l día era viento. Fuerte. Meneaba los follajes. Justo al entrar a un pueblo principal de los tzotziles, la exageración del aire me arrebató el sombrero, que echó a rodar sobre el camino rápidamente. Para atajarlo tuvieron que ayudarme los así llamados hombres murciélago, y no el primero que lo intentó, ni el segundo, sólo el tercero logró pescarlo del ala. Rieron todos los que presenciaron el pequeño incidente. Reímos. Ellos de mí, y yo con ellos. Tuve que sacudirlo cuando me lo devolvieron. La mañana estaba de buen humor. La luz era abundante. Ni una sola nube entre el cenit y las montañas desplegadas en los cuatro horizontes.
Sople y sople el viento en sílabas rumorosas y ululantes, como si nunca fuera a llover o ser de noche. Como si la eternidad existiera y fuera así de ventosa y loca. Las agujas de los pinos iban y venían en agitado balanceo, como barbas de rabinos verdes, como profetas viejos a merced de una tarde irreverente. Los platanares y los cafetales se inclinaban ante la burlona majestad del viento.
El incidente me recordó otro, hace unos 20 años, cuando arribé, según yo meritoriamente, a las montañas mazatecas y al entrar al pueblo principal de la sierra, seguido por los niños que imitaban a los gansos y observado por los mayores, tropecé mis pasos que se querían dar importancia en el escalón de la plaza y rodé, con mochila y todo. Un vendaval de risas y exclamaciones me sitió el rostro hasta que terminé de sacudirme el polvo. Aquella fue una más de las lecciones que da el apoteósico ridículo.
En fin. Esta vez, aironazos de por medio, me ofrecieron alojamiento con agradecible sencillez. Dormí como piedra y desperté temprano. Me dí una ducha helada, y me vestí como a veces acostumbro, de abajo para arriba, comenzando por los calcetines. Por unos segundos, en cueros o con calzones y calcetines, uno así ha de verse de risa.
Ya me esperaban los principales y sus secundarios, serios.
***
Maniatado, montado en una mula, que es arisca o se hace (así que para fines prácticos es arisca). A punto de llover. Chicos truenos redundantes, nubes espesas, olor a barro, hierba y resina. Monto mirando para atrás como reo, como payaso, como tonto de pueblo. Ya patearon al bruto, ya lo azuzaron con chasquidos y chicote, ya le soltaron la rienda. Yo, en mi doble condición de jinete y bodoque, ciertamente no llevo rienda alguna.
Abrupta la marcha, a trote firme y confuso. Sin cómo agarrarme, aprieto la grupa todo lo que puedo para no caerme en las pendientes sucesivas.
Confío en la ausencia de instinto suicida de la bestia, en su maña y en su fuerza. Si el paisaje al que vamos más allá de los cerros, las hondonadas y los vados es como el que ahora ven crecer en la distancia mis ojos trasportados a lomo y mirando lo que dejan atrás, como el Angelus Novus de la historia que dijera Walter Benjamin, entonces ya la hicimos, no todo está perdido: la belleza vive en todo, a salvo del ridículo que significa dirigirse al futuro de espaldas, pero hacia adelante y decididos.