annes, 17 de mayo. Cómo han cambiado las cosas en 10 años. En el festival de Cannes de 2000 Alejandro González Iñárritu era un desconocido cuya opera prima, Amores perros, se convirtió en el título obligatorio a ver en la Semana de la Crítica de esa edición. Muchos se preguntaron incluso por qué no estuvo en la competencia. Hoy, en la primera exhibición de Biutiful, su cuarto largometraje, había tal expectación que la mayoría de los asientos en la planta baja del Gran Teatro Lumière estaban ocupados unos 15 minutos antes de la función. No cabe duda de que el realizador mexicano se ha vuelto una celebridad internacional, cuyo largo nombre obliga a usar dos motes: El Negro entre sus connacionales, o Inárritu para los extranjeros (Le Noir no sería correcto).
Biutiful supone un rompimiento con algunas de sus constantes hasta ahora. Es la primera película en la que ha prescindido de la colaboración del guionista Guillermo Arriaga; tal vez por ello la narrativa sigue, salvo un prólogo que se explica al final, un lineal orden cronológico sobre un solo personaje. Por otro lado, González Iñárritu ha vuelto a los ambientes barriobajeros (de Barcelona, en este caso) y a la lengua castellana para contar otra historia sobre un malviviente (Javier Bardem) agobiado por la culpa. Sabiéndose desahuciado, el hombre buscará una tardía redención. En ese sentido, la película guarda mayor parentesco con el tercer segmento de su opera prima que con sus siguientes producciones hollywoodenses. Hasta el momento la reacción de la crítica internacional ha sido positiva.
Por su parte, Takeshi Kitano ha asumido desde hace tiempo un agotamiento creativo, tema que ocupó una especie de trilogía del autodesprecio, iniciada en 2005. Ahora el cineasta japonés regresa con Autoreiji (versión fonética en japonés de Outrage) al género relativamente más seguro del yakuza, con todos los síntomas de refugiarse en lo conocido, mientras recupera la inspiración. Lo que Kitano necesita es un largo descanso. La película pronto aburre con la retahíla indiferente de ejecuciones, gritos, insultos y amputaciones del dedo meñique con la cual se describe el enfrentamiento entre clanes rivales.
Ante tanto pesar y violencia, sirvió de tónico la función especial de Tamara Drewe, dirigida por el británico Stephen Frears en su vena más ligera. Basada en una novela gráfica que, a su vez, es una relectura humorística de Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy, la película podría calificarse de farsa de alcoba, en la medida en que se entrecruzan varios enamoramientos en torno al personaje epónimo (Gemma Arterton), una joven que regresa a su pueblo natal, con el nuevo estatus de guapa que le otorga haberse operado la nariz. Ese tipo de comedia situada en una provincia poblada por personajes excéntricos y/o ridículos se ha vuelto una especialidad del cine británico. Bien podría haber estado en concurso, si Cannes no participara del prejuicio común de considerar a la comedia un género frívolo.
Un día repleto de proyecciones atractivas también incluyó, en Una Cierta Mirada, el relativo estreno de Film Socialisme, que algunos llaman la última película de Jean-Luc Godard. En un gesto típico de su desprecio al medio, el iconoclasta realizador publicó desde la semana pasada una versión acelerada en YouTube, que resume su duración de 101 minutos en apenas dos porque, según él, los espectadores jóvenes ya no se dan tiempo para sentarse a ver una película completa (no le falta razón). El último letrero de esta nueva colección de imágenes abstractas es No comment
. Bajo ese mismo espíritu, Godard decidió cancelar a último minuto su presencia en Cannes. La críptica explicación escrita del célebre auteur remató diciendo: Con el festival iría hasta la muerte, pero no daré un paso más
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