ras la ficción de un largo periodo de estudio, la Corte Internacional de Justicia de La Haya falló sobre el litigio entre Argentina y Uruguay por la instalación de papeleras altamente contaminantes sobre el lado oriental del río Uruguay. El mismo no sorprendió a nadie y su resultado estaba, incluso, anunciado días antes por el diario oficialista argentino Página 12, ya que era evidente que, por debajo de la mesa, había habido una intensa negociación entre los gobiernos de Buenos Aires y de Montevideo para pergeñar una solución puramente formal que dejase a salvo las políticas extractivistas de ambos y no asustase a los inversionistas y el capital financiero internacional, que en esas políticas han encontrado su gallina de los huevos de oro.
El fallo de los sesudos jueces de La Haya dio la razón a Argentina en lo que respecta a la violación por Uruguay de los tratados sobre la gestión conjunta por los dos países del río que los limita. O sea, fija un principio jurídico general y formula una condena verbal, casi moral, casi casi al mal comportamiento y la descortesía del niño Tabaré Vázquez, que violó groseramente los reglamentos escolares. Pero no dice una palabra sobre la defensa del ambiente. Y, sobre todo, asegura la permanencia de la planta papelera de la empresa finlandesa Botnia, la cual sigue trabajando (y contaminando) a pleno ritmo.
Quien recorra simplemente la carretera entre Colonia y Montevideo, en Uruguay, podrá ver las enormes plantaciones de eucaliptos que arruinan la tierra, chupan el agua y remplazan cultivos potenciales de alimentos. En ese país dichos cultivos extractivos de la industria forestal ocupan un tercio de las tierras arables, o sea, más de un millón de hectáreas. El gobierno finlandés, por supuesto, no derriba los bosques tradicionales de su país, que son de lento crecimiento. Facilita en cambio a sus trasnacionales madereras que arruinen otras tierras con cultivos de eucaliptos y las contaminen con fábricas de pasta de papel también son consumidoras de gran cantidad de agua dulce. Dado que Uruguay limita al oeste y al sur con dos enormes ríos –el Uruguay y el de La Plata–, no tiene grandes cauces interiores y del lado oriental está el Atlántico, que tiene el mal gusto de ser salado y turístico, ¿dónde cree usted que industrializará esas enormes plantaciones, con o sin fallo de La Haya? Es evidente que se perfilan nuevas papeleras en el horizonte.
El pleito en La Haya, por otra parte, fue el resultado de un corte durante tres años de los puentes sobre el río Uruguay por parte de los ambientalistas de la ciudad argentina de Gualeguaychú, frente a la fábrica de Botnia. Esa acción directa, que muestra cómo es sensible en todo el continente el tema de la protección del ambiente (pureza del agua y del aire, pero también del panorama turístico y de los pequeños balnearios, playas y hoteles arruinados por la planta), golpeó al turismo hacia Uruguay y al transporte por carretera de cargas hacia ese país. En un principio, el gobierno de Néstor Kirchner estuvo en contra de los cortes que, por último, terminó por tolerar para presionar al gobierno uruguayo, demasiado sensible al canto de sirena de Wall Street y que amenazaba con firmar un Tratado de Libre Comercio con Washington.
La presión de los cortes de los puentes determinó, pues, la movilización de los negociadores de los gobiernos argentino y uruguayo. Pero ambos países comparten una política extractivista nefasta: Argentina tolera minas a cielo abierto en los glaciares y en las fuentes acuíferas de la cordillera de los Andes, reprime violentamente a los pobladores de Andalgalá, provincia de Catamarca, que quieren defender su agua del arsénico que vuelca en ellas una enorme mina de oro a cielo abierto y, sobre todo, depende económicamente de la extensión brutal del cultivo soyero, a costa de los suelos, los campesinos, las especies vegetales y animales, los pueblos rurales, y Uruguay, como hemos dicho, remplaza vacas y ovejas por eucaliptos como opción productiva fundamental.
En ambos países, los gobiernos, los economistas y la academia siguen insistiendo en considerar que crecimiento económico y del producto interno bruto es sinónimo de desarrollo, lo cual es una falacia mil veces demostrada. Además, sugieren que las inversiones de las trasnacionales crean puestos de trabajo, cuando Botnia, por ejemplo, dio apenas trabajo a mil 800 obreros durante la construcción de la planta, pero ahora no emplea sino cerca de 300, mientras la ciudad donde se instaló perdió puestos de trabajo a granel y movimiento comercial debido al bloqueo del puente San Martín sobre el río Uruguay y, además, está contaminada y en ella todos los productos son más caros.
El gobierno argentino está contento pues seguramente ha conseguido en negociaciones secretas concesiones de Uruguay (¿el apoyo a la candidatura de Néstor Kircher a la Unasur?), pero los ambientalistas de Gualeguaychú siguen y seguirán movilizados. ¿Los reprimirá, como hizo con los de Andalgalá? Será difícil. Recientemente un juez en segunda instancia echó abajo un fallo a favor de una mina a cielo abierto que en Tilcara, en el norte argentino, ocupaba dos comunidades indígenas y, gracias a la movilización de éstas, estableció que el derecho al agua para cultivar y beber tiene precedencia sobre el uso minero, y la tierra es para producir alimentos, no para destriparla en busca de minerales…