17 de abril de 2010     Número 31

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Daniel Zanini H.

Reforma Agraria en Brasil:
un balance provisional

Leonilde Sérvolo de Medeiros y Sergio Pereira Leite

En los pasados 30 años Brasil desarrolló una política de asentamientos rurales que permitió que cerca de un millón de familias tuviese acceso a un lote de tierra. Esos asentamientos se hicieron en momentos en que el exacerbamiento de la lucha por la tierra era más intenso y se distribuyeron de forma desigual en el país: se concentraron en la región norte, mientras que las ocupaciones de tierra ocurrían principalmente en el centro-sur y noreste del país.

A pesar de los percances de la política de asentamientos a lo largo de las tres décadas, el hecho es que el tema de la reforma agraria nunca salió de la agenda política nacional. Para ello concurrieron diversos procesos: la continuidad de la luchas de resistencia por la tierra en las áreas donde se expandían las grandes inversiones agrarias (productivas y especulativas) y las ocupaciones de inmuebles rurales ocurridas en la región centro-sur del país. En una situación en que los conflictos agrarios eran generalizados y constantes, en el proceso de redemocratización del país, la bandera de la reforma agraria fue incorporada por la Alianza Democrática, complejo arreglo de fuerzas políticas que tenía como único punto de consenso la crítica al régimen militar.


FOTO: Luciano García

En 1985, una propuesta del Plan Nacional de Reforma Agraria (PNRA), basado en el Estatuto de la Tierra –ley de reforma agraria aprobada después del inicio el régimen militar (1964)– encontró fuerte oposición, en especial de los intereses relacionados con la propiedad de la tierra. La promesa del primer gobierno civil de asentar un millón 400 mil familias en cinco años resultó en un asentamiento de apenas 83 mil 687.

El debate sobre el tema marcó una nueva Constitución brasileña, aprobada en 1988. En ella se estableció que el inmueble rural debe cumplir una función social, pero también definió que las tierras productivas no podían ser expropiadas. En este cuadro jurídico ambiguo pueden entenderse algunos de los impasses de la política actual de asentamientos, principalmente las dificultades de obtener tierra para dar continuidad al asentamiento de nuevas familias.

A lo largo de los años 90s las ocupaciones y los campamentos organizados por los diferentes movimientos sociales rurales se intensificaron y se extendieron por todo el país. La presión social forzó que se aceleraran las expropiaciones y el asentamiento de un significativo (comparado con períodos anteriores) contingente de familias. Paralelamente se observaron intentos de impedir las ocupaciones, determinando que tierras ocupadas no podían ser expropiadas. También se intentó estimular, con apoyo del Banco Mundial, el acceso a la tierra por medio del mercado, con apoyo del programa de crédito agrario.

Durante los dos mandatos del gobierno de Lula (2003-2010), se elaboró un segundo PNRA y se mantuvieron las presiones y los asentamientos continuaron, aunque no en el ritmo esperado por los movimientos sociales que lo habían apoyado: 2005 marca el punto más alto del desempeño gubernamental, y partir de entonces los resultados son cada vez más modestos, especialmente aquellos del segundo mandato (2007-10). A pesar de que las metas en términos de familias asentadas propuestas por el segundo PNRA hayan sido limitadas (400 mil) en relación al cuadro general de demandantes potenciales, éstas no fueron completamente cumplidas. Una de las críticas se centró en el hecho de que el concepto “asentamientos rurales” involucró el asentamiento de familias en tierras expropiadas y en tierras públicas (federales, estatales y municipales), además de contemplar procesos de reordenamiento y regularización agraria. Podemos suponer que, tal vez, el recurso del uso de tierras públicas no estuviera en las intenciones iniciales del gobierno. Pero, frente a las dificultades administrativas, y particularmente jurídicas, de ejecutar el proceso de expropiación, se recurrió a ese instrumento que acabó siendo una proporción por encima de lo deseable.


FOTO: Leandro Bierhals

Debe mencionarse que el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA) fortaleció el reconocimiento de una diversidad de situaciones agrarias, especialmente aquellas encontradas en la región norte del país, mostrando diferentes modalidades de proyectos de asentamiento (los llamados proyectos ambientales: agroextractivistas, de asentamiento forestal, de desarrollo sustentable), con lo que evitó restringirse a un único modelo de asentamiento de familias.

Estudios de caso en asentamientos así como investigaciones más amplias que cubren diferentes regiones muestran que, en general, hubo una mejoría en las condiciones de vida de las familias asentadas, en especial cuando se compara su pasado con su presente: garantía de alimentación, morada, acceso a crédito, posibilidades de producción, acceso a mercados locales, escolarización, participación política, etcétera, para un contingente de familias que antes estaban expuestas a limitaciones económicas importantes, procesos de desestructuración de lazos sociales y poco o ningún acceso a sus derechos. Para ello, contribuyó no sólo el acceso a la tierra, sino también un conjunto de políticas públicas (crédito y asistencia técnica), así como los esfuerzos de las organizaciones que estuvieron al frente de las ocupaciones (el Movimiento de los Sin Tierra, MST, en especial) de estimular formas diferenciadas de organización de la producción, presionar por mejores condiciones de educación, etcétera.

Sin embargo, la situación precaria aún es notable, en especial en lo que se refiere a infraestructura de carreteras, comunicación, etcétera. Además, a pesar del número de familias asentadas y de algunas alteraciones agrarias locales, no hubo cambio en el cuadro de la concentración de tierras en el plano nacional. Eso porque, paralelamente a los asentamientos, hubo estímulo para la expansión de las grandes empresas en el campo, en especial las encargadas de la producción de granos y de caña con miras a la producción de agrocombustibles. Es así como Brasil sigue siendo uno de los países con más alto grado de concentración agraria, con un índice Gini del orden de 0.85.

En este panorama ambiguo, no se puede negar un conjunto de cambios provocados por esa nueva realidad, inclusive dentro del Estado, que pasó a reconocer los conflictos que surgen y a intentar redireccionar sus demandas, resignificándolas y generando mecanismos institucionales para su encuadramiento. Al mismo tiempo, las demandas provocaron la necesidad de reconocer las necesidades de las diversas poblaciones del campo y de sus necesidades, haciendo que el propio modelo único de asentamientos se flexibilizara para atender la complejidad que brota del medio rural brasileño.

Profesores del Programa de Postgrado en Ciencias Sociales en Desarrollo, Agricultura y Sociedad de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro

Bolivia

Latifundismo boliviano, reto para Evo Morales


Félix Cárdenas, viceministro de Descolonización del Ministerio de Cultura de Bolivia
FOTO: Lourdes Edith Rudiño
  • 20 familias, dueñas de las tierras de calidad

Lourdes Edith Rudiño

Sólo 20 familias poseen la mayor parte de las tierras agrícolas de calidad en Bolivia. Algunas de ellas cuentan hasta con 200 mil hectáreas, y si bien Evo Morales, que arribó en 2006 a la Presidencia del país, ha dado los primeros pasos para una reforma agraria –al determinar un límite legal de hasta cinco mil hectáreas por posesión—, los latifundistas se mantienen intocados pues negociaron con el gobierno que esta regla no fuera retroactiva.

Félix Cárdenas, viceministro de Descolonización del Ministerio de Cultura de Bolivia, afirma que la situación es crítica, no equitativa y tendrá que modificarse, pues esas familias de origen europeo –“que no quieren para nada a Bolivia, pues no es su país”— han gozado en el pasado de concesiones a cambio de nada (la propia tierra y condonaciones de deuda de recursos públicos que les hacían con complicidad los gobiernos de derecha en el pasado) y mientras la mayor parte de los indígenas aymaras, quechuas y de otras 34 etnias presentes en Bolivia no tienen ni una hectárea.

En entrevista –en el marco de una conferencia que dio en la Universidad Autónoma de México, unidad Xochimilco–, el funcionario explica que la prohibición del latifundio ya existía en la anterior Constitución de Bolivia, pero no se definía qué significaba latifundio. El gobierno de Evo Morales sometió a votación popular el concepto y se determinó y legisló que de cinco mil hectáreas en adelante cualquier posesión sería latifundio e ilegal.

“Esa medida sigue y seguirá siendo excesiva mientras haya indígenas que no tienen ni una hectárea, pero era la forma de negociar con la gente de derecha que generalmente es dueña de periódicos importantes, de medios de televisión influyentes que han hecho terrorismo mediático en contra del gobierno, con el mensaje de que se venía encima una dictadura, un socialismo (...) Para viabilizar la aprobación de la nueva Constitución no hubo más remedio que ponerse de acuerdo con la derecha y ésta puso como condición, por ejemplo, el tema de la no retroactividad de la ley”.

Optimista, Félix Cárdenas dice sin embargo que en virtud de que el gobierno de Morales logró en las elecciones de diciembre un nuevo triunfo con una votación de 64 por ciento (contra la anterior de 54) y tiene hoy mayoría absoluta en las cámaras de senadores y de diputados, “es posible que ese techo de cinco mil se discuta pues es un insulto para la mayoría de los bolivianos, de los campesinos que han sido arrebatados de sus tierras o que las han perdido por los desastres naturales”.

Y además “tenemos la certidumbre de que el gobierno va a hacer cumplir la normativa de que la tierra cumple una función social, y las que no la cumplan tendrán que retornar al Estado para que éste las redistribuya entre los campesinos que no tienen tierra”, cosa que sí afectaría a las 20 familias.

Explica: antes (del gobierno actual) había disposiciones normativas sobre el tratamiento de la tierra (que regulaban su uso para fines agrícolas con propósitos sociales), pero no se acataban porque esas familias eran parte de las “castas” del poder y “ellos mismos eran los ministros”. Cuando el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) iba a los predios de esta gente a comprobar si realmente utilizaban la tierra para producir alimentos, observaba que las vacas que estaban en un rancho aparecían luego en otro al momento de ser verificado. “En Bolivia los perros hacen de pastores, y cuando se trasladaban las vacas, también iban los perros, eso no lo podían controlar. Entonces un mismo perro estaba en varios lugares”.

Así, “los terratenientes argumentaban que tenían producción y ganadería, pedían préstamos al gobierno y los gobiernos, como eran de ellos, les prestaba, y luego se declaraban en quiebra y el gobierno les condonaba. Esa fue la forma perniciosa, permanente de enriquecerse a costa del Estado”.

Esas 20 familias son descendientes de europeos que en el pasado llegaron a Bolivia desde Croacia, Alemania y otros países en el marco del interés de las autoridades de entonces de “blanquear a la gente, de limpiar lo indio” y también del interés de captar recursos económicos. “A ellos se les entregó tierras con preferencia y a los indígenas se les arrebató la tierra. Eso no puede ocurrir más. Es una casta que ahora está en serios problemas”.

El viceministro comenta que la revolución boliviana de 1952 implicó una reforma agraria pero que fue una farsa, un juego de manos. “Los empresarios de las minas, que también eran patrones en el altiplano, fueron expulsados de esa zona pero se trasladaron a las tierras bajas y se apropiaron de ellas, expulsando a los pueblos indígenas”. Y si bien es cierto que tierras que eran de los patrones fueron distribuidas entre campesinos, el Estado se olvidó de brindarles apoyo, los dejó “bajo su propio riesgo” y no pudieron hacer producir la tierra.

“Por eso ahora el gobierno está diciendo que hay que hacer la revolución agraria de otra forma, y la gente que ha salido del país (campesino o no) tiene la posibilidad de volver, y se les entrega tierra y apoyo técnico y económico para fomentar y entrar en el tema de la soberanía alimentaria”. Explica que esta decisión todavía no define cuánta tierra entregará, “pero no serán posesiones individuales, sino colectivas. Tendrán que conformarse grupos de gente que acepten vivir en algún lugar, hacer comunidad y luego tendrán las posibilidades del apoyo del Estado”.

Félix Cárdenas –quien sostiene que Bolivia está en un proceso de muerte y parto en las formas de ver, de ser y de hacer, pues se está descolonizando, es decir abriendo una forma de desarrollo nueva, sin precedentes (que está apenas en definición) para la población, que en 70 por ciento es indígena— dice que hay peligros para el país, pues éste cuenta con grandes riquezas en litio y gas, “y debemos prever que al ser dueños de estos recursos no van a faltar los pretextos, como ocurrió con Iraq y otros países, que en nombre de la democracia, son invadidos. Por eso hay que pensar seriamente que el pueblo boliviano tiene que estar preparado ante cualquier agresión. Estamos en el ojo de la tormenta, y sólo nos da confianza la movilización permanente del pueblo boliviano, que es lo que ha logrado arrinconar a la derecha y es lo que va a continuar logrando este Estado plurinacional”.

Chihuahua

Conflictos y movimientos agrarios

Víctor M. Quintana S.

La lucha agraria acompaña la historia de Chihuahua. Los antecedentes inmediatos de la Revolución de 1910, de la que este estado norteño fue cuna, remiten a las movilizaciones de los pueblos de los distritos del oeste y noroeste de la entidad por recuperar sus tierras arrebatadas por caciques y latifundistas. Los contingentes orozquistas y villistas de la gesta revolucionaria estaban formados y motivados en buena parte por rancheros que buscaban defender o acceder a un pedazo de tierra.

No para la derrota de los ejércitos campesinos y populares y la “reforma agraria desde arriba” la lucha del agrarismo chihuahuense. Los años 20s y 30s ven de nuevo a campesinos armados demandando tierra. Algunos la logran en forma de ejidos, otros en forma de colonias estatales o colonias nacionales. Es de destacarse la gesta de Socorro Rivera y compañeros, que luchan por el reparto del latifundio Babícora, propiedad del magnate estadounidense de la prensa Randolph Hearst, que los lleva a ser asesinados por las guardias blancas de éste en 1938. Sin embargo, la lucha da sus frutos, pues la Babícora comienza a repartirse en ejidos en los mismos años 30s y la Baja Babícora se reparte en siete colonias apenas en 1954.

Al cumplirse los primeros 25 años de los certificados de inafectabilidad ganadera, a mediados de los años 6Os, hay un gran ciclo de movilizaciones agrarias en Chihuahua. Las dirige en su mayoría la Unión General de Obreros y Campesinos de México (UGOCM), de Jacinto López. En Chihuahua comandan el resurgimiento agrarista Arturo Gámiz, el doctor. Pablo Gómez y Álvaro Ríos. Los dos primeros pasan de la lucha agraria a la guerrilla rural. Álvaro seguirá combatiendo por la vía pacífica hasta el final de sus días como dirigente de la UNORCA. Las batallas pacíficas y hechos como el ataque al cuartel de Madera el 23 de septiembre de 1965, o el del ataque al aserradero de Tomóchi en el verano de 1968, por el grupo guerrillero comandado por Óscar González Eguiarte, no son en vano. Logran que se repartan algunos latifundios que aún quedaban, como el de Bosques de Chihuahua, en 1971.

De entonces en adelante, el grueso de las movilizaciones agrarias han sido más bien defensivas. Las han conducido la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC) a principios de los años 80s y posteriormente el Frente Democrático Campesino y El Barzón. Aquí debe destacarse la lucha por la recuperación las tierras ejidales de Palanganas, en Casas Grandes, donde ambas organizaciones logran la restitución de 11 mil hectáreas a los ejidatarios en 1997.

Actualmente la situación ha cambiado en la mayor parte del estado, salvo en la Sierra Tarahumara. La emigración de la inmensa mayoría de los municipios, sobre todo del llano, donde no habitan indígenas, ha disminuido la presión sobre la tierra. La conflictividad agraria, sin embargo, no ha disminuido. Se manifiesta de muy diversas formas: mancomunes con documentos denominados “hijuelas” que datan del siglo XIX y no se han regularizado; posesionarios de terrenos ejidales; posesionarios inmemoriales de terrenos nacionales y/o pequeñas propiedades, y sobreposiciones de ejidos. Las demasías de la pequeña propiedad ganadera se estiman en más de 300 mil hectáreas en el estado; por otra parte hay todavía faltantes de terrenos dotados en la resolución presidencial, y en las pasadas dos décadas se ha disparado la compra-venta de terrenos ganaderos con excedencias por parte de menonitas para convertirlos en zonas de riego (Datos proporcionados por Martín Solís, de El Barzón).

Ahora bien, en estos años recientes, el grueso de la problemática por la tierra, así como los movimientos más significativos se concentran en la Sierra Tarahumara. Ahí las comunidades indígenas, rarámuris sobre todo, se las han tenido que ver con los negociantes que acosan sus territorios como hidra de mil cabezas. Una primera forma de despojo a los terrenos comunales es que, al terminar la Revolución, muchos de ellos fueron considerados como “terrenos nacionales”, sin tomar en cuenta a los indígenas que tenían posesión –a su modo– de ellos desde tiempos inmemoriales. Los “chabochis”, es decir, los mestizos negociantes, denuncian los terrenos, se los adjudica el gobierno y luego quieren echar a los indígenas de donde siempre han vivido. En este tipo de problemática se ubican las luchas de las comunidades de La Laguna en Bocoyna y Repechike, también en Bocoyna.

Vienen luego los casos en que los ganaderos invaden terrenos de la comunidad indígena, a veces aprovechándose de los mestizos que son parte del ejido. Es el caso de las comunidades de Bakéachi y Wawachérare en el municipio de Carichí. Gracias a una adecuada combinación de la movilización comunitaria y la asesoría legal, estas comunidades han recuperado sus tierras. Aunque ocasionó el asesinato hace menos de un mes al licenciado Ernesto Rábago, compañero de la abogada agrarista Estela Ángeles.

La tercera forma de despojo, la más actual, la más extendida, es la que emprenden los proyectos turísticos en la Sierra Tarahuamara en contra de las comunidades indígenas. Aquí destacan los casos de las comunidades de Recowata, Abogato, Bacajípare y El Madroño, entre otras. La construcción del teleférico de las Barrancas del Cobre y todo el “desarrollo” turístico que se hará en torno a él significa un despojo y una invasión real a varias comunidades rarámuris. En total, según la ONG Consultoría Técnica Comunitaria, AC, y el Programa Interinstitucional de Apoyo al Indígena, existen 22 casos agrarios, 11 de ellos documentados, en que las comunidades indígenas han sido afectadas por proyectos turísticos gubernamentales o privados. En los casos documentados se afecta a mil 712 familias de 11 comunidades en una superficie de 115 mil 79 hectáreas (Datos proporcionados por Diana Villalobos, de CONTEC).

Nadie puede decir, pues, que en Chihuahua se haya levantado la “bandera blanca” del fin del reparto y de los conflictos agrarios. Mientras haya hombres y mujeres del campo sedientos de justicia por su tierra y sus recursos naturales, la lucha seguirá cundiendo por los llanos dorados y los cerros de pinos y los barrancos a tajo.