ace ya casi 50 años viajábamos José Luis Cerrada, Octavio Falcón, Félix Goded, Carlos Pereyra y yo en un destartalado autobús de la línea Flecha Verde, de Acapulco rumbo a Pinotepa Nacional. El camino era una brecha con varios ríos que vadear a lo largo de la Costa Chica, toda una aventura mecánica cumplida perezosamente en medio de un paisaje humano singular de pueblos de origen africano y, más adentro, dispersas o aisladas, de variadas comunidades mixtecas.
En Pinotepa debía esperarnos Antolín Goded, un antiguo piloto de la República Española, quien después de jugársela en México como fumigador agrícola, había preferido seguir volando entre los valles profundos y las montañas de la Sierra Madre del Sur para un rico cacique, cuarentón, blanco, de ojos azules y aspecto de poeta soñador. Pero Antolín jamás llegó al encuentro. El presidente municipal, un hombre pequeño, pistola al cinto, incapaz de armonizar el lenguaje gestual con las palabras emitidas, nos informó que unas horas antes la avioneta se había estrellado contra la ladera del cerro, en un escarpado paraje próximo a Juxtlahuaca, arrebatada por las corrientes descendentes de aire que, supimos, eran el peligro más temido en esa arisca orografía. No entraré en los detalles de la pesadilla que fue tomando cuerpo mientras atendíamos por telégrafo las urgencias derivadas de la localización y traslado del cuerpo, pero es obvio que las autoridades locales no estaban interesadas en investigación alguna, menos en enviar los restos a la ciudad de México. Así que el capitán Goded fue enterrado en Juxtalhuaca, en una ceremonia digna a la que, finalmente, sólo uno de nosotros asistió en representación de la familia.
Si traigo a la memoria este lejano episodio es porque esa fue la primera vez que escuché hablar de los triquis, justo en referencia a la zona apartada donde ocurrió el accidente. Se hablaba de ellos como un grupo rebelde y violento que no merecía la consideración de la gente de razón
. Cabe recordar que en Pinotepa la sociedad de castas aún se alzaba encubierta por la fisonomía de la República, como si la vida colonial se hubiera congelado en ese territorio. Abajo, en el fondo, permanecían los indios, seguidos de los negros traídos como esclavos, los mestizos y, coronando la pirámide, la minoría blanca, criolla, dueña y señora de vidas y haciendas.
La estigmatización como coartada de la violencia ejercida contra los triquis tenía, por lo visto, una larga tradición, como pude comprobarlo poco después leyendo las páginas iluminadoras escritas por Gutierre Tibón en su ya clásico Pinotepa Nacional, en las cuales se da cuenta de esa historia de abusos y resistencia que llega hasta nuestros días. Baste citar este episodio atroz:
“¡Exterminarlos! ¡Hay que exterminarlos! –gritó exasperado el jefe de la zona militar cuando le informaron que los triques habían asesinado en una emboscada al teniente Palos y a dos soldados. La gente de Juxtlahuaca vio por primera vez cruzar su cielo dos aviones militares: los mandaba el gobierno federal para auxiliar a las fuerzas de la expedición punitiva que avanzaba sobre Copala desde Juxtlahuaca y Putla. Fueron ametralladas cuantas chozas de triques se descubrieron en los claros de la selva. No se conoce el número de bajas. Lo que sí se sabe es que los federales encontraron algunos barrios desiertos y prendieron fuego a las chozas, como represalia por la muerte del teniente.”
Era el año 1956, al final de un historia atrozmente real. Incorporados a la guerra de Independencia en pos de sus tierras y el derecho a gobernarse, los triquis vivirán las tensiones creadas por la consolidación de los nuevos cacicazgos que los despojan de sus tierras, los enfrentan entre sí y los dispersan para debilitarlos. Dicho con las palabras de Francisco López Bárcenas, investigador comprometido con la causa indígena y autor de una historia imprescindible: “… Fue hasta que los triquis protestaron y amenazaron con levantarse en armas cuando aminoraron las agresiones en su contra y se les hicieron ciertas concesiones. El 15 de marzo de 1825 se reconoció a San Andrés Chicahuaxtla la categoría de municipio; un año después, el 6 de mayo de 1826, se hizo lo mismo con San Juan Copala. Pero los triquis no se conformaron con ello y el gobierno ya no cedió, entonces cumplieron sus amenazas. Entre 1832 y 1839 se produce la rebelión encabezada por Hilario Medina, Hilarión, hasta que es capturado y muerto por decapitación”. Vuelta a la resistencia.
“A mediados del siglo pasado –escribe Gutierre Tibón–, los triques se lanzaron a una terrible y estéril aventura bélica para reconquistar su independencia, es decir, para volver a ser los amos en sus tierras y libertarse para siempre de la presión de los blancos y de los mestizos, que hacían su juego. La sublevación estalló en 1843, cuando gobernaba Oaxaca el general José María Malo; ni éste ni su sucesor, el también general José Ibáñez de Corbera, lograron dominar a los insurrectos. La revuelta se volvió una guerra de guerrillas que duró cinco años; con razón se la llama la guerra de castas de los triques”.
A pesar de las derrotas y los despojos, la resistencia triqui jamás se apagó por completo. Sujetos al expolio de los caciques tras la Reforma, arriban al siglo XX muy pobres, debilitados aunque no sumisos. No era todo. Aún les esperaba la modernidad, es decir, la incorporación a la sociedad nacional que prometía rescatarlos de la injusticia. Gutierre Tibón describe con frescura ese paso que, sin duda, abarca otras aristas: Hace unos 30 años empezaron a cultivar café en las laderas de sus montes y sus cafetos prosperaron. Ya tenían los triques una producción que les permitía un intercambio más favorable con los mestizos; ya tenían una riqueza. Y esa riqueza fue su perdición. El excelente café de altura, producido en la región de Copala, se trunca, en ínfima parte, en maíz; lo demás va a parar, tarde o temprano, a la bolsa de los mestizos, que han creado la organización más perfecta para que los triques no puedan nunca salir de su terrible círculo vicioso. Les venden armas y parque, fomentan sus rivalidades, les venden alcohol que los enardece e incita a peleas, y cuando hay un hecho de sangre, los extorsionan. De esta suerte, la ganancia del café que los triques cultivan nunca será para ellos. Siempre quedará en poder de sus implacables explotadores
. Para colmo, el hecho es que en 1948, San Juan Copala pierde su calidad de municipio, de modo que sus comunidades quedan repartidas entre Santiago Juxtlahuaca, Putla de Guerrero y Constancia del Rosario.
Lo que vino después –las obras emprendidas por la Comisión del Balsas dirigida por el general Lázaro Cárdenas, la implantación del Instituto Lingüistico de Verano, la creación de la primeras organizaciones triquis, la puesta en marcha de los programas sociales– creó nuevos contextos, pero la manipulación política caciquil con fines electorales y de control, ejercida a rajatabla por el gobierno oxaqueño, al final se combinó para crear una situación donde, finalmente, se impuso la ley del más fuerte sobre el interés comunitario, la confrontación como regla.
Hoy como ayer, la campaña del odio, el racismo y el desprecio por la vida tiene como propósito vencer la resistencia de los triquis de Copala, liquidar cualquier vestigio de independencia, de autonomía. ¿Serán necesarios otra vez los aviones militares para vencerlos? ¿O bastarán los pequeños ejércitos privados al servicio de gobernantes y caciques para aniquilarlos? Esa es la otra cara de la violencia que nos devora. Mientras, el mundo espera justicia.
A Carlos Monsiváis