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De milpas, mujeres Armando Bartra Hay que repetirlo: los mesoamericanos no sembramos maíz, los mesoamericanos hacemos milpa. Y son cosas distintas porque el maíz es una planta y la milpa un modo de vida. La milpa es matriz de la civilización mesoamericana. Si en verdad queremos preservar y fortalecer nuestra identidad profunda, no sólo agroecológica sino socioeconómica, cultural y civilizatoria, debemos pasar del paradigma maíz al paradigma milpa: un concepto complejo que incluye al maíz pero lo rebasa por la izquierda. Solo y su alma el maíz es monotonía mientras que la milpa es de por sí diversidad. En la milpa el maíz, el frijol, la calabaza, el chile, el chayote, el tomatillo, los quelites, los árboles frutales, el nopal, los magueyes y las vestezuelas del campo se hacen compañía. A diferencia de los uniformados maizales, las milpas son abigarrados policultivos. El maíz es uno la milpa es muchos; el maíz discursea la milpa dialoga; el maíz es ensimismado la milpa solidaria; el maíz es monocorde la milpa polifónica; el maíz es singular la milpa plural; los maizales son disciplinados cual desfiles militares las milpas jacarandosas y desfajadas como carnavales; el maíz se siembra la milpa se hace; el maíz es un cultivo la milpa somos todos. Los mesoamericanos no nos distinguimos de los europeos y estadounidenses en que para comer ellos siembran trigo y nosotros maíz, porque a fin de cuentas entre un maizal y un trigal no hay tanta diferencia. Lo que nos distingue de los pueblos de climas fríos y templados es que ahí se siembran granos y nosotros hacemos milpa; ellos producen su alimento en plantaciones homogéneas y nosotros –si nos dejan– lo cosechamos en barrocos jardines.
Hacer milpa es cultura. Pero es un hecho cultural que resulta de un condicionamiento natural. Los ecosistemas de climas fríos y templados son poco diversos y a la vez estables y resistentes a las perturbaciones pues su biota está impuesta a los cambios extremos de temperatura. En cambio los ecosistemas ecuatoriales son más diversos y sin embargo más frágiles pues su biota no tiene que lidiar con severas variaciones estacionales. Los ecosistemas sutiles de diversidad abigarrada en frágil equilibrio son nuestro sino, nuestra fatalidad natural. Hagamos de ellos patrimonio, virtud, ventaja, orgullo. No demos la espalda al nicho ecológico que nos es propio, no traicionemos nuestra condición equinoccial dejándonos llevar por los vertiginosos cultivos del Norte. No nos dejemos seducir por las rudas tecnologías que arrasan con nuestra biosfera, nuestros suelos, nuestros sistemas hídricos, nuestras culturas. “Francia es diversidad”, se ufanaba el historiador Fernand Braudel en Las civilizaciones actuales . Pero es que Braudel no conocía México: una región y un pueblo muchas veces más plural, más variopinto, más biodiverso que el galo. Y si los europeos abonan sus raíces identitarias cuantimás debemos hacerlo nosotros. Honremos nuestra diversidad de suelos, topografías, climas, paisajes y ecosistemas. Cultivemos nuestra riqueza cultural, lingüística, culinaria, espirituosa, musical, festiva, indumentaria… Hagamos de México, no un monótono maizal del noroeste, sino una milpa multicolor; un mosaico de aprovechamientos diversos pero entreverados y complementarios; un policromo mural de paisajes agroecológicos pero también de otros aprovechamientos, que el modelo milpero no vale sólo para la agricultura sino para la vida toda. Porque no está mal escuchar las “señales del mercado” –siempre que no nos atrapen como cantos de sirena– pero lo primero es atender las señales de la naturaleza. La fuerza de la milpa no está en la productividad del maíz o del frijol o de la calabaza o del chile o del tomatillo medidas por separado. Su virtud está en la sinérgica armonía del conjunto. Su eficacia no le viene de las partes sino de su entrevero, de su abigarrada simbiosis. Fuerza de lo diverso solidario que es recurso de primera necesidad en tiempos de cambio climático antropogénico. Años turbulentos en que lo único seguro es la incertidumbre. Y cuando la creciente incertidumbre medioambiental se asocia con la cada vez mayor incertidumbre económica, no hay mejor estrategia que atender a la sabiduría popular que recomienda no poner todos los huevos en una misma canasta y apostar a la diversidad entreverada. Un último argumento para hacer milpa es que la milpa es anticapitalista. Porque capitalismo es sinónimo de especialización y homogeneidad, es separación del campo y la ciudad, es desarrollo de la industria a costa de la agricultura. Sumiso al mercado y movido sólo por la ganancia, el gran dinero vive obsesionado por incrementar de la productividad mediante tecnologías estandarizadas y siempre en vertiginosa renovación. El campo en cambio es reducto de la diversidad natural-social siempre resistente al uniformador modelo de agricultura industrial. Es verdad que el monocultivo tuvo algún éxito en las grandes planicies templadas y fácilmente mecanizables, pero cuando irrumpe en las regiones equinocciales en las que la poca fluctuación climática propicia una gran diversidad ecosistémica, la especialización extrema resulta suicida y el único paradigma viable es el de la milpa. Los usos y costumbres del capitalismo marchan del frío al calor y a los pueblos equinocciales nos llegaron del norte. No es casual que en los climas templados donde la naturaleza aguanta más o resiente menos el trato rudo y las intervenciones desconsideradas, haya nacido y embarnecido el mercantilismo absoluto. Pero en el trópico el avasallante y emparejador modelo de agricultura industrial resulta literalmente contra natura. Nuestra vocación agroecológica son los aprovechamientos múltiples, biodiversos, tecnológicamente plurales y de manejo holista. Es nuestra vocación natural y socioeconómica la integración armónica del campo y la ciudad, la articulación virtuosa de agricultura e industria. Por temperamento y por cultura se nos da la policromía societaria, la solidaria pluralidad de talantes.
En el trópico la gente es risueña, cantadora, fiestera, desfajada, libertaria, imaginativa, soñadora. Pero todo esto que somos por inclinación y por naturaleza es mal visto por un capitalismo mandón, rígido, disciplinado, racional que al sueño contrapone una vigilia perpetua. Entonces, hay que resistir al capitalismo que nos llegó del frío. Hay que pararlo antes de que sea tarde. Pero resistir no basta, hace falta también paradigmas de repuesto. Y en Mesoamérica el más inspirador, el más sugerente, el más poderoso, el más visionario paradigma alternativo es la milpa. Porque sin maíz no hay país, hagamos milpa. Y hacer milpa es mirar el campo –mirar el mundo– con otros ojos: con ojos de mujer. Asomarnos al agro adoptando el punto de vista de las mujeres es fijar los contornos de un universo que está ahí pero que desde otras perspectivas resulta invisible. Por ejemplo: las calamidades del campo a todos atosigan, pero nombrar la penuria rural con la voz de las campesinas es darle un contenido distinto y más filoso a las palabras. Porque adoptar un enfoque de género no es documentar la situación particular de las mujeres sino asumir que la realidad está cruzada por una injusta y asimétrica diferenciación sexual históricamente construida. Y ese profundo desgarramiento, que en el agro es aún más doloroso, sólo puede ser develado desde la perspectiva de las oprimidas. El “feminismo” es una filiación ideológica y política con la que se puede concordar o no. Pero el enfoque de género es insoslayable. Y el enfoque de género es feminista o mujerista por las mismas razones por las que el enfoque de clase exige ponerse en el lugar de los explotados: porque cuestionar la sociedad patriarcal y el sistema capitalista es tomar partido por sus víctimas, por las y los oprimidos. Toma de partido que es opción política pero también epistémica pues más allá de darle visibilidad a prácticas y espacios sociales poco atendidos si no es que soslayados, de lo que se trata de ejercitar un modo de ver el mundo distinto del hegemónico que corresponde a un modo distinto de estar en el mundo. Adoptar el género como atalaya y como trinchera no se agota en documentar lo invisibilizado, exige repensarlo todo: edificar una nueva sociología, una nueva economía y una nueva historia; demanda restaurar la unidad del trabajo productivo y el reproductivo; convoca a construir un nuevo tipo de organización social y gremial; supone rediseñar las relaciones laborales y las formas de convivencia.
Dice bien Mercedes Olivera en El impacto de la crisis alimentaria en las mujeres rurales de bajos ingresos en México : “El género, por su transversalidad en todos los ámbitos de la realidad, es una categoría útil para analizar los efectos de la crisis alimentaria y global actual, proporcionándonos una visión amplia capaz de contemplar desde nuestra condición de mujeres, los múltiples factores, dimensiones y diversidades que son causa y consecuencia de este complejo proceso”. En Género e historia , Joan Wallach Scott, una de las mayores teóricas del feminismo, hace una crítica del empobrecimiento del término género. A veces pareciera que “género es tan sólo otra manera de referirse a las mujeres y a los hombres (Con frecuencia) los libros que supuestamente practican un “análisis de género” (…) no son más que estudios, bastante predecibles sobre las mujeres o sobre las diferencias de estatus, de experiencia, y de posibilidades que se ofrecen a las mujeres y los hombres (…) En nuestros días, el género es un término que ha perdido su filo crítico”. La propuesta de Joan es devolverle al concepto su carácter subversivo asumiéndolo como la estructura del “conocimiento que organiza nuestras percepciones”. Y creo que esto es lo que necesitamos hacer. Conversión intelectual y política trascendente porque otro mundo será posible si, y sólo si, lo soñamos y lo construimos desde la perspectiva de los oprimidos. Y el género es una de las formas más filosas de la opresión. Pero además ese enfoque es importante porque la utopía se construye desde la crítica al orden inicuo pero también desde el proyecto alternativo. Visión de futuro que por lo general se inspira en las formas generosas y solidarias de convivencia, en las utopías hechas a mano que a pesar de los pesares florecen en los intersticios del sistema. Y una de las experiencias altermundistas más inspiradoras es la de los campesinos y las campesinas. Tercos defensores de un mundo desgarrado y escarnecido donde sin embargo se mantiene viva la memoria, donde –en la medida en que los dejan– se preserva la naturaleza, donde la producción y la reproducción no son ámbitos tan separados (…) Núcleo civilizatorio duro de cuya preservación se han ocupado siempre las mujeres. Territoriales, multiactivas, duchas en el bricolaje y las estrategias holistas; preservadoras de la naturaleza, los saberes locales y la memoria las mujeres de la tierra abordan la producción económica desde la reproducción social privilegiando la calidad sobre la cantidad, el valor de uso sobre de cambio y la vida sobre la economía. Y es por eso que las mujeres rurales representan en mayor medida que los varones los recursos civilizatorios necesarios para salvar al campo. Arrinconada pero poderosa, persiste la economía moral del mujerío, un virtuoso modo de hacer cuyo paradigma no es la empresa sino la familia y la comunidad. Porque el campo profundo es femenino, el nuevo mundo –si lo hay– tendrá rostro de mujer. *Mitote (del náhuatl, mihtotía: danzar) alcaraza, bulla, escándalo, alboroto.
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