Espirales
o han dicho todo. Rosario se inclina y besa a su padre en la mejilla. Don Pedro murmura una disculpa y reclina la cabeza en el respaldo del sillón. Conserva esa postura mientras su hija mayor va rumbo al estacionamiento de Residencias Trueba. Allí la esperan su marido, Fermín, y sus dos hijos: Liza y Jahir. El viejo nunca se resignará a que sus nietos lleven nombres que imposibilitan los diminutivos y rompen el ciclo de Pedros y Rosarios que han unido a generaciones de Mirandas.
Don Pedro se concentra en el taconeo de Rosario por el corredor penumbroso amueblado con equipales y un sonoro reloj de pared. De niña, a su hija la aterraban los lugares así. Ahora ella no parece temerle a nada, excepto a que su marido pierda el empleo y él sea expulsado del asilo. Entonces Rosario tendría que alojarlo nuevamente en su casa.
Don Pedro no puede reprimir un gesto de disgusto. Es idéntico al que la señora Trueba hizo a la hora del desayuno, cuando se acercó a la mesa y vio al insecto escalar con su terquedad milenaria las paredes del vaso. Faustina: ¿qué esperas? ¡Saca esta porquería de aquí!
Después fulminó a don Pedro con la mirada y abandonó el comedor. Al anochecer se presentó Rosario. Permaneció más de una hora en el despacho de la señora Trueba. Don Pedro pudo imaginarse el tema de la entrevista –su mal comportamiento– y sin embargo ansiaba escuchar la versión de Rosario. Estuvo acechándola y cuando la vio dirigirse a su búngalo se instaló en su sillón, fingió leer un periódico atrasado y esperó la tormenta de reclamaciones.
Las escuchó paciente hasta que al fin no pudo más: gritó que ser viejo es horrible y lo gravosa que le resultaba la soledad. Rosario no hizo el mínimo intento de comprenderlo y cargó contra él: Es tu culpa. Aquí hay muchas personas de tu edad. Podrías conversar, divertirte con ellas. ¿Por qué no lo haces?
Don Pedro adivinó que sus explicaciones resultarían inútiles. Se desplomó en su sillón en actitud de absoluta derrota.
Padre e hija permanecieron en silencio hasta que Rosario lo tomó de la mano y le repitió cuánto lo amaban todos en la familia: Queremos verte feliz aquí, pero eso no basta. Tienes que poner algo de tu parte. ¿Me prometes que de ahora en adelante serás buenito?
Después de inclinó para besarle la mejilla.
La dulzura del recuerdo se diluye ante el disgusto de imaginar que a esas horas Fermín estará al tanto de la discusión entre él y su hija. Le repugna la idea de que para tranquilizar a su marido Rosario le haya dicho: No te preocupes. La señora Trueba me aseguró que no expulsará a mi padre, siempre y cuando él modere su comportamiento. Sé que lo hará: lo obligué a prometérmelo
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II
Don Pedro escucha el silbatazo con que el velador anuncia su primer rondín. Es tarde. Ya no hay el mínimo riesgo de que su hija regrese a sermonearlo y arrancarle promesas estúpidas. Se sienta en el sillón y se cubre las piernas con una manta de viaje. Una retahíla de claxonazos en la calle altera su placidez. Da un manotazo para retirar la manta, pero sólo consigue enredarse y verse atrapado en ella.
Cuando al fin se libera va hacia la ventana. Descorre las hojas con un movimiento amplio y aspira el aire nocturno oloroso a eucalipto y a miel. Se siente fuerte, libre, hasta que nota el miriñaque: una de las muchas barreras que no puede vencer sólo porque está viejo, cuenta con una pensión mínima, es viudo, depende de sus hijas y en el mundo no queda más sitio para él que este asilo de arquitectura colonial, rodeado con un jardín lujurioso e inalcanzable.
Don Pedro apoya las manos abiertas sobre la tela metálica y se dispone a permanecer allí toda la noche. Tal vez sea la última. El temor a la muerte acelera su corazón. Para no oírlo se concentra en el zumbido de los insectos. Esa sinfonía que le pertenece sólo a él lo remite al recuerdo de la noche en que veló a su madre.
De eso, como de todas las cosas importantes de su vida, ha transcurrido mucho tiempo. Sin embargo pronto recuerda lo que pensó olvidado: el aroma del arreglo floral, los cirios, el crucifijo sobre la cabecera del ataúd, el eco de las conversaciones en los corredores, los gemidos en las capillas vecinas. Por primera vez siente necesidad de contar lo que le sucedió entonces. ¿Pero a quién?
Se queda pensando hasta que encuentra la respuesta: A mi madre. Si me escucha tal vez me perdonaría por lo que hice
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III
Vuelve al sillón. De todos los muebles que hay en su cuarto es el único que le pertenece. Rosario y Marcela se lo regalaron una semana después de hospedarlo en el asilo: Para que estés más cómodo
, decía la tarjeta firmada por las dos. Comienza a mecerse, atento a los rumores del jardín. Una confusión de imágenes desfila por su memoria hasta que logra aferrarse a una: las flamas de los cirios arrojando sutiles espirales de humo negro. Lo siente, lo respira y comienza a hablar:
“Era junio. Hacía mucho calor en la capilla. Un empleado de la funeraria que entró allí dijo que el aire acondicionado estaba descompuesto y me aconsejó abrir la puerta. No lo hice. Me molestaba que me vieran las personas que recorrían el pasillo. Toda la noche estuvimos tú y yo solos, madre. Quise rezar pero no recordé ninguna de las oraciones que me enseñaste así que conversé mucho contigo. En un momento me atreví a reclamarte que te hubieras ido tan pronto y sin revelarme el nombre de mi padre.
“Reaccioné de ese modo porque me sentí perdido, temeroso de la muerte y de ti. Sólo una vez tuve el valor de acercarme a tu féretro. El cristal no bastó para ocultarme lo que estaba sucediendo bajo la capa de maquillaje, más allá de tus labios apretados, en tu pecho, en tus pulmones, en tu vientre. Sentí náuseas a causa del humo, de las flores que empezaban a descomponerse. Y el calor, madre, ¡el calor!.. Corrí a la puerta, la abrí y sin proponérmelo quedé oculto tras ella.
“Inesperadamente entró en la capilla una muchacha con un ramito de flores. Lo dejó sobre tu ataúd, se hincó en el único reclinatorio y se puso a rezar en voz alta. Pensé que tenía miedo de hallarse sola en presencia de la muerte pero no le descubrí mi presencia. Me concreté a mirarla. De la chalina que cubría su cabeza escapaban mechones de pelo castaño.
Te diré la verdad, aunque me avergüence: estabas a dos metros de distancia y te me esfumaste. Lo único que existía para mí eran los mechones escapándose de la pañoleta. Se me antojó acariciarlos, morderlos. El instinto desató mi cuerpo, ¿entiendes? Sentí un estremecimiento suave y apreté los labios para reprimir un gemido. Interrumpió mi éxtasis la voz de una mujer: Margarita: ¡aquí no es! Doris está en la capilla de abajo. ¡Apúrale, vámonos! ¿Me creerás si te digo que odié a la intrusa? Me dieron ganas de matarla. Ay, madre: ¿por qué te hablo así, con tanta libertad? Tal vez porque ya soy mayor que tú. Pronto cumpliré 78 años y tú moriste a los 42.
Don Pedo trata de recordar qué originó la enfermedad de su madre, cómo fueron sus últimos días, qué hizo cuando la encontró pálida con la mirada fija en el techo, cómo realizó los trámites del entierro. Lo resuelve todo con una palabra: Solo.
Recuerda que entonces era el último empleadito en una aseguradora y miembro de una familia desavenida. No hubo tíos ni primos que lo ayudaran a cargar con esa muerte que fue su primera soledad definitiva. Tampoco estuvieron presentes sus compañeros de trabajo. En medio de todas las ausencias apareció Margarita:
“Su presencia me salvó de la desesperación. Quise agradecérselo y salí a buscarla. Por su amiga sabía que ella se encontraba en una capilla de la planta baja despidiéndose de la pobre Doris. No tuve que esforzarme para encontrarla. Pensé en decirle que, si lo deseaba, podía devolverle el ramito que por equivocación había dejado sobre tu ataúd. Antes de que pudiera hacerlo un joven la llamó desde la puerta. Ella le hizo una señal, se persignó rápido y corrió hacia la calle. La seguí. Cuando llegué a la puerta de la funeraria era muy tarde: Margarita abordaba un cochecito rojo que se perdió en el tráfico.
Estoy exagerando: en realidad sólo miré su pañoleta de flores: una mínima primavera que duró apenas unos minutos y se alejó para siempre. ¿Y sabes qué hice? Regresé a la capilla en donde yacía la pobre Doris, me acerqué a su caja y me solté llorando como no lo había hecho ante tu féretro. Me lo impediste tú. Amortajada parecías tan valiente que no me permití la debilidad de llorar. Quizá por eso ahora cualquier cosa me provoca lágrimas. Mi geriatra dice que es una reacción propia de los viejos. Nunca la conocerás porque te moriste de 42 años. No has cumplido ni cumplirás nunca uno solo más.