ientras los diagnósticos procedentes de los organismos internacionales mantienen la tesis del repunte en los países centrales, la realidad cotidiana se muestra esquiva. Los llamados brotes verdes, eufemismo para identificar la voluntad de los bancos a prestar dinero y de los inversores a tomar riesgos, abriría nuevas expectativas de empleo y consumo. Para tal efecto los países deben ajustar sus estructuras productivas, estar preparados para abordar el inicio de otra era de crecimiento económico. Hay que ser diligente y profundizar en la reforma del mercado laboral. Si por miedo, movilizaciones sindicales y presiones sociales no se actúa, las consecuencias serán desastrosas. Lo dicho aconseja ser responsables. No hay lugar para sentimentalismos. Si hay que echar a la calle a miles de trabajadores, se hace y punto. Las nuevas formas de contratación laboral están precedidas por un debilitamiento de los derechos laborales y la reducción de prestaciones sociales. Hoy se busca dar una vuelta de tuerca. Hablamos de abaratar el despido en pro de contratos basura. Con esta práctica los empresarios verán aumentar poder y riquezas vía exenciones fiscales patrocinadas por los gobiernos de la derecha conservadora o la socialdemocracia liberal. El negocio es redondo.
Mucho de lo apuntado es vox populi. Sin embargo, la crisis afecta de manera diferente a los sectores medios, llevándose consigo los sueños e ilusiones de la mayoría de sus miembros. Así, ven alejarse las expectativas de adquirir una segunda vivienda, ir de vacaciones a lugares exóticos, cambiar de coche cada año o comer en restaurantes de fama. Han perdido capacidad adquisitiva. Ya no se permiten la licencia de cambiar de celular o de ordenadores cada año. Sus hijos, por primera vez, atisban un horizonte de frustración. Me refiero a gozar de trabajo estable, tener acceso a vivienda propia o gozar de un sistema de salud pública de amplia cobertura. Sin olvidar el desarrollo de una educación de calidad.
Hoy podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que este camino se viene recorriendo durante las dos últimas décadas del siglo XX. Sus inicios coinciden con la privatización, desregulación y la reforma del Estado. En su encuadre, se abrieron, al capital privado, sectores estratégicos de la economía, entre ellos agua, luz, electricidad, telefonía, transporte aéreo o salud. Los resultados de tal política han sido mediocres o desastrosos. No hay ninguna estadística rigurosa cuyos datos confirmen una mejor administración en favor de la empresa privada. Los cortes de luz, falta de agua y mala gestión del trasporte son ejemplos de lo aseverado. Durante décadas las empresas del holding estatal mantuvieron sus altos niveles de eficacia y brindaron un equilibrado servicio público.
No es éste el lugar ni la ocasión para debatir sobre las prácticas corruptas entre funcionarios. Dichas conductas no son, en ningún caso, privativas de los cuerpos civiles dependientes de la administración pública. La empresa privada no va a la zaga en este rubro. Regalos, lavado de dinero negro, lobbys para conseguir adjudicaciones en contratas y presiones por medios poco ortodoxos, por decir lo menos, configuran un completo pack siempre disponible en manos de empresarios, banqueros y empresas trasnacionales. Para quienes duden de lo afirmado el ejemplo más reciente proviene del capital financiero. Sus directivos se forraron durante años y cuando les vieron las orejas al lobo salieron pidiendo su salvación a costa de las arcas públicas. Ahora son los mismos que exigen moderación salarial, flexibilidad laboral y blindan sus contratos con indemnizaciones multimillonarias. Todo un decálogo ético de buen comportamiento.
En este momento quisiera abordar uno de los aspectos menos tratados cuando se analiza la actual crisis del capitalismo. Me refiero a la bancarrota de los miles de pequeños empresarios que han contratado una segunda o tercera hipoteca sobre sus bienes inmuebles y renunciado a la vida dulce de los años de bonanza. Ellos nunca imaginaron, así rezaba el catecismo de la economía de mercado, que verían desmoronarse las expectativas de gozar un futuro lleno de parabienes. La idea de lograr ganancias fáciles fue su equívoco.
Los aspirantes a pequeños empresarios asumieron los riesgos como un aliciente. En algunos países incluso se teorizó sobre esta nueva forma de ganarse la vida. Sea usted su propio empleado.
El mensaje caló y muchos ingenuos creyeron en él. De esta manera no les importaba endeudarse, pagar créditos abusivos o simplemente apoyarse en los ahorros de toda una vida para emprender un negocio. Hubo quienes decidieron asociarse, formar pequeñas compañías de trabajadores con experiencia en pintura, fontanería, electricidad. Era el complemento perfecto al neoliberalismo. Sus representantes hablaban de dinero semilla, yacimientos de empleo o nichos de trabajo. Así, mientras despedía a los trabajadores de las empresas públicas y desregulaba el mercado, vendían los decálogos para convertirse en empresarios. No pocos introdujeron el tópico de hay que enseñarles a pescar y no darles el pescado
. Los más se tragaron el anzuelo. Hubo osados que alquilaron e invirtieron en pequeños locales comerciales. Los nuevos centros de ocio captaron algunos. Otros lo hicieron en zonas de gran tránsito peatonal: cines o bulevares. Tiendas de animales, boutiques, panaderías para gourmet, locales acondicionados para albergar artículos de caza y pesca, restaurantes, librerías, ultramarinos, deportes, ropa de niños, concesionarios de marcas de alimentación, etcétera. Nadie les informó de los posibles fracasos. Pensaban en la bonanza de un capitalismo triunfante política, cultural y económicamente. Dormían plácidamente y no pensaron en un capitalismo en crisis, capaz de engullir todo lo que está en su camino para salvarse de su muerte.
Hoy podemos observar en todos los rincones de las grandes capitales y ciudades una imagen desoladora, exponente del fracaso del capitalismo. Son multitud los locales con carteles de se vende o se alquila. Capital muerto, sin posibilidades de entrar en el mercado. Son los restos de una bacanal. Quienes participaron alegremente y se emborracharon de economía de mercado han pasado a engrosar la lista de morosos en los bancos. Sobreviven como pueden y ocultan su frustración y fracaso. No quieren perder su estatus, luchan con uñas y dientes para no proletarizarse. Prefieren vivir una farsa y seguir creyendo en el capitalismo. No piensan ni un instante en romper con el sistema. Por el contrario, lo apuntalan. Son jugadores de póquer endeudados hasta las cejas. Su razonamiento es básico y elemental. Algún día cambiará la mala racha. Pero cuando gana, ha contraído tantas deudas que vuelve a quedarse en blanca. Como sucede siempre, la banca siempre gana.