22 de mayo de 2010     Número 32

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

En el imperio de los mexicas

Roberto Velasco Alonso

México Tenochtitlan se edificó sobre una isla artificial y esto se tradujo en una particular problemática agrícola, ya que contaba con muy poca tierra de cultivo. Este “inconveniente” logró resolverse gradualmente con la ampliación de la ciudad por medio de las chinampas y con la obtención de algunas tierras en las orillas del lago por la vía armada.

En esencia, la sociedad en el tiempo de los mexicas, se conformó por dos grandes segmentos: los pipiltin, o nobles, y los macehualtin, la gente común, quienes vivían bajo una serie de estrictas restricciones sobre el uso y posesión de joyería u ornamentos; y sobre el vestido, que no podía ser de algodón sino de ixtle. También debían andar descalzos, vivir en chozas muy humildes y sólo podían tener una esposa. El Estado mexica vigilaba celosamente el cumplimiento de estas normas; para ello, los macehualtin estaban agrupados en calpulli o barrios que se originaron al comienzo de la migración. Originalmente, estaban formados por parentesco pero ya en tiempos de la conquista, sólo se demarcaban geográficamente. Cada calpulli poseía tierra comunal. El calpullec, o jefe de barrio, adjudicaba parcelas a cada uno de sus habitantes, y éstos canalizaban por medio del calpullec sus tributos y servicios al Tecutli o señor. El calpullec debía observar que las tierras fueran trabajadas, ya que si no lo hacían durante dos años, las perdían.

Aunque en general, la información sobre ellos es muy escasa, los macehualtin se diferenciaban socialmente según la cantidad de tierra que tenían asignada. Otro segmento de esta misma población estaba compuesto por los mayeque, o renteros, que cultivaban la tierra de los nobles y estaban ligados a ella aunque su propietario cambiara.

Estas restricciones fueron en realidad un contrato, un pacto que los agricultores acordaron con las clases gobernantes en la víspera de la guerra que sostuvieron los mexicas contra Azcapotzalco en 1426. Los macehualtin se decían ajenos al conflicto, por lo que pidieron permiso para evacuar la isla. Los pipiltin les propusieron entonces que si los apoyaban y el resultado les era adverso, invertirían los papeles eternamente; en cambio, si el resultado les era favorable, tributarían obediencia, a lo cual aceptaron. El desenlace se inclinó a favor de los mexicas y el pacto debió ser respetado.

Los macehualtin tenían a su favor el derecho a cesar sus obligaciones al cumplir los 52 años, a partir de los cuales también se les permitiría beber pulque y asesorar a las autoridades cuando demostraban ser expertos en su oficio. Cuando el lote que le había correspondido a un individuo no era bueno, podía pedir que le fuera cambiado –siempre que hubiera tierra disponible–, de querer más trabajo, podían tomar a renta tierras de otro calpulli También podrían alcanzar un estatus similar a la nobleza por méritos de guerra, pero no podían tener mayeque y sus uniformes no podían llevar ciertos tipos de pluma reservados a la nobleza de nacimiento.

El clima y la precipitación pluvial en el valle de México varían impredeciblemente, por lo que la agricultura basada en la siembra y cosecha –de maíz, amaranto, fríjol, calabazas y muchas variedades de chiles– era muy riesgosa. Se establecieron por ello controles artificiales de agua por medio de canales de irrigación, drenaje y se apoyaron en un minucioso ceremonial anual, basado en un preciso calendario, que dictaba los tiempos idóneos para remover la tierra, preparar el suelo, desyerbar, nivelar, surcar, plantar, cosechar y almacenar. El cultivo del nopal y el maguey en tierras no irrigadas también significó un extraordinario complemento alimenticio con numerosos beneficios, ya que de ahí se obtenía no sólo comida, sino pigmentos, herramientas, materiales de construcción, combustible y hasta pulque.

Las estrategias agrícolas también incluyeron la invención de las chinampas –como las que hoy se conservan en el lago de Xochimilco–, que abastecían cerca de la mitad de los insumos anuales de la capital mexica. Miles de hectáreas de tierra anegada se transformaron en campos altamente productivos, levantaron el suelo al ras del nivel del lago y lo consolidaron con vegetación acuática, se sembraban filas de árboles pequeños a los lados para agregar estabilidad. Cada año el suelo era removido y fertilizado con los sedimentos de lodo que se acumulaban naturalmente en los canales, los residuos de casa y los desechos humanos que eran sistemáticamente colectados en las ciudades.

Para el Estado mexica, la producción de alimentos ocupaba la mitad de sus preocupaciones cotidianas, esto se ve reflejado en su Templo Mayor. Es por ello que una de las funciones principales del tlahtoani y su gobierno fuera la de observar cercanamente el comportamiento de las condiciones sociales y ambientales, en aras de producir suficiente alimento para su población; de encontrar anomalías, debía actuar en consecuencia y de inmediato, ya que de lo contrario se corría el riesgo de perder la cosecha y por ende, el sustento de los pobladores a los que él gobernaba y con ello, su función en el imperio.



Grupo de jaramillistas: Don Felix Serdán, acompañado por los ya fallecidos Pedro García y Pedro Herminio Zeferino, entre otros. FOTO: Emilio García / Cortesía CNPA

Los compañeros de Jaramillo

Plutarco Emilio García Jiménez

El 23 de mayo se rendirá homenaje en Tlaquiltenango, Morelos, al líder campesino Rubén Jaramillo, al cumplirse 48 años de que fue asesinado junto con sus hijos y su esposa Epifania Zúñiga.

Pocos son los compañeros de Jaramillo que aún viven, pero todos ellos siguen vinculados a los movimientos sociales en defensa de la agricultura campesina, la tierra, el agua y el medio ambiente. Mencionaremos a varios de ellos que seguramente estarán presentes en el homenaje que este año, como ha venido ocurriendo cada año, se le rinde al líder campesino.

Félix Serdán Nájera, quien fue secretario de Jaramillo y portador de la bandera y el archivo durante el primer levantamiento en 1943. Fue herido en combate y preso político amnistiado por Manuel Ávila Camacho. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) le reconoció el grado de mayor honorario.

Cirilo García Velásquez, quien acompañó a Jaramillo hasta los años 50s, después de la derrota del movimiento henriquista, tuvo el grado de general brigadier y era el portador de la única ametralladora con que contaba el grupo armado en ese entonces.

Aurelio Oliveros, del pueblo de Nepopualco, leal compañero de Jaramillo en el levantamiento que se inició en 1954. Aurelio, alias Guillermo, compartió acciones y un largo recorrido por pueblos de Morelos y del estado de Puebla con Victorino Jiménez, Luciano Herrera, Ausencio Castillo, José García Medina, Santiago Hernández y otros.

Tranquilino Torres y Silvino Ramírez Anaya, de Amatlán de Quetzalcóatl, fueron fieles soldados jaramillistas y guías en la serranía de Tepoztlán, donde Jaramillo se refugió durante varios meses en 1955. Estos viejos son hoy guardianes de las tierras comunales.

Pedro Herminio Zeferino, dirigente campesino indígena, quien siendo muy joven apoyó la lucha jaramilista, falleció en Xoxocotla el pasado 11 de abril. En 1980, junto con el ex soldado zapatista Longino Rojas, fue fundador de la Unión de Pueblos de Morelos y el principal impulsor de la cooperativa cacahuatera Nahui Milli. Pedro Herminio, mejor conocido como La Mojarra, pese a ser analfabeto era portador de una gran sabiduría y era un dirigente con una gran visión política. En su pueblo era todo un personaje apreciado por los viejos, los jóvenes y los niños.

En los pueblos del sur y el oriente de Morelos, muchas mujeres adultas recuerdan cómo se apoyaba a los hombres de Jaramillo. Algunas preparaban comida, otras eran “correos” y otras, como doña Paula Batalla, eran parte de su escolta.

Las luchas zapatista y jaramillista nos han legado importantes enseñanzas, muchas de ellas están vivas en la mente y los recuerdos de estos viejos luchadores. Vaya para ellos y ellas nuestro recuerdo y nuestro cariño, no sólo por su participación histórica, sino porque siguen en pie de lucha.


Entre olvidos y agresiones, seguimos sembrando

Alfredo Zepeda

En la sierras y en la huasteca de Veracruz e Hidalgo, la gente se animó a rozar cuando las lluvias se adelantaron en mayo. Ya para San Juan las laderas que descienden a la vega del río Vinazco se tupieron con el verde brillante de las matas. Al fin de julio Zaqué Reyes se iba de mañana a divisar desde la altura del cerro del Brujo por si adivinaba el brote de las primeras espigas. Parece que este año habrá maíz, decía la gente de Micuá. Si las nubes se turnan con el sol, la tierra promete la cosecha buena.

Pero el primero de agosto sopló el viento del sur y las nubes huyeron. A mediados, los otomíes de Micuá juntaban el deseo con el recuerdo: “siempre llueve en agosto. Si acaso una canícula de diez días. Pero el mes se fue sin gota. La milpas amarillaron sin remedio”.

En tanto, la tele difundía buenas noticias para los turistas de Cancún. Un sol sin el estorbo de la lluvia regaló el mejor bronceado para la piel de las rubias durante todo el mes preferido para las vacaciones de verano.

“En octubre siempre tiene que haber maíz nuevo, porque es la ofrenda obligada para los difuntos que llegan a visitar en Todosanto –comentan las mujeres de Xoñú–, pero este año solamente se dio la cuarta parte y de unos molcatitos que no llenan las arpillas. Va a ajustar apenas para carnaval en febrero. Después, no sabemos qué vamos a hacer”.

Entre tanta sequía, ningún gobierno volteó a mirar para acá. El federal se la pasó repitiendo su estribillo “Para vivir mejor”. El del estado solamente repite su monserga: “Veracruz late con fuerza”. En Estados Unidos garantizan 200 mil millones de dólares en subsidios anuales para los agricultores, la mayor parte para los agroempresarios del diez por ciento de arriba. En México, el Procampo reparte cínicamente a los campesinos de abajo lo que el obispo Casaldáliga llamó “las migajas solidarias de la miseria”. Y ahora todavía se lo regatean a las viudas, con un imposible viaje hasta la capital Xalapa, para abrir el sobre de la traslación de derechos en el Registro Agrario Nacional.

“Los gobiernos quieren acabar con nuestras comunidades, con el modo de vida campesino –piensa en voz alta el Zaqué–, y el modo que encontraron para exterminarnos es el olvido. Antes, por lo menos nos peleábamos con ellos. Ahora no sabemos dónde están. Dicen que una computadora es la que da y quita el Oportunidades. Más bien se acerca la Secretaría de Agricultura a sus socios de Monsanto para acabar con nuestros maíces y vendernos transgénicos y el Gramoxone. Ya están en la frontera de Tamaulipas con Veracruz, a las puertas de la huasteca, con el permiso que les dio Calderón. Quieren que el maíz, nuestra sangre, se convierta en mercancía, para que todo lo tengamos que conseguir con dinero.

“Con estas trampas, el dinero se ha vuelto indispensable. Antes decíamos que alguien estaba pobre cuando no tenía maíz. Ahora pensamos que pobre es el que no tiene billetes. Es el cambio más fuerte que está sucediendo en el modo de vida de las comunidades de la sierra”. Los jóvenes de las comunidades tuvieron que irse en estampida hasta Nueva York a buscar los dólares, lavando carros en los carwash al sur del Bronx. Los dineros que mandan son 20 veces mayores que todo el apoyo de los gobiernos. El precio es el desasosiego cotidiano de las mujeres, por la ausencia.

“Pero con todo y todo, nosotros no hacemos cuentas de costos para sembrar y para vivir como siempre hemos sido –dicen los de Tehé, en las cumbres del Ñuní–. No hay como la seguridad de tener maíz propio. Qué tal si nadie siembra en la comunidad. Nomás quedaría el de la Conasupo, más polvo que grano”. El sufrimiento revuelto con el trabajo es un gusto; el que nos manda el gobierno es pura desazón y muerte”.

En enero el aire trajo olor de humedad, después de las heladas. La tele aseguró que El Niño iba a acarrear la sequía, pero las cabañuelas anunciaron lluvia. Y el agua cayó. De nuevo los de la sierra baja y la huasteca le apostaron al tonalmil. La milpa ya jilotea en abril, arropando frijol de enredadera, calabazas, sandías, yuca y todos los quelites. Los elotes están asegurados y la gente duerme en el monte para cuidarlos de los tejones.

“Puedes perder la milpa y volver todavía a sembrar. Un rato te pones triste. Pero el alma no se puede quedar sin yolpaki (corazón alegre)”, explican los mexcatl de Zoquitla, abajo de Ilamatlán.

Y en las madrugadas todavía le cantan los otomíes a las flores de hortensia. Los de Canto Llano en Ixhuatlán siguen labrando violines jaranas y huapangueras para que la música no se acabe. Al igual que los rarámuri de Chihuahua, saben que el mundo se termina el día en que los pueblos dejen de danzar.


Campo y ciudad en el siglo XXI

Luisa Paré* y Patricia Gerez**

Nos tocó una época marcada por situaciones que hace 15 años no estaban en la agenda de discusión sobre el campo: escasez de agua, vulnerabilidad ante el cambio climático, condiciones de salud humana y ambiental, por mencionar algunas. Hay una problemática ecológica mundial en un contexto nacional dominado por procesos de desarticulación de la economía campesina y desaparición de sus sistemas tradicionales de producción, por el desmembramiento de los ejidos hacia minifundios con el debilitamiento de su funcionamiento como comunidad, por la pérdida de autosuficiencia alimentaria y creciente dependencia en la importación de alimentos básicos, por la emigración del campo y el estancamiento del crecimiento económico.

Los pequeños productores son competitivamente marginales; las cosechas que tradicionalmente llevaban a los mercados locales y regionales se venden a precios insuficientes para cubrir los costos y obtener una justa ganancia. Una parte sustancial de sus alimentos y vestido se produce en regiones alejadas, y sus herramientas provienen de otros países.

Su economía familiar se vincula cada vez más a la dinámica de las ciudades por medio del flujo de ingresos, alimentos, vestido y otros, pero su calidad de vida se ha depauperado. La globalización llegó al campo y ha modificado profundamente la condición campesina.

El ingreso campesino proviene de múltiples fuentes: se genera con el trabajo de miembros de la familia en la ciudad u otras regiones distantes, produciendo en pequeña escala ciertos cultivos comerciales y para autoconsumo, ocupando empleos en el pequeño comercio, o en la tala no regulada en regiones forestales. Para muchos, permanecer en el campo es el requisito necesario para cobrar subsidios como Procampo y Oportunidades, que pueden representar hasta el 40 por ciento del ingreso total familiar.

La preocupación de la ciudadanía urbana por las condiciones ambientales y por el cambio climático ha hecho evidente una función de las zonas rurales, ignorada pero fundamental: son proveedoras de servicios ambientales claves como el agua, para lo cual es indispensable la conservación de suelos en cuencas altas, la protección de ecosistemas forestales y la preservación de la diversidad biológica. ¿Cómo ubicar a la gente de campo como custodios de estos servicios y compensarlos por ello?

La política pública enfocada en estimular la creación de un mercado de servicios ambientales por medio de apoyos económicos a los dueños de la tierra (el Programa de Servicios Ambientales de la Comisión Nacional Forestal) tiene varias limitaciones, pues ofrece montos que no compensan el costo de oportunidad de otros usos del suelo, y resulta poco atractivo para los dueños de extensiones pequeñas, que son los más numerosos. Asimismo, esta política pública ha sido poco efectiva para desarrollar dichos mercados porque no ha ido acompañada de una campaña de sensibilización y concienciación sobre lo que significan los servicios ambientales, dirigida tanto a la sociedad en general, como a los posibles contratantes o pagadores de dichos “productos”. Tampoco ha logrado establecer una estrategia conjunta entre los distintos ámbitos de gobierno federal, estatal y municipal, para valorar y proteger el funcionamiento de las cuencas.

El enfoque del bioregionalismo y el análisis de las externalidades económicas abren la posibilidad de revalorar las funciones ambientales de las zonas rurales y el papel de los campesinos en este nuevo ámbito. Por ejemplo, el crecimiento de las ciudades y zonas industriales sobre los territorios rurales adyacentes se lleva a cabo porque no se incorpora este valor ambiental en la venta de parcelas y en los procesos de planificación. Los habitantes de las ciudades y sus gobiernos deben reconocer las múltiples ventajas que representa esta colindancia con la vida rural, que los provee de agua de calidad y de zonas de esparcimiento y que produce una variedad de bienes agropecuarios que se abastecen en los tianguis locales. En muchas ciudades del país se han generado mercados locales, aún incipientes, para productos orgánicos. Con este enfoque, las inversiones dirigidas al campo financiarían la producción de alimentos sanos a buen precio para los habitantes de las ciudades y del campo, evitando la contaminación de arroyos y manantiales, y al mismo tiempo mantendrían las actividades productivas que han generado los paisajes que admiramos en nuestros paseos.

Hoy la visión de que la ciudad y el campo son complementarios y de que debe haber una corresponsabilidad de la ciudadanía y los gobiernos para mantener este equilibrio obliga a reconsiderar la forma como vivimos y nos alimentamos, y analizar el costo energético del transporte desde regiones lejanas de agua y alimentos. Nos obliga también a reconocer el derechos de nuestros vecinos rurales a mejores condiciones de vida, pues son ellos los responsables directos de conservar la naturaleza.

*Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.

**Inbioteca de la Universidad Veracruzana