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Viejos y nuevos actores rurales
Héctor Robles Berlanga Es a finales de los años 90s y principios del siglo XXI cuando comenzó a reconocerse que una parte importante de los dueños de la tierra o unidades de producción son indígenas, mujeres, posesionarios o productores que aprovechan de distintas formas los recursos naturales. Nuestro interés por dar a conocer información que habla sobre estos nuevos sujetos agrarios es que el efecto de la prolongada crisis del campo mexicano se acentúa sobre estos grupos sociales, que se caracterizan por ser los más pobres. Los nuevos sujetos agrarios que irrumpieron en la escena nacional con nuevas propuestas de organización y recuperación de espacios no son precisamente los esperados por los “modernizadores” de la sociedad. En lugar de inversionistas con deseos de invertir y asociarse con agricultores “prósperos” y emprendedores aparecen los propietarios de la tierra pobres que quieren discutir sobre temas como un mejor aprovechamiento de los recursos naturales, esquemas de comercialización en mercados solidarios, construcción de redes de solidaridad, el papel del Estado y concretamente del municipio, la mujer y su papel en la vida nacional, y el territorio como espacio político y social. Indígenas. En nuestro país la población indígena es importante por su diversidad con 62 lenguas vivas y cerca de 100 variantes y dialectos y por su magnitud: 10.2 millones de personas, lo que representa poco más de diez por ciento de la población nacional. Los indígenas participan en seis mil 830 ejidos y comunidades del país que representan el 22.9 por ciento de los núcleos agrarios, son dueños de 22 millones 624 mil hectáreas de propiedad ejidal y comunal, y cinco millones de propiedad privada, lo que representa el 15.5 por ciento de la superficie rústica, cinco puntos más que lo que significa la población indígena para el país. Como propietarios de la tierra y de ciertos recursos naturales, tienen una importancia relativa mayor que aquella referida sólo a la población. Una de las características sobresalientes de los seis mil 830 núcleos agrarios con población indígena es la disponibilidad de recursos naturales. Nueve de cada diez ejidos y comunidades disponen de algún recurso natural –pastos; piedra, grava y arena; bosques; selvas; materiales metálicos; acuícolas y turísticos–; son dueños del 28 por ciento de los bosques templados y de la mitad de las selvas que existen en la propiedad ejidal y comunal, producto de sus luchas agrarias. Además, en los municipios donde habitan se producen volúmenes muy importantes de agua resultado de altas precipitaciones, por lo que son considerados municipios captadores de agua; y sus prácticas agroecológicas los sitúan como ambientalistas “profundos” y de largo alcance. Mujeres propietarias de tierra. Las mujeres en el campo participan en el desarrollo de nuestro país con su trabajo cotidiano, en el ámbito doméstico, agropecuario y artesanal, sin que hasta el momento se reconozca su aporte a la actividad nacional. Hace poco más de 30 años, las propietarias de la tierra eran muy pocas, su número apenas rebasaba un punto porcentual y ahora representan cerca de 18 por ciento. En suma, estamos hablando de 833 mil ejidatarias y comuneras, 331 mil posesionarias y 282 mil propietarias privadas, es decir, un millón 447 mil mujeres son actualmente dueñas de la tierra. Sin embargo, las titulares de la tierra enfrentan los problemas estructurales de la propiedad de la tierra de manera más acentuada. Existe un mayor número de mujeres con cinco o menos hectáreas; 53.2 por ciento de las ejidatarias se ubican dentro de ese rango, 62 por ciento para el caso de las propietarias privadas y 78.4 por ciento las comuneras. Además, son de edad más avanzada: seis de cada diez mujeres titulares tienen más de 50 años, y tres de cada diez son mayores de 65. Por otro lado, las dificultades económicas conllevan la necesidad de que las mujeres trabajen para el sostenimiento del hogar, muestra de ello es que de cada diez hogares, en tres la titular de la tierra contribuye a su sostenimiento, y en otros tres es el único sostén. Es decir, en seis de cada diez hogares la mujer es un importante apoyo para la economía familiar. Posesionarios: minifundistas privados o avecindados con solar. De acuerdo con el VIII Censo Ejidal 2007, existen un millón 442 mil posesionarios. Estos sujetos son aquellos campesinos que poseen tierras ejidales en explotación y no han sido reconocidos como ejidatarios por la Asamblea o el Tribunal Agrario. Se caracterizan por ser más jóvenes que los ejidatarios, con edad de 43.5 años en promedio; cuentan con parcelas más pequeñas, 3.1 hectáreas contra 9.5 que poseen los ejidatarios; muy pocos tienen derecho a las tierras de uso común, y el tamaño de sus solares también es menor. En síntesis, tienen una situación más precaria que los ejidatarios. Productores asociados para aprovechar recursos naturales. De acuerdo con el Censo Ejidal y Agrícola Ganadero 2007, existen 137 millones 277 mil hectáreas de pastos, vegetación diversa y bosques, es decir, siete de cada diez hectáreas de nuestro país son de este tipo. Estos recursos naturales son utilizados por 22 mil 868 ejidos y comunidades para: aprovechamiento de pastos (17 mil 612); extracción de materiales de construcción (siete mil 683); extracción de otros minerales (383); pesca (mil 741); artesanías (mil 694); actividades industriales (768); turismo (869); producción acuícola (mil 189), y otras actividades (mil 156). Además, existen seis mil 726 ejidos o comunidades que se dedican a la recolección y un millón 400 mil unidades de producción que se benefician de estos recursos. Estos sujetos sociales son los responsables de cuidar estos recursos vitales para la nación.
Chihuahua Rancheros de aridoamérica
Víctor M. Quintana S. En Chihuahua hay que hablar de una diversidad de campesinos: los indígenas y mestizos que realizan una agricultura de infrasubsistencia en la Sierra Tarahumara, los pequeños y medianos agricultores de los valles irrigados, y los campesinos temporaleros de los llanos altos, de los lomeríos semiáridos, del oeste y noroeste del estado. A estos últimos nos vamos a referir, por ser los que abarcan más territorio, más población y los que han tenido un papel histórico más claro. La vasta región natural llamada el desierto chihuahuense forma parte del ámbito etnohistórico denominado Aridoamérica, espacio de grandes planicies áridas y semiáridas, montañas y oasis en las vegas de los pocos ríos. Comprende tanto el norte y noroeste de México como el suroeste de Estados Unidos. Aquí florecieron los mundos Anazazi y Mogollón, madres de las culturas Paquimé y Pueblo, entre otras. Es este el hábitat de los rancheros chihuahuenses. Los campesinos temporaleros del centrooeste, oeste y noroeste del estado de Chihuahua mantienen una serie de referencias históricas comunes, que fungen como “mitos fundadores” de su identidad: El luchar en un medio natural adverso, de clima extremoso, donde cada fruto se arranca a la tierra con mucho sudor y haber colonizado las tierras de frontera les forma, como señala Friedrich Katz, su carácter de rancheros libres, autónomos, levantiscos, de comunidades algo desiguales, pero bastante democráticas. Independientes, autónomos, pero no aislados. Porque sólo en comunidad han podido defender el espacio conquistado, construido por ellos. Así, organizados como pueblos libres se defienden de los apaches; se defienden de los enormes despojos por parte de los latifundistas, los mandamases porfirianos y de las compañías deslindadoras. Como pueblos, señala Víctor Orozco, son los primeros que toman las armas en 1910 dentro de los contingentes orozquistas y maderistas y luego integran la columna vertebral de la División del Norte. Al triunfar la Revolución, aunque derrotados, los rancheros del oeste de Chihuahua demandan al estado posrevolucionario sus tierras despojadas. No como dotación, a la manera de los ejidos y comunidades del centro y del sur del país. En el imaginario de los pueblos de Chihuahua lo que está presente, desde las colonias militares del siglo XIX, es el uso y la apropiación de la tierra como colonia. Este imaginario se ve fortalecido por el proyecto de colonias militares puesto en marcha por Francisco Villa como gobernador del estado en 1914 y por el gobernador Ignacio C. Enríquez a principios de la década de 1920. Por eso los rancheros ven con extrema desconfianza el proyecto agrario del régimen posrevolucionario. Sin embargo, aceptan el ejido, porque “no hay de otra”, como estrategia para recuperar sus tierras o para acceder a ella quienes son peones. Estrategia que va a tener sus altos costos: 70 años de control corporativo, de manipulación política, de dosificación de sus demandas, de represión cuando se rebelan. Lo que no pudieron ni los apaches ni los latifundistas ni el porfiriato, lo lograrán siete décadas de corporativismo en el campo: domeñar a los ariscos e independientes labriegos chihuahuenses. Hoy las vastos llanos chihuahuenses son poseídos de diversas formas por los orgullosos labriegos: predomina el ejido, pero existen también numerosas colonias agrícolas ganaderas estatales y federales, además de “mancomunes”, es decir, antiguas asociaciones de pequeños propietarios. Otra representación muy difundida que conforma la identidad de estos campesinos temporaleros es que “ante lo difícil del medio, lo extremoso del clima, hay que trabajar muy duro”. Esto conforma una ética casi puritana, de la austeridad y el trabajo. La aridez del suelo y la escasez de precipitaciones hacen también muy azarosa la agricultura, lo que ha forzado desde el principio a una gran diversificación de las actividades generadoras de ingreso: agricultura de granos básicos: maíz, frijol, avena, combinada, con la ganadería, fundamentalmente vacuna; la fruticultura de clima templado: manzanas, duraznos, ciruelas, membrillos; la ganadería de traspatio, y una gran actividad de preservación de alimentos por medio de los deshidratados y las conservas para mantener una dieta más o menos equilibrada en los meses de secas y de frío. (Estas prácticas han sido deterioradas por la invasión de los modos industrializados de comer y de comprar.) Toda esta actividad productiva es complementada desde hace muchos años por la emigración temporal a Estados Unidos, facilitada por la proximidad geográfica. Desde que Chihuahua se convierte en frontera, luego de 1848, ésta funciona más como un espacio de intercambio, de flujos, que de límites. Para los campesinos chihuahuenses la “ida al otro lado” (acá no se dice “al norte”) es algo perfectamente ordinario desde hace varias generaciones: la ocupación temporal transfronteriza no sólo les ha brindado ingresos adicionales en temporales difíciles, sino también los ha iniciado en nuevas técnicas agrícolas; les ha posibilitado modernizar sus implementos agrícolas, así sea con maquinaria de segunda; los ha puesto en contacto con otro modo de vida, y los ha hecho aspirar a otros satisfactores. Luego de 27 años de embestida en su contra por parte de las políticas neoliberales en el campo, de 16 años de vigencia del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), los rancheros del oeste y noroeste de Chihuahua han visto reducido su número porque la emigración forzada por la economía excluyente ha ido expulsando a muchos de sus tierras. Pero no se dan por vencidos. Han desarrollado estrategias diversificadas para hacer sobrevivir a sus familias y a sus comunidades: se dedican más a la ganadería y menos a los granos básicos; desarrollan pequeños proyectos y tienden a organizarse mejor; se han urbanizado más, y a pesar de las restricciones han mejorado sus condiciones de vida y han adoptado, con lo bueno y lo malo que esto trae, muchos hábitos de la vida urbana. Han construido organizaciones, como el Frente Democrático Campesino para poder edificar mejor su resistencia. Como en el tiempo de los apaches, se repliegan y tratan de hacerse invisibles ante el terror que siembran los narcotraficantes. Han hecho binacionales sus familias, y transformado su cultura. Pero en cada gesto, en cada rito, en cada palabra, en cada celebración de su vida cotidiana revelan que siguen aquí, que nada dobla su voluntad de resistencia. De altura, ribereños, artesanales, buzos y acuicultores La mar de pescadores Karla Cruz-González, Sofía Medellín, Mauricio González y Gabriel Hernández A lo largo de los 11 mil 122 kilómetros de litoral en el país y las dos millones 500 mil hectáreas de aguas interiores (ríos, arroyos, lagos, lagunas, esteros, presas, estanques) se despliegan numerosos modos de aprehender el mundo. Así, encontramos comunidades que hacen de la pesca su actividad principal y familias campesinas e indígenas que complementan su consumo o ingreso con la pesca. Se les encuentra agrupados mayoritariamente en cooperativas, pero también existen pescadores libres que son contratados por dueños de barcos y pequeñas embarcaciones o pangas. Y está también la pesca familiar, que se ha convertido en uno de los reductos organizativos ante los embates y fracasos de la colectividad forzada, promovida por la organización cooperativista vertical impulsada desde el Estado. Se puede distinguir entre aquellos que tienen acceso o no a los medios de producción, siendo mayoría los que sólo poseen su fuerza de trabajo. Las artes o instrumentos de pesca suelen enumerarse al menos en cuatro grandes conjuntos: redes, trampas o nasas, arpones y fisgas, así como líneas y anzuelos. Y si bien la diversidad en artes y métodos es amplia, entre más exista un proceso de valorización de la producción pesquera por el capital, más se reduce la diversidad de las técnicas de captura. Podemos señalar también los hoy poco utilizados cohetones y explosivos, diques, venenos vegetales para adormecer a los peces, captura con las manos, cestas entre los nahuas de Guerrero y cuicatecos y las hermosas redes de tsiurho y parakata utilizadas por el pueblo purépecha, entre muchas otras artes. Tradicionalmente, la actividad pesquera se ha organizado en torno a una división del trabajo por géneros y edades: lo usual es que los hombres pesquen en el mar y las lagunas mientras que las mujeres procesen y comercialicen el producto, pero también participan en el arreglo de artes de pesca o en la propia captura en esteros, bajos, lagunas, ríos y arroyos, sin obviar que son ellas quienes ejercen protagonismo en la acuacultura rústica, como una extensión de las actividades de traspatio. En ocasiones la división del trabajo por género se deja ver en las artes y métodos de pesca; por ejemplo entre los nahuas de la Sierra de Santa Marta, Veracruz, las mujeres pescan camarón con matayaual (una red amarrada a un bejuco circular flexible) y los hombres utilizan flechas y atarrayas para atrapar otros peces. Pero la diversidad en un país constituido por numerosos pueblos indígenas se multiplica, pues muchos mundos cohabitan ahí donde una misma técnica puede ser utilizada. Así, las mujeres rarámuris construyen cercos naturales en los ríos para atrapar peces pequeños mientras lavan la ropa, recogen quelites o cuidan las cabras. Para “salir a marea” los mayo-yoreme piden permiso a Bawe am iola, el dueño del mar, y a Bawe O´ola, su esposa, protectora de la pesca. Mucho de lo que Occidente suele llamar recursos naturales, para otros pueblos son patrimonio de un “dueño” que forma parte de una comunidad que supera lo humano. Para los seris-comca´ac, fue una tortuga quien ayudó a secar el mundo para que los hombres habitaran en él. Los huaves guardan respeto y dedican rituales a una deidad de la lluvia y del mar llamado Mange o Teat-ndik. Los totonacos saben que el Señor del Trueno es San Juan Aktisiní, quien tuvo que ser amarrado en el fondo del mar para que no cause problemas. Los maseualmej o nahuas de la Huasteca reservan actos rituales a la dueña del agua, Apanchanej o la Santísima Sirena, quien además ayudó a liberar al maíz del cerro sagrado. Para los yaquis-yoemem, algunos de sus ancestros míticos llamados surem viven en el mar transfigurados en ballenas, tortugas y otras especies acuáticas. Pero no sólo los pueblos indios son los que magnifican lo cultural. Entre no indígenas es común que al santo patrón que protege a los pescadores y que suele ser quien rige los procesos de pesca –que en diferentes regiones es la Virgen del Carmen o Virgen de los Pescadores– se le lleve navegando en procesión durante la fiesta en los deltas, ríos y esteros, agradeciendo y pidiendo buena fortuna. Así pues, la diversidad es el otro nombre de la pesca, pero también es su fuerza, constitución y producto. Diversidad en riesgo ante el avasalle de una industria que responde a la acumulación de capital, a costa no sólo de la riqueza natural, consustancial a la biodiversidad, sino a la vida de comunidades pesqueras que se resisten a desaparecer o ser parte de un sector terciario al que están siendo condenados de forma periférica. Y no es que todo proyecto de desarrollo costero o marítimo sea indeseable, mas lo es si no responde a las necesidades y aspiraciones de todos aquellos que viven y mueren en la mar. Centro de Investigación y Capacitación Rural, AC (Cedicar) |