
falta leer a Góngora y a Quevedo tumbado en los prados
oriolanos para asimilar su lengua tan profundamente.
Quizá hizo falta aparecer de pronto trasportado,
de las tertulias parroquiales de Orihuela, al
centro del mundo cultural, a la intimidad con Neruda
y los poetas del ’27, para apreciar el significado de las
vanguardias de un modo tan único. Quizá hizo falta
todo eso para realizar lo que parece la más simple de
las operaciones: contar con veracidad el sencillo dolor
y el sencillo gozo de millones de hombres.
II
Pero, además, para lograr esta poesía hizo falta una
muy particular fibra moral.
No ha faltado quien señale que la militancia comunista
de Miguel Hernández representa la continuidad
de un impulso originado en su ardiente
catolicismo juvenil. Quien así opina ve en su compromiso
político una forma vergonzante de mística
que en su cristianismo se desplegaba abiertamente.
Esta opinión tiene más de un grano de verdad, pero
pierde lo fundamental. Cierto: la religiosidad adolescente
de Hernández forma parte del mismo continuo
que luego lo llevaría a la URSS y lo traería de
vuelta a las trincheras y a la cárcel; pero no es su origen.
Ambas facetas, la segunda más razonada que la
primera, se originan en un punto anterior y más profundo:
una capacidad excepcional de mirar fuera de
sí mismo y vincularse con el otro (llámese “el prójimo”
o “la humanidad”). No en vano el poeta se describió
a sí mismo alguna vez como “una abierta ventana
que escucha”. No en vano los testimonios de
quienes sobrevivieron al infierno de las enfermerías
carcelarias, lo describen como un hombre dolorosamente
generoso hasta el final mismo. Debo aclarar
que no he dejado de hablar de poesía: creo que el
minucioso amor por las palabras que el poeta revela
en su técnica formal no puede ser sino expresión de
un amor igualmente minucioso por la gente. En Miguel
Hernández, el lenguaje es el prójimo.
III
Fue a mediados de los años noventa, después de
cumplir los quince años, cuando establecí el curso
de mi vida, mi camino político y existencial. Fue entonces
cuando supe el tipo de persona que sería en
adelante, cuando escogí mis armas y mi bando. Lo
hice acompañado de argumentos y de percepciones,
de Marx y de la calle, pero quien me impulsó a
tomarlo todo en serio, quien me hizo abrir los ojos,
fue un pequeño conjunto de poetas. Acertaba Platón:
son peligrosos.
Pues bien, ese muchacho, el ignorante joven que
era yo en esa época, ha venido conmigo desde entonces,
me señala el estándar al que debo aspirar y es mi
juez más severo. Ese yo juvenil, puro y ardiente, tábano
bienvenido de mis encrucijadas, que es la mejor
versión de lo que soy, partió en mi compañía con su
abundante carga de rimas y canciones.
Y, sin embargo, prácticamente todas se le han ido
quedando en el camino. Se le han desdibujado, palabra
por palabra, tras una niebla irónica de distanciamiento.
Su librero se viene depurando cruelmente,
pues sabe que el cliché y el sentimentalismo
son otras tantas formas de mentir, y no quiere mentiras.
Desconfía del panfleto y es implacable con la
cursilería, que es lo contrario de la veracidad. Casi
todos los versos perdieron su confianza. Quedan los
argumentos, quedan las percepciones, quedan Marx
y la calle, pero no es suficiente. Hacen falta palabras.
¿Qué estímulos le quedan a este muchacho necio para
seguir andando, para seguir mostrándome el
camino, para seguir siguiéndome con su latiguillo?
Le queda, sobre todo, la poesía de Miguel, “el no
desaparecido”.
Hoy, muy brechtianamente, no busco la emoción
de la catarsis. Hoy le saco la vuelta a los cantos de
amor, a la poética del sufrimiento y a la poesía laudatoria
del pueblo. Al hablar de estas cosas, ya demasiado
serias, todos mienten un poco. Y sin embargo
siento que Miguel no mentía. No lo siento, lo sé.
Propongo cuatro estrofas del poema “El sudor”,
que entonces me aportaron mi noción de lo limpio.
Hace más de quince años, estrofas como éstas me
tendieron la mano y me ayudaron a decidir quién soy.
Unos más y otros menos, como he dicho, los poetas
de entonces se me han ido apagando. Pero estas cuatro
estrofas, por ejemplo, me sostienen la mano todavía,
me vinculan al joven que es mi mejor versión
y me vuelven a hablar con esa misma fuerza. Me rescatan.
Las cito: “Vestidura de oro de los trabajadores,/
adorno de las manos como de las pupilas,/ por
la atmósfera esparce sus fecundos olores/ una lluvia
de axilas.// […]// Los que no habéis sudado jamás,
los que andáis yertos,/ en el ocio sin brazos, sin música,
sin poros,/ no usaréis la corona de los poros
abiertos/ ni el poder de los toros.// Viviréis maloliendo,
moriréis apagados:/ la encendida hermosura
reside en los talones/ de los cuerpos que mueven
sus miembros trabajados/ como constelaciones.//
Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:/ que el
sudor, con su espada de sabrosos cristales,/ con sus
lentos diluvios, os hará transparentes,/ venturosos,
iguales.”
Escribo en singular de la primera persona, pero
no soy el único. Sé que Miguel Hernández, no sólo
para mí, es una limpidez terráquea, juvenil, capaz de
resistir, con su sabiduría, la prueba de los juicios irónicos
y honradamente cínicos de cualquier madurez.
Allí donde se entienda el castellano, ocurrirá el milagro
de Miguel: nuestra versión más joven y mejor
se nos presentará, cantando sus poemas, como brújula
y faro, y no nos perderemos. Si no nos hemos
perdido del todo es por su causa. Por eso me pregunto:
¿qué habría sido de mí sin la poesía de Hernández?,
¿qué sería de nosotros sin Miguel?
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