El último suspiro del Conquistador / XXXV
l almero Tomás le había explicado a El Negre, con todo el detalle de que era capaz, los secretos de la preservación de las almas de los difuntos dentro de recipientes herméticamente cerrados. Antes que alegrarse de recibir tal conocimiento, el africano se entristeció al pensar que, si lo hubiese tenido unos meses antes, habría podido guardar el ánima de su jefe, Sebastián Lemba, dirigente de negros cimarrones.
–Vaquero, perdido; Lemba, perdido. Pero en dos veces cien años habrá negro Francisco Domingo, habrá negro Juan Bautista en poniente de isla.
Tomás no comprendió tales palabras; optó por permanecer en silencio, observando las lágrimas de su anfitrión. Tras un momento, ambos brujos se despidieron. El sobrino se encargó de conducir a Tomás y a Garcí hasta el punto distante en el que se encontraba su carreta de mulas, los subió a ella y los condujo de vuelta a Santo Domingo. En el puerto, el maya y el español hallaron una taberna, comieron y Tomás expuso a su sirviente lo que esperaba de él:
–En adelante te comportarás como mi señor, y yo, como tu criado. Te compraré vestimentas finas, te presentarás como un colono que ha adquirido posesiones en el Soconusco y allí estableceremos nuestra residencia.
–Como lo ordene su merced –replicó Garcí.
–No me trates con respeto, tonto –dijo en voz baja el americano–. Dime Tomás
, dame órdenes altaneras, y yo te trataré como a mi señor.
–Está bien, Tomás –contestó el español, riendo de buena gana.
* * *
No eran recuerdos. No eran remordimientos. No era placer ni era dolor. O sí, dolor y rabia: la vaga noción de un despertar abrupto, tras su muerte, en un cuerpo que no era el suyo, con manos regordetas y cortas que no eran las suyas, con un ajeno sexo enclenque que lo humilló al primer golpe de vista, con unas carnes laxas y carentes de huellas de combate. Se había incorporado, había gritado y había enloquecido. Y después, con igual brusquedad, la vuelta a una nada que resultó apacible por contraste.
* * *
–Pueden ser secuelas de la intoxicación –explicó el médico de guardia a Jacinta en el área de espera de la sección de cuidados intensivos–. Pero no se preocupe, su mami tiene un buen pronóstico.
–No es mi mami –dijo Jacinta, mirando al piso para contener la ira por lo que le pareció una expresión humillante–. Es mi madre y se llama Eduviges Manzano.
El internista no supo qué decir, pronunció una disculpa confusa y se retiró, mientras Jacinta resoplaba a sus espaldas. En esas, escuchó su nombre pronunciado por una voz burlona, y se dio la vuelta. Vio a un hombre de edad avanzada, piocha de chivo y lentes de culo de botella, que ostentaba sin pudor su bata de hospital y caminaba a pasitos, remolcando con una mano el poste móvil del suero. La muchacha lo observó con una mirada dura e interrogante.
–Cro-ma-tó-gra-fo-de-ga-ses... es-pec-tró-me-tro... –cantó, con sorna, el viejo, y ella comprendió al instante.
–¡Ay! Es usted... –dijo Jacinta, perdiendo todo su blindaje– ¿Cómo... cómo me reconoció?
–Por tu foto en Facebook –explicó el hombre, con expresión de aburrimiento–. Pero, la verdad, eres más guapa en persona.
–¿Cómo se llama usted? –paró ella, molesta por el piropo.
–Déjalo en Manuel –dijo el paciente.
–¿Y por qué está aquí? ¿Qué le pasó?
–Ay, hija, un subidón de presión que ni te cuento. Ya me lo controlaron, pero ayer estaba yo como si me hubiera tomado diez dosis de Viagra.
Jacinta no pudo evitar una carcajada que suscitó gestos de desaprobación y reproche entre las enfermeras. De súbito, el desconocido se puso serio y dio un giro sorpresivo al intercambio:
–Y tú, ¿qué estas buscando? ¿Un aparato de laboratorio o un hombre?
Ella lo miró con la boca abierta y por unos momentos se sintió escudriñada, revelada y expuesta. Pero una idea salvadora y veraz le llegó a la cabeza y la soltó de inmediato:
–Bueno –adelantó, tomando aire–, en realidad, necesito esos aparatos porque tal vez me ayuden a encontrar a dos hombres.
El viejo levantó las cejas y esperó el resto de la respuesta, de modo que la antropóloga tuvo que seguir hablando:
–Suena extraño, lo sé –concedió Jacinta–. Estoy buscando a uno que está vivo y estoy buscando, desde antes, a otro, que está muerto.
–Me han tenido en observación tres días, como si fuera un bicho, pero creo que me van a dejar salir de aquí en un par de horas –replicó el hombre, mientras miraba con desconfianza a las enfermeras–. En cuanto me den de alta, me gustaría escuchar tu historia.
Unas horas más tarde, Manuel estaba vestido, con un retraso de tres décadas en la moda pero aún con elegancia, y escuchaba de boca de Jacinta, en la cafetería del hospital, la historia del almero, del frasco, de Andrés, de don Rufina y del Conquistador.
* * *
Uno de los momentos más dramáticos del régimen oligárquico fue el secuestro, asesinato y decapitación de los 19 integrantes del gabinete presidencial. El equipo de gobierno se había involucrado en una lucha frontal contra bandas de delincuentes poderosamente armados. Tal confrontación provocó un aumento exponencial de la violencia, la delincuencia y la descomposición de los órganos de gobierno, factores que, a su vez, alimentaron el poder de los grupos criminales. El país se fue acostumbrando a asesinatos cada vez más crueles, a combates urbanos cada vez más violentos y al autismo oficial ante esos hechos, hasta el punto en que, cuando ocurrió el referido homicidio múltiple, la sociedad recibió la noticia con cierta apatía. Por supuesto, el macabro hallazgo de las cabezas de los integrantes del gabinete, abandonadas en horas de la madrugada justo enfrente de la residencia presidencial fue, ese día y los siguientes, la noticia central y el tema único de pláticas, discusiones, análisis, comentarios y rumores. El gobierno de Washington manifestó su alarma por la evidente desestabilización en el país vecino, pero el titular del Ejecutivo pronunció un rutinario discurso en cadena nacional en el que prometía esclarecimiento y castigo para los responsables. Se dispensó en todos los casos el trámite de la autopsia, se despidió a los fallecidos en un funeral de Estado severamente vigilado por tierra y aire por miles de efectivos militares y dos días después, en un acto protocolario, el Presidente nombró a los sucesores de los asesinados. El panorama nacional siguió su marcha invariable hacia la descomposición. En la versión oficial, el crimen había puesto a prueba la fortaleza de las instituciones y éstas habían respondido con serenidad y firmeza ante una circunstancia tan adversa. La mayor parte de la sociedad formuló, sin embargo, una interpretación distinta: el gobierno había llegado a tal punto de insignificancia que daba igual que hubiera gabinete o que no lo hubiera y que sus integrantes, con cabeza o sin ella, no servían para nada.
(Tomado de: Crónicas de la Regeneración: orígenes de la IV República, pantalla C-517, versión dígito-molecular, Editorial Buzón Ciudadano, México, DF, 2047)
(Continuará)
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