algo del palacio de Jaipur donde he visto maravillas, joyas, espadas, hachas de doble filo, armas con puño de oro, muy estilizadas por los orfebres pero con su utilidad específica, unas servían para cazar tigres, otras leones, flechas para matar halcones al vuelo; espejos con marcos garigoleados, retratos de mujeres depositando ofrendas a las diosas para no quedarse viudas, la mayor desgracia que puede ocurrirle a una mujer en la India; muchas cunas hermosas con ángeles de la guarda; palanquines cada vez más elaborados y suntuosos, miniaturas, estatuas, puertas de bronce y madera recamada, hermosas vistas del valle desde los múltiples balcones construidos para que el marajá en turno y sus concubinas gozasen del paisaje; enfrente bellas fuentes con surtidores de agua, y casi todo pintado color de rosa, el color del sentimiento, de la juventud primera –¿no se visten las quinceañeras de rosa?–; además, bellísimos patios con muros tapizados de espejos y botellas en bajo relieve al estilo de Giorgio Morandi, ejecutadas 200 años atrás (lo he mencionado a menudo en este mismo espacio, me impresiona su regularidad, la perfección del trazado y cierta semejanza con algunos de los cuadros de los mexicanos que formaron el grupo sin grupo de la Generación de la Ruptura, Vicente Rojo, por ejemplo, quien abruptamente rompe esa simetría con un dibujo irregular que se sale del contexto y descuadra el orden aparente de las cosas).
Salgo y una señora se me –nos– acerca, obviamente una paria, su traje en jirones, la cabeza cubierta con un velo manchado y desgarrado, los ojos como siempre muy bellos, y los dientes, inmaculados, blancos, parejos, sonrisa de modelo. Se me acerca, se nos acerca –somos un grupo de turistas guiados por un imponente bigotudo que alguna vez perteneció a la casta de los militares, degradado por la vida a simple guía pero cuyo comportamiento es marcial y que nos trata como si fuésemos cretinos disfuncionales. Nos ve –la mujer– y con un movimiento rapidísimo se pone de espaldas: lleva detrás un bulto, es una niña o de un niño como de dos años: ostenta un enorme tumor purulento en el costado, lo miro –lo miramos– horrorizada(os) y a mi vez le doy –le damos– la espalda. Se vuelve intolerable, nos persigue y nos pide limosna con voz melodramática, su segunda naturaleza, no cedemos, pero dentro de nosotros, o por lo menos dentro de mí se produce la náusea, esa náusea repentina y constante que en la India nos persigue como la belleza y la mutilación.
Al atardecer salimos a pasear, recorremos los mercados. Luz se compra un camisón unisex de magnífico algodón de un rayado colorido y sorprendente. El barrio huele mal, a desagüe, a verduras podridas; pasan muchos transeúntes, una mujer se detiene y nos habla, de nuevo la voz lastimera, irritante –¡cómo me irrita irritarme! va mucho más allá de mis fuerzas, es totalmente instintivo–. Volteo y veo una mujer desdentada con el rostro y los brazos –salen de los agujeros entre los harapos– carcomidos por la lepra.
Emprendo un nuevo viaje, el tercero, esta vez con Myriam Moscona. Salimos de Delhi, vamos solas en un coche con nuestro chofer Khalil, musulmán que adora a sus padres y que no acata ese precepto hebreo, procedente del Talmud que a la letra dice Los padres quieren a sus hijos y los hijos a sus hijos
, precepto que me transmitió mi hermana Susana.
Debido al intenso tráfico nos detenemos, de inmediato, aquí todo es súbito, la gente aparece y desaparece como fantasmas; pide limosna, con la misma voz lastimera que parece salir de una grabación interna. Tendrá 15 años, sonrisa perfecta –resulta incomprensible cómo en medio de tantas privaciones tadavía varios mantengan sanos los dientes–; extiende la mano, es un muñón sangriento, la sangre aún fresca corre por el brazo: reaparece la náusea, el sentimiento de repulsión, la culpa, el odio, la negación. Lo escribo y revivo con precisión y fuerza descomunal los mismos entreverados sentimientos.