a historia finalizó con el reclamo siguiente: Por favor, dejadme en paz. A mí y a mi familia. Gracias
. Rafael, oriundo de Sevilla, de 34 años, pronunció esas palabras en mayo 2010, al abandonar el hospital Virgen del Rocío de Sevilla, donde permaneció internado desde el 25 de enero cuando fue hospitalizado para someterse a un trasplante de cara. La historia comienza antes del nacimiento: el paciente padecía una rara enfermedad congénita –neurofibromatosis tipo I– que lo había ido deformado poco a poco.
Rafael tuvo la inmensa suerte de recibir un trasplante de cara, procedimiento científico admirable y novedoso, cuya genialidad permite al receptor incorporarse nuevamente a la vida (aunque no cuento con datos exactos, es probable que no se hayan efectuado más de quince trasplantes de cara en todo el mundo). La historia de Rafael continúa con el imparable avance de la ciencia y con algunas preguntas derivadas de ese conocimiento.
El caso de Rafael fue ampliamente publicitado. La ciencia había triunfado. En aras de compartir el avance de la medicina, se expuso públicamente al enfermo. Aunque la información periodística asegura que el paciente consintió motu proprio compartir su caso con los medios de comunicación, sus palabras, por favor, dejadme en paz
, reflejan hartazgo y molestia por la irrupción en su vida privada y la de su familia. Los mass media pueden, con facilidad, vulnerar la privacidad y producir estigmatización. Sirva el caso de Rafael para reflexionar acerca de los valores de la difusión del conocimiento médico y los probables daños éticos que conlleva para los enfermos la información inadecuada.
Informar acerca de los avances de la ciencia es un deber. Es un deber porque la ciencia requiere apoyo económico, ya sea privado o gubernamental, es decir, de la comunidad; es un deber porque la ciencia es valor universal. Compartir el conocimiento permite universalizarlo, forjar opiniones y fortalecer la autonomía; asimismo, invita a explorar cuáles deberían ser las prioridades sociales de la investigación, en este caso, de las ciencias médicas.
La divulgación de los logros de la medicina es también importante, porque exige transparencia y evita la mala praxis aún no desterrada en su totalidad; no sobra repetir que todo experimento o ejercicio médico debe estar regulado por cánones éticos. Esa transparencia fortalece la imagen de los médicos y de la medicina y contribuye a disminuir las críticas que ambos enfrentan en la actualidad. Además, en el caso concreto de la donación altruista de órganos, la mejor forma de concientizar a la sociedad de las bondades y de la necesidad del acto es por medio de la voz de receptores y donadores. La suma de los puntos anteriores incrementa la confianza de los enfermos y de la sociedad.
Cuando la publicidad es inadecuada y errónea, los pacientes pueden sufrir algunas consecuencias. La principal es la estigmatización. Infecciones como la tuberculosis, la lepra o el síndrome de inmunodeficiencia adquirida son ejemplos de estigmatización. Tuberculoso, leproso o sidoso son adjetivos peyorativos. En la actualidad, como antes lo fue con la sífilis o la tuberculosis, a las personas que padecen sida, y a sus familiares, se les denuesta y con frecuencia se les excluye.
Siempre es fundamental respetar la intimidad y la vida privada de las personas; cuando se trata de enfermedades, el respeto y la confidencialidad son prioritarios. La exposición pública, en casos tan impactantes como el de los trasplantes de cara, debe ceñirse a los deseos de los enfermos. Los pacientes nunca deben ser utilizados para promocionar fines políticos o para engrandecer la imagen de los médicos. Debe tenerse cuidado con no fomentar ningún tipo de amarillismo. Son demasiados los programas de televisión que utilizan –ésa es la palabra– enfermos con fines publicitarios y con el afán insano de explotar los sentimientos de la audiencia.
Junto con los éxitos de la ciencia, en aras de trasparencia informativa y ética, los doctores interesados en comunicar, deberían enfatizar también las carencias de la medicina contemporánea. Aunque se habla y se escribe acerca de la diseminación del sida, de los muertos por enfermedades o condiciones asociadas a la pobreza –tuberculosis, desnutrición, enfermedad de Chagas– o de las virtudes y de los peligros de la medicina genómica, es indispensable hablar de esos temas tal y como se hizo con el caso de Rafael. La población se beneficiaría con esos datos y contaría con elementos para cooperar donde sea necesario o para criticar cuando sea obligatorio.
La historia de Rafael expone, sobre todo, las caras buenas y humanas de la medicina. Gracias al trasplante pudo retomar la vida. Gracias a su valor y disposición, la ciencia ha crecido. La difusión de su periplo también ha sido benéfica, pues permite ahondar en algunas de las múltiples preguntas de la ética médica.