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Reforma Agraria en Brasil: Leonilde Sérvolo de Medeiros y Sergio Pereira Leite En los pasados 30 años Brasil desarrolló una política de asentamientos rurales que permitió que cerca de un millón de familias tuviese acceso a un lote de tierra. Esos asentamientos se hicieron en momentos en que el exacerbamiento de la lucha por la tierra era más intenso y se distribuyeron de forma desigual en el país: se concentraron en la región norte, mientras que las ocupaciones de tierra ocurrían principalmente en el centro-sur y noreste del país. A pesar de los percances de la política de asentamientos a lo largo de las tres décadas, el hecho es que el tema de la reforma agraria nunca salió de la agenda política nacional. Para ello concurrieron diversos procesos: la continuidad de la luchas de resistencia por la tierra en las áreas donde se expandían las grandes inversiones agrarias (productivas y especulativas) y las ocupaciones de inmuebles rurales ocurridas en la región centro-sur del país. En una situación en que los conflictos agrarios eran generalizados y constantes, en el proceso de redemocratización del país, la bandera de la reforma agraria fue incorporada por la Alianza Democrática, complejo arreglo de fuerzas políticas que tenía como único punto de consenso la crítica al régimen militar.
En 1985, una propuesta del Plan Nacional de Reforma Agraria (PNRA), basado en el Estatuto de la Tierra –ley de reforma agraria aprobada después del inicio el régimen militar (1964)– encontró fuerte oposición, en especial de los intereses relacionados con la propiedad de la tierra. La promesa del primer gobierno civil de asentar un millón 400 mil familias en cinco años resultó en un asentamiento de apenas 83 mil 687. El debate sobre el tema marcó una nueva Constitución brasileña, aprobada en 1988. En ella se estableció que el inmueble rural debe cumplir una función social, pero también definió que las tierras productivas no podían ser expropiadas. En este cuadro jurídico ambiguo pueden entenderse algunos de los impasses de la política actual de asentamientos, principalmente las dificultades de obtener tierra para dar continuidad al asentamiento de nuevas familias. A lo largo de los años 90s las ocupaciones y los campamentos organizados por los diferentes movimientos sociales rurales se intensificaron y se extendieron por todo el país. La presión social forzó que se aceleraran las expropiaciones y el asentamiento de un significativo (comparado con períodos anteriores) contingente de familias. Paralelamente se observaron intentos de impedir las ocupaciones, determinando que tierras ocupadas no podían ser expropiadas. También se intentó estimular, con apoyo del Banco Mundial, el acceso a la tierra por medio del mercado, con apoyo del programa de crédito agrario. Durante los dos mandatos del gobierno de Lula (2003-2010), se elaboró un segundo PNRA y se mantuvieron las presiones y los asentamientos continuaron, aunque no en el ritmo esperado por los movimientos sociales que lo habían apoyado: 2005 marca el punto más alto del desempeño gubernamental, y partir de entonces los resultados son cada vez más modestos, especialmente aquellos del segundo mandato (2007-10). A pesar de que las metas en términos de familias asentadas propuestas por el segundo PNRA hayan sido limitadas (400 mil) en relación al cuadro general de demandantes potenciales, éstas no fueron completamente cumplidas. Una de las críticas se centró en el hecho de que el concepto “asentamientos rurales” involucró el asentamiento de familias en tierras expropiadas y en tierras públicas (federales, estatales y municipales), además de contemplar procesos de reordenamiento y regularización agraria. Podemos suponer que, tal vez, el recurso del uso de tierras públicas no estuviera en las intenciones iniciales del gobierno. Pero, frente a las dificultades administrativas, y particularmente jurídicas, de ejecutar el proceso de expropiación, se recurrió a ese instrumento que acabó siendo una proporción por encima de lo deseable.
Debe mencionarse que el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA) fortaleció el reconocimiento de una diversidad de situaciones agrarias, especialmente aquellas encontradas en la región norte del país, mostrando diferentes modalidades de proyectos de asentamiento (los llamados proyectos ambientales: agroextractivistas, de asentamiento forestal, de desarrollo sustentable), con lo que evitó restringirse a un único modelo de asentamiento de familias. Estudios de caso en asentamientos así como investigaciones más amplias que cubren diferentes regiones muestran que, en general, hubo una mejoría en las condiciones de vida de las familias asentadas, en especial cuando se compara su pasado con su presente: garantía de alimentación, morada, acceso a crédito, posibilidades de producción, acceso a mercados locales, escolarización, participación política, etcétera, para un contingente de familias que antes estaban expuestas a limitaciones económicas importantes, procesos de desestructuración de lazos sociales y poco o ningún acceso a sus derechos. Para ello, contribuyó no sólo el acceso a la tierra, sino también un conjunto de políticas públicas (crédito y asistencia técnica), así como los esfuerzos de las organizaciones que estuvieron al frente de las ocupaciones (el Movimiento de los Sin Tierra, MST, en especial) de estimular formas diferenciadas de organización de la producción, presionar por mejores condiciones de educación, etcétera. Sin embargo, la situación precaria aún es notable, en especial en lo que se refiere a infraestructura de carreteras, comunicación, etcétera. Además, a pesar del número de familias asentadas y de algunas alteraciones agrarias locales, no hubo cambio en el cuadro de la concentración de tierras en el plano nacional. Eso porque, paralelamente a los asentamientos, hubo estímulo para la expansión de las grandes empresas en el campo, en especial las encargadas de la producción de granos y de caña con miras a la producción de agrocombustibles. Es así como Brasil sigue siendo uno de los países con más alto grado de concentración agraria, con un índice Gini del orden de 0.85. En este panorama ambiguo, no se puede negar un conjunto de cambios provocados por esa nueva realidad, inclusive dentro del Estado, que pasó a reconocer los conflictos que surgen y a intentar redireccionar sus demandas, resignificándolas y generando mecanismos institucionales para su encuadramiento. Al mismo tiempo, las demandas provocaron la necesidad de reconocer las necesidades de las diversas poblaciones del campo y de sus necesidades, haciendo que el propio modelo único de asentamientos se flexibilizara para atender la complejidad que brota del medio rural brasileño. Profesores del Programa de Postgrado en Ciencias Sociales en Desarrollo, Agricultura y Sociedad de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro
Chihuahua Conflictos y movimientos agrarios Víctor M. Quintana S. La lucha agraria acompaña la historia de Chihuahua. Los antecedentes inmediatos de la Revolución de 1910, de la que este estado norteño fue cuna, remiten a las movilizaciones de los pueblos de los distritos del oeste y noroeste de la entidad por recuperar sus tierras arrebatadas por caciques y latifundistas. Los contingentes orozquistas y villistas de la gesta revolucionaria estaban formados y motivados en buena parte por rancheros que buscaban defender o acceder a un pedazo de tierra. No para la derrota de los ejércitos campesinos y populares y la “reforma agraria desde arriba” la lucha del agrarismo chihuahuense. Los años 20s y 30s ven de nuevo a campesinos armados demandando tierra. Algunos la logran en forma de ejidos, otros en forma de colonias estatales o colonias nacionales. Es de destacarse la gesta de Socorro Rivera y compañeros, que luchan por el reparto del latifundio Babícora, propiedad del magnate estadounidense de la prensa Randolph Hearst, que los lleva a ser asesinados por las guardias blancas de éste en 1938. Sin embargo, la lucha da sus frutos, pues la Babícora comienza a repartirse en ejidos en los mismos años 30s y la Baja Babícora se reparte en siete colonias apenas en 1954. Al cumplirse los primeros 25 años de los certificados de inafectabilidad ganadera, a mediados de los años 6Os, hay un gran ciclo de movilizaciones agrarias en Chihuahua. Las dirige en su mayoría la Unión General de Obreros y Campesinos de México (UGOCM), de Jacinto López. En Chihuahua comandan el resurgimiento agrarista Arturo Gámiz, el doctor. Pablo Gómez y Álvaro Ríos. Los dos primeros pasan de la lucha agraria a la guerrilla rural. Álvaro seguirá combatiendo por la vía pacífica hasta el final de sus días como dirigente de la UNORCA. Las batallas pacíficas y hechos como el ataque al cuartel de Madera el 23 de septiembre de 1965, o el del ataque al aserradero de Tomóchi en el verano de 1968, por el grupo guerrillero comandado por Óscar González Eguiarte, no son en vano. Logran que se repartan algunos latifundios que aún quedaban, como el de Bosques de Chihuahua, en 1971. De entonces en adelante, el grueso de las movilizaciones agrarias han sido más bien defensivas. Las han conducido la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) a principios de los años 80s y posteriormente el Frente Democrático Campesino y El Barzón. Aquí debe destacarse la lucha por la recuperación las tierras ejidales de Palanganas, en Casas Grandes, donde ambas organizaciones logran la restitución de 11 mil hectáreas a los ejidatarios en 1997. Actualmente la situación ha cambiado en la mayor parte del estado, salvo en la Sierra Tarahumara. La emigración de la inmensa mayoría de los municipios, sobre todo del llano, donde no habitan indígenas, ha disminuido la presión sobre la tierra. La conflictividad agraria, sin embargo, no ha disminuido. Se manifiesta de muy diversas formas: mancomunes con documentos denominados “hijuelas” que datan del siglo XIX y no se han regularizado; posesionarios de terrenos ejidales; posesionarios inmemoriales de terrenos nacionales y/o pequeñas propiedades, y sobreposiciones de ejidos. Las demasías de la pequeña propiedad ganadera se estiman en más de 300 mil hectáreas en el estado; por otra parte hay todavía faltantes de terrenos dotados en la resolución presidencial, y en las pasadas dos décadas se ha disparado la compra-venta de terrenos ganaderos con excedencias por parte de menonitas para convertirlos en zonas de riego (Datos proporcionados por Martín Solís, de El Barzón). Ahora bien, en estos años recientes, el grueso de la problemática por la tierra, así como los movimientos más significativos se concentran en la Sierra Tarahumara. Ahí las comunidades indígenas, rarámuris sobre todo, se las han tenido que ver con los negociantes que acosan sus territorios como hidra de mil cabezas. Una primera forma de despojo a los terrenos comunales es que, al terminar la Revolución, muchos de ellos fueron considerados como “terrenos nacionales”, sin tomar en cuenta a los indígenas que tenían posesión –a su modo– de ellos desde tiempos inmemoriales. Los “chabochis”, es decir, los mestizos negociantes, denuncian los terrenos, se los adjudica el gobierno y luego quieren echar a los indígenas de donde siempre han vivido. En este tipo de problemática se ubican las luchas de las comunidades de La Laguna en Bocoyna y Repechike, también en Bocoyna. Vienen luego los casos en que los ganaderos invaden terrenos de la comunidad indígena, a veces aprovechándose de los mestizos que son parte del ejido. Es el caso de las comunidades de Bakéachi y Wawachérare en el municipio de Carichí. Gracias a una adecuada combinación de la movilización comunitaria y la asesoría legal, estas comunidades han recuperado sus tierras. Aunque ocasionó el asesinato hace menos de un mes al licenciado Ernesto Rábago, compañero de la abogada agrarista Estela Ángeles. La tercera forma de despojo, la más actual, la más extendida, es la que emprenden los proyectos turísticos en la Sierra Tarahuamara en contra de las comunidades indígenas. Aquí destacan los casos de las comunidades de Recowata, Abogato, Bacajípare y El Madroño, entre otras. La construcción del teleférico de las Barrancas del Cobre y todo el “desarrollo” turístico que se hará en torno a él significa un despojo y una invasión real a varias comunidades rarámuris. En total, según la ONG Consultoría Técnica Comunitaria, AC, y el Programa Interinstitucional de Apoyo al Indígena, existen 22 casos agrarios, 11 de ellos documentados, en que las comunidades indígenas han sido afectadas por proyectos turísticos gubernamentales o privados. En los casos documentados se afecta a mil 712 familias de 11 comunidades en una superficie de 115 mil 79 hectáreas (Datos proporcionados por Diana Villalobos, de CONTEC). Nadie puede decir, pues, que en Chihuahua se haya levantado la “bandera blanca” del fin del reparto y de los conflictos agrarios. Mientras haya hombres y mujeres del campo sedientos de justicia por su tierra y sus recursos naturales, la lucha seguirá cundiendo por los llanos dorados y los cerros de pinos y los barrancos a tajo. |