os sucesos ocurridos el pasado 27 de abril en las inmediaciones de la comunidad de La Sabana, en Oaxaca, donde un grupo armado emboscó una caravana que transportaba ayuda humanitaria al municipio autónomo de San Juan Copala, con un saldo preliminar de dos muertos, colocan a las autoridades de los distintos niveles de gobierno ante un cúmulo de cuestionamientos y responsabilidades ineludibles que atender.
A la luz de los elementos de juicio disponibles, los sucesos comentados son consecuencia insoslayable de la actitud cuando menos omisa con que se ha desempeñado el gobierno estatal encabezado por Ulises Ruiz. Y esto no sólo se refiere a la inacción gubernamental ante las advertencias lanzadas en una radiodifusora local por la Unión de Bienestar Social para la Región Triqui (Ubisort) –organización de corte paramilitar a la que se atribuye la autoría del atentado y que mantiene, según han denunciado diversos organismos humanitarios, un férreo aislamiento sobre la comunidad de Copala– de que no dejaría pasar la caravana agredida, sino también a la incapacidad o falta de voluntad del Ejecutivo estatal para desalojar a los paramilitares que aún se encuentran en la zona y que dificultan, según informes procedentes del sitio, el rescate de los sobrevivientes de la agresión.
Las consideraciones referidas, así como la renuencia inicial del mandatario oaxaqueño por actuar ante estos hechos –a los que se refirió en una primera reacción como un enfrentamiento
entre activistas y agresores, y cuestionó la presencia de ciudadanos extranjeros en la región– plantean una perspectiva paradójica y preocupante: si hasta ahora el gobierno oaxaqueño se había venido caracterizando, al estilo de los regímenes priístas tradicionales, por un férreo control político y social sobre su territorio y por perseguir y criminalizar expresiones de disidencia –como quedó de manifiesto con la represión ejercida hace más de tres años sobre la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca–, la impunidad con la que operan los poderes fácticos y la incapacidad de las autoridades estatales para implantar el estado de derecho en la región triqui siembran una inevitable percepción de vacío de poder en esa entidad.
Si es verdad, en cambio, que el gobierno oaxaqueño mantiene vínculos con la Ubisort, como han sostenido los integrantes de la comunidad de Copala y distintos activistas sociales, entonces su titular pudiera estar incurriendo en responsabilidades mucho más graves que la manifiesta omisión con que se ha desempeñado hasta ahora.
Desde una perspectiva más general, los sucesos del pasado martes constituyen un indicador de la catástrofe que recorre al país en materia de seguridad pública y legalidad, y ensombrecen el de por sí complicado panorama de la violencia en México: según puede verse, éste no sólo está marcado por la operación de grupos vinculados al narcotráfico en distintos puntos del territorio nacional –grupos cuyo poder no parece haber disminuido en el curso de la guerra
emprendida por el gobierno federal–, sino también por la acción cada vez más desembozada de grupos paramilitares en el sur del país.
En tal escenario, se debe exigir a las autoridades estatales y federales que emprendan una investigación exhaustiva e imparcial de los hechos, sancionen a los responsables y eviten, en esa medida, un descrédito mayor al que actualmente padecen las instituciones federales, estatales y municipales del país.