Impera un régimen que jura lealtad a Moscú pero ejerce el poder con autonomía
La represión llevó a separatistas a aliarse con islamitas radicales; el resultado, olas de atentados
Jueves 8 de abril de 2010, p. 23
Moscú, 7 de abril. A finales de la década anterior, en pleno ocaso de la era del entonces presidente Boris Yeltsin, el Kremlin tenía dos problemas: uno de sucesión y, el otro, de secesión, esto es, necesitaba catapultar la popularidad del relevo seleccionado por la élite gobernante, Vladimir Putin, y evitar la independencia de Chechenia.
Se apostó por la fuerza como doble remedio, lo cual permitió encumbrar a Putin, que había prometido ahogar en los excusados
a los separatistas chechenos, repudiados por la población rusa desde que se les atribuyó una serie de atentados en viviendas de Moscú y otras ciudades del país, y supuso devastación y cientos de miles de muertos y refugiados para Chechenia.
Once años después, en el Ejecutivo bicéfalo que despacha en el Kremlin y desde el cargo de primer ministro, Putin sigue siendo el que tiene la última palabra en la toma de decisiones y, tras chechenizar el conflicto y favorecer al clan de los Kadyrov que ahora persigue a sus antiguos aliados separatistas, Chechenia sigue perteneciendo a Rusia.
El precio de ese pretendido arreglo
político ha sido tolerar en Chechenia un régimen autoritario que, de palabra, jura lealtad a Moscú y, en los hechos, ejerce una autonomía que jamás soñaron los líderes independentistas.
Diez años de violencia
La guerra, entendida propiamente como tal, con empleo de tanques y aviación pesada, estalló el primero de octubre de 1999 y duró pocos meses, hasta la conversión en ruinas de Grozny, la capital chechena, en la primavera de 2000.
Desde entonces, y hasta la fecha, no cesa el derramamiento de sangre en Chechenia y, lo que es inequívoco signo de empeoramiento de la situación, se ha extendido a todo el Cáucaso del Norte, sobre todo a Ingushetia, Daguestán, Osetia del Norte y Kabardino-Balkaria y, por ahora en menor grado, Karachayevo-Cherkesia y Adiguea.
Los separatistas chechenos, recomponiendo su estructura operativa tras la muerte sucesiva de sus máximos dirigentes en la clandestinidad hasta que asumió el liderazgo Doku Umarov hace cuatro años, se replegaron a las montañas y adoptaron la táctica de guerra de guerrillas.
Con mayor o menor frecuencia realizan incursiones, emboscadas y atentados contra las fuerzas federales y los integrantes del régimen formalmente pro ruso, como la que costó la vida al fundador de la actual dinastía gobernante en Chechenia, Ahmad Kadyrov, asesinado en un atentado con bomba en mayo de 2004.
Con la connivencia del Kremlin, Ramzan Kadyrov, el heredero del clan, instauró un régimen que, según denuncian prestigiadas organizaciones de derechos humanos, sustenta su existencia en todo tipo de excesos: torturas, secuestros y ejecuciones extrajudiciales, entre otras aberraciones.
Y conforme se hizo más intensa la represión contra los separatistas –para que se rindieran sus líderes, se llegó a tomar como rehenes a familias enteras suyas bajo amenaza de ser fusiladas–, la guerrilla encontró refugio en las repúblicas colindantes, sobre todo en Ingushetia y Daguestán, donde el wahabismo emergió como alternativa ante las penurias de la población.
En medio del círculo vicioso de la violencia recíproca que marca el Cáucaso del Norte la última década, la región toda devino para el Kremlin un problema cada vez más grave desde que se selló la alianza de los separatistas, al comienzo sólo chechenos, con los islamitas radicales, en su mayoría de la rama wahabita, inspirados y respaldados desde el exterior, Arabia Saudita en primer término.
Esta alianza, vigente desde hace un par de años, suma adeptos en un contexto propicio de corrupción insultante de las autoridades locales en todas las repúblicas norcaucásicas, lucha por el poder entre clanes y mafias, arbitrariedades generalizadas contra la población civil, desempleo masivo y desesperanza entre los jóvenes.
Represión, por un lado, y wahabismo, por el otro, confluyeron para crear las condiciones en que se dan los atentados suicidas que, por imprevisibles en la medida en que no se asimila aquí que para los atacantes inmolarse es un privilegio y no un castigo, están golpeando a Rusia.
El resultado: en tan sólo menos de un año, se han producido en territorio ruso ya 17 atentados suicidas con un saldo mortal de 80 personas y más de 400 heridos.
Similares a los de la semana anterior en el Metro de Moscú, este tipo de ataques son perpetrados, casi siempre, por viudas negras, como se conocen aquí a las esposas o hermanas de separatistas o islamitas radicales abatidos por las fuerzas federales o gobiernos locales en el Cáucaso del Norte.
También se dan casos de mujeres violadas, como represalia adicional por profesar las ideas independentistas o wahabitas, pero detrás de un ataque suicida siempre hay un ostensible motivo de venganza.
Así sucedió con los atentados que llevaron a cabo en el Metro moscovita Maryam Sharipova, de 28 años, esposa de Mahomed-Alí Bagabov (presumiblemente ya muerto), jefe islamita de Gubden, Daguestán, en la estación de Lubyanka, y Dzhennet Abdurajmanova, de 17 años, viuda de Umalat Magomedov, uno de los líderes wahabitas de Daguestán, en la estación de Park Kultury, que causaron 40 muertos y 85 heridos.
Para minimizar la responsabilidad de las fuerzas federales y los gobiernos norcaucásicos cuyas acciones motivan la venganza de las viudas negras, los medios afines al Kremlin difunden que las atacantes suicidas son violadas por los propios separatistas o islamitas radicales o incluso convertidas con drogas por ellos en una suerte de zombis.
Mientras se sigan buscando culpables para castigar, como exigió hace poco el presidente Dimitri Medvediev, en lugar de eliminar las causas que hacen posible que haya gente dispuesta a inmolar su vida por venganza, Rusia seguirá indefensa ante los ataques suicidas.