isito Galta, se ha vuelto lugar que algunos mexicanos visitan, no tanto por el sitio en sí mismo que bien lo merece, sino porque sobre él Octavio Paz escribió un libro memorable que admiro; allí continúa, años más tarde, su reflexión sobre Las palabras, título de un poema coleccionado en Libertad bajo palabra, escrito entre 1938 y 1946. Lo transcribo: Dales la vuelta,/ cógelas del rabo (callen, putas),/ azótalas,/ dales azúcar en la boca a las rejegas,/ ínflalas, globos, pínchalas,/ sórbeles sangre y tuétanos,/ sécalas,/ cápalas,/ písalas, gallo galante,/ tuérceles el gaznate, cocinero,/ desplúmalas,/ destrípalas, toro,/ buey, arrástralas,/ hazlas, poeta,/ haz que se traguen todas sus palabras
.
Y no exagero: en El mono gramático (1974), nombre que alude a Hanumán, el dios simio de la mitología hindú y a quien está consagrada Galta, ciudad del Rajastán, situada muy cerca de Jaipur, Paz empieza la sección sexta de su libro con estas frases:
Manchas: malezas: borrones. Tachaduras: Preso entre las líneas, las líneas de las letras. Mordido, picoteado por las pinzas, los garfios de las consonantes. Maleza de signos: negación de los signos. Alfabetos podridos, escrituras quemadas, detritos verbales. Cenizas. Idiomas nacientes, larvas, fetos, abortos. Maleza: pululación homicida. Plétora termina en extinción: los signos se comen a los signos. Maleza se convierte en desierto, algarabía en silencio: arenales de letras.
El poeta sigue luchando con el verbo y la naturaleza devastada: las ruinas de Galta lo ayudan a combatirlos; el poeta, a quien va dirigida en el poema antes mencionado la orden de domarlas, se mide con un entorno y unas ruinas cuyos signos lo desafían y amenazan. ¿Cómo describir un paisaje y un lugar sagrado sin destruir un sitio ya demolido? El resultado, un largo poema en prosa abrasado –color de brasa encendida en todo el cuerpo
–, multiplica las apariencias y la muerte, pretende aniquilarlas.
¿Y yo qué hago en Galta, qué puedo decir de Galta? Voy con Myriam Moscona. Hemos llegado después de un largo viaje, desde Agra, donde hemos visitado de manera reglamentaria el Taj Mahal, ¿cómo ir a la India y no visitar una de las maravillas del planeta, aunque en mi caso sea la tercera vez? ¿Cómo no abominar de un monumento cuya acrisolada perfección, perfecta simetría, garigoleados encajes de mármol, la afluencia alelada y mansa de turistas, me sofoca?
Fuimos luego al Fuerte Rojo y a Fatepur Sicri –lugar que visité en mi primer viaje y que había olvidado totalmente y cuyo nombre mi hija Alina recuerda haber anotado, además de fotografiar el sitio.
Galta, sí, Galta. Camino polvoso, repleto de guijarros y de plantas calcinadas, gente andrajosa caminando por la carretera muy estrecha como todas las carreteras secundarias de la India, por donde transitan milagrosamente camiones y coches en una y otra dirección sin destruirse y cuyos pasajeros van con el alma en vilo.
Galta casi desierta: a la entrada de unas rejas oxidadas, un hombre delgado y amable nos recibe, ha hablado con nuestro chofer Jalil: pagamos el precio del boleto, nos compra una bolsa de cacahuates para domeñar a los monos, pues en un sitio consagrado a Hanumán los simios reinan.
El consabido domador de serpientes nos espera, patético como la pobre víbora a quien se ha privado de veneno, falsa réplica de una ferocidad antigua.
Otras rejas oxidadas dan entrada a la vieja ciudad cuyos palacios –casi florentinos, admite Octavio Paz–, están dilapidados, ascendemos por la escalera que conduce a los templos y a los estanques donde hacen sus abluciones los santones, unos cuantos turistas nos acompañan, muy pocos, subimos y les damos cacahuates a los monos: “esos machos fornidos que se rascan sin parar y gruñen enseñando los dientes si alguien se les acerca, comenta Paz, hembras con las crías prendidas a las tetas, monos que expulgan a otros monos, monos colgados a las cornisas y las balaustradas… monos que se masturban… monos, monos, monos”.