menos de una semana del Día del Trabajo, diez integrantes del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) instalaron, en el Zócalo capitalino, una huelga de hambre a la que se irán sumando más participantes. Esta acción de protesta obliga a recordar que permanece sin solución el conflicto creado por el gobierno federal con el desconocimiento de la dirigencia de esa organización sindical y con la posterior extinción –por decreto presidencial– de Luz y Fuerza del Centro, en octubre del año pasado. El acoso al SME no es un caso aislado, sino que se inscribe en un patrón de hostigamiento a sindicatos independientes, como ha ocurrido con el Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana, a cuya dirigencia se ha perseguido desde el gobierno anterior.
Por añadidura, el partido en el poder ha presentado ante la Cámara de Diputados una iniciativa de reformas a la Ley Federal del Trabajo que, de aprobarse, acotaría la posibilidad de firmar contratos colectivos, constituir organismos sindicales y declarar huelgas, bajo la orientación de la denominada flexibilización
de las condiciones laborales, que no es sino una estrategia de desprotección de los trabajadores.
Por lo demás, y a pesar de las cifras alegres manejadas por el discurso oficial, en lo que va de la presente administración el desempleo se ha duplicado, lo cual, sumado a la pérdida de más de seis millones de puestos de trabajo durante el gobierno foxista, configura un escenario de catástrofe para los trabajadores.
La situación de los salarios no es mejor: de acuerdo con datos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial publicados la semana pasada, durante 2009 el ingreso promedio de los trabajadores perdió cerca de 20 por ciento de su valor, debido al rezago de los incrementos salariales con respecto a la inflación registrada en la economía nacional. La crisis internacional, cuyos efectos se agravaron y acentuaron en el país debido a la complacencia de las autoridades y a su renuencia a adoptar medidas para contrarrestarlos, afectó negativamente el número de empleos y la tasa de ocupación, aunque el daño fue mayor en la calidad de los empleos y el ingreso
, apuntaron los organismos financieros internacionales.
Es inevitable vincular la desastrosa circunstancia laboral con el crecimiento de la población en situación de pobreza –que sólo durante el año pasado se incrementó en más de cinco millones de personas– y con el ahondamiento de la desigualdad, ya desde antes pavorosa y exasperante.
Resulta difícil desconocer, a estas alturas, la incidencia de tales fenómenos (desempleo, pérdida del poder adquisitivo, pobreza, desigualdad) en la proliferación de diversas expresiones delictivas y en la violencia descontrolada que padece el país. Si bien no es fácil documentar un vínculo causal entre los primeros y la segunda –ni tiene por qué suponerse un tránsito automático ni inevitable del desempleo a la delincuencia–, ilegalidad e informalidad económica son, obligadamente, dos válvulas de escape de la angustiosa situación económica en que subsisten millones de familias.
Es mucho más clara, en cambio, la relación entre el catastrófico desempeño oficial en el ámbito laboral y la irritación social que recorre el país, y que puede desembocar en escenarios de ingobernabilidad. La paciencia de las mayorías desfavorecidas tiene un límite, y da la impresión de que los actuales gobernantes están empeñados en alcanzarlo. Tal es la situación en vísperas del Primero de Mayo.