Carta abierta de un mapuche a Piñera
El pasado 18 de marzo, la revista satírica The Clinic, de Santiago de Chile, publicó una carta del periodista Pedro Cayuqueo, director del periódico Azkintuwe, dirigida al nuevo presidente chileno, el pro-pinochetista Sebastián Piñera. Sin arrogarse más representatividad que la de su condición mapuche, Cayuqueo explica al mandatario cómo está la cosa binacional, aunque sin mucha esperanza de que el empresario y político entienda. Presentamos los principales pasajes del texto.
Señor presidente:
Se preguntará quién soy y por qué le escribo. También, seguramente, a quién represento. Soy un periodista mapuche, originario de una reducción del sector de Entre Ríos, en las cercanías de Temuco. Desde hace 7 años dirijo un periódico que trata de dar cuenta del acontecer mapuche en el sur de Chile y Argentina. En ello hemos estado y en ello persistiremos durante su mandato. Sepa que le escribo para rememorar una antigua tradición epistolar que nuestros abuelos mantuvieron con sus antecesores en La Moneda. Es usted, desde el 11 de marzo, el 40 presidente de Chile, partiendo el conteo desde Blanco Encalada y dejando de lado —nobleza obliga— a directores supremos y dictadores. Créame que hasta el presidente Aníbal Pinto, nuestros ancestros se cartearon a menudo con los primeros mandatarios. Nada raro a decir verdad. Se trataba por entonces de dos países distintos y la diplomacia prevalecía con sus códigos. Déjeme contarle que dichas cartas sirvieron para algo más que saludos protocolares o el mero anuncio del envío o retiro de algún embajador nuestro en la capital. Sirvieron también para recordar, los nuestros a los suyos, la vigencia de antiguos pactos; el de respetar la frontera en el río Bio Bio el principal de todos ellos.
Sepa usted que el último en recibir una de ellas fue su colega Aníbal Pinto. Tal sería su mala comprensión de lectura que donde decía “detener los abusos” él entendió “cargar los obuses”. Y apenas finalizó la Guerra del Pacífico, invadió con su ejército vencedor nuestro territorio, arrasando literalmente con todo. ¿Vio Avatar, de James Cameron? Se la recomiendo. Al presidente Evo Morales dicen que le encantó. Atrévase y escape uno de estos días a su sala de cine más cercana. Le sugiero la vea con los lentecitos 3D, algo inapropiados para su alta investidura, pero efectivos a la hora de apreciar en todas sus dimensiones los alcances de la crueldad y la codicia.
¿Qué tendrán que ver los mapuche con una película de Hollywood? Fíjese que mucho. Y no sólo los mapuche, también los aymaras, quechuas, shuar, sarayakus, mayas, mixtecos, cheyennes y un largo etcétera. Y es que cualquier historia de invasión y despojo territorial no hace más que recordarnos la magnitud de nuestra propia tragedia histórica, el guión de nuestras propias existencias como pueblos. Fue lo que sucedió con los mapuche tras aquella carta mal leída por el presidente Pinto: invasión, asesinatos, robos y pillaje. Tácticas de tierra arrasada, arribo de colonos extranjeros y confinamiento de los sobrevivientes en campos de refugiados. En su tiempo dichos lugares fueron bautizados como “reducciones”. Sin embargo, en un arranque de originalidad, la Ley Indígena los rebautizó en los años 90 como “comunidades”. ¡Vaya muestra de humor negro, no le parece a usted! Son aquellos lugares plagados de pinos y eucaliptos que de seguro visitó en su campaña por Lumako, Angol, Collipulli o Los Sauces. Los lonkos octogenarios con quienes compartió un vaso de bebida Cola; los niños con plumitas y a pie pelado que danzaron ante usted simpáticos ritmos; las jovencitas con sus joyas de plata y cintas de colores que lo atendieron bajo el quemante sol; el pebrecito, la sopaipilla, el asadito de cordero.
¿Ya las recuerda? Debería don Sebastián. Según las estadísticas, gran parte de sus miembros lo favorecieron con el voto en segunda vuelta. Y es que más allá de la demagogia esencialista de algunos, el izquierdismo de otros y el indigenismo de unos cuantos, los mapuche —especialmente en los campos— al final del día resultan bastante conservadores. Lo era una tía, que en paz descanse. De estar viva, habría votado por usted. Recuerdo el día en que falleció Pinochet y su infinita tristeza por el “caballero aquel”. Mi tío, orgulloso y obstinado, de seguro lo habría espantado con los perros de acercarse usted siquiera medio metro. Al viejo siempre le atrajeron las ideas socialistas. Se hizo comunista leyendo libros, solía decir. Pero no en la universidad, sino robándole horas al sueño tras largas jornadas hombreando sacos en los fundos del Maule. Tal vez por ello admiraba a Allende. Tal vez por ello, el día en que murió Pinochet, se bajó solito y de puro contento una garrafa de tinto bajo las estrellas.
Y es que mapuche los hay para todos los gustos. Un pueblo, don Sebastián, un colectivo con historia, que carga —a ratos humilde, a ratos orgulloso— con sus héroes y sus victorias, con sus villanos y sus derrotas. Somos un pueblo, por más que la bendita Constitución nos niegue dicho carácter y que la bancada parlamentaria de su coalición sólo nos tolere como folclore o atractivo de feria costumbrista. ¿Es tan difícil reconocer que somos una nación? No debería serlo. Somos uno de los pueblos indígenas más numerosos del continente, compartimos patrones culturales, una determinada forma de ver el mundo, un territorio al que sentimos como nuestro hogar y, por si fuera poco, una lengua.
“¿Qué es lo nacional? Cuando nadie entiende una palabra del idioma que hablas”, sentenció Johann Nestroy. Si usted y yo somos chilenos, ramtueyu kimnieymi ñi nütram, fewla? chem pieyu, chem pimi? tami tuwün ka inche trawüniekelayngün, wingkangeymi ka mapuchengen, ka mollfüng nieyiñ. Feley kam Felelay? De esto trata a grandes rasgos el conflicto. De hablar y no entendernos. De mirarnos y no reconocernos ustedes como iguales en nuestra diferencia.
Hay jóvenes de mi pueblo que tampoco lo quieren escuchar ni reconocer a usted, don Sebastián. Cansados de atropellos, hastiados de falsas promesas, han optado por el camino de la rebeldía. En promedio no sobrepasan los 25 años. Y muchos de ellos ya purgan largas condenas de cárcel. Se los acusa de terrorismo en base a una singular legislación, heredada de la dictadura militar y que homologa en Chile el derribo de un avión comercial en Manhattan, la explosión de un cochebomba en Bagdad y la quema de un galpón con fardos en Ercilla. Todos ellos sueñan con el País Mapuche de nuestros abuelos. Lo extrañan, lo añoran, lo reivindican y lo garabatean en los muros. Tres jóvenes han pagado con su vida este atrevimiento. Balas policiales acribillaron a dos de ellos por la espalda, agentes del Estado, cuyos sueldos pagan los impuestos de todos los chilenos, fueron los responsables. Todos gozan no sólo de absoluta impunidad, sino también del aplauso cómplice de sus mandos civiles y uniformados. ¿Puede usted, don Sebastián, evitar que nuevos jóvenes derramen su sangre en los campos del sur? No los minimice, no los ignore, no los estigmatice. Busque dialogar con ellos. Sus ideas, por minoritarias que sean según las encuestas de Libertad y Desarrollo, constituyen parte de la arcilla con que moldeamos hoy nuestro futuro. No desate sobre ellos una jauría.
¿A quién represento? En verdad a nadie don Sebastián. Créame que son muchos quienes comparten conmigo el trasfondo de esta misiva, que no es otro que dar una oportunidad a la palabra. Consultado de por qué los mapuche no habíamos construido jamás grandes pirámides o grandiosos templos, un gran poeta de mi pueblo respondió que nuestro principal monumento era la palabra. Puede que también lo sean las letras, que es la forma en que las palabras de nuestros abuelos se volvieron cartas para seguir existiendo. Letras ajenas, don Sebastián, pero incorporadas por la necesidad de los suyos de colonizar y los míos de resistir.
Ir al texto íntegroAtentamente a usted:
Pedro Cayuqueo