n programa de Tv-CNN, dirigido por Carmen Aristegui, se enriqueció nuestra perspectiva de la descomposición en zonas enteras del país, precisando que las guerras hoy empeñadas en México son tres y no una, como se ha dicho falsamente: no sólo la guerra
en contra del crimen organizado
, sino la guerra entre esferas del poder (entre policías y policías, eventualmente entre policías y ejército), y todavía otro tipo de guerra: la que efectúan los 900 grupos y más de pandilleros, de éste y del otro lado de la frontera, con el fin de aterrorizar, chantajear, imponer su poder sobre el civil, etcétera, y por supuesto cruzadas estas legiones de mercenarios con el dinero de los capos de las mafias. Todavía habría que añadir las batallas cruentas entre las mafias que luchan por el control de los territorios.
No sólo guerra entre la autoridad y los bandidos ni entre policias y bandidos, sino en el interior de las policías y de los bandidos, todo con un fin: ablandar, amedrentar, doblegar a las autoridades y poderes establecidos, pero también a la ciudadanía, a la sociedad civil. Imponer otro orden fundado en la fuerza y la violencia (del dinero y las armas). El método más socorrido: la corrupción y la impunidad, matriz del desastre que vivimos en México.
El hecho es que la mayoría del país rechaza ya la presencia del ejército en las calles: más allá de las normas jurídicas y constitucionales, y por encima de la decisión presidencial, y tal cosa porque el ejército en las calles no sólo infunde un grave y explicable temor, sino porque de sus acciones se desprenden no sólo daños colaterales
, sino frecuentes violaciones a los derechos humanos, porque su conducta crea ya daños irrecuperables, como la muerte de dos estudiantes del Tec de Monterrey. Por supuesto, el silencio y las palabras balbuceantes de autoridades locales y federales alimentan esa convicción y ese descrédito. El ocultamiento y el disimulo son parte esencial de nuestras culpas.
Muchos mexicanos reviven en estos días los tiempos del 68, o de la guerra sucia (1970-1982), o de los muchos asesinatos de perredistas después de 1988, o de los arteros ataques, también por la anexa vía de los paramilitares, a las zonas zapatistas en Chiapas, de donde resultaron la masacre de Acteal y otros lugares, o la matanza de Aguas Blancas y ahora el ya famoso asesinato de estudiantes en una fiesta en Ciudad Juárez, o de cerca de una decena de parroquianos
en un bar de Torreón, o la recientísima de tres ciudadanos estadunidenses en las calles de Ciudad Juárez. Y ahora la de estos dos estudiantes del Tec de Monterrey. Estos crímenes no pueden ser atribuidos en su totalidad a elementos del Ejército Mexicano, pero ¿ninguno de ellos? ¿Y dónde están las explicaciones relativas a estos crímenes? La cuestión es que la ausencia de esclarecimiento y transparencia
deja abierta la especulación y las presunciones, aun cuando parezcan descabelladas.
No tan descabelladas si recordamos que las presunciones excesivas de un momento se convirtieron después en hechos consumados y documentados. ¿Quién podía creer en su momento que la gran provocación que llevó al asesinato masivo de estudiantes en 1968 estuviera fraguada por el Estado Mayor Presidencial (de Gustavo Díaz Ordaz), según lo han demostrado Julio Scherer y Carlos Monsiváis (Parte de guerra, 2008), y más recientemente, en su ultimo libro, Carlos Montemayor (La violencia de Estado, 2009)?
Y es que en ninguna línea de mando es suficiente la instrucción, que como toda voz humana es infra o hiperinterpretada, y abandonada a la operación espontánea de un cuerpo en que la fuerza, la violencia y hasta la irresponsabilidad constituyen su ser más íntimo.
Por eso se exige cada vez con mayor vigor que el ejército regrese a sus cuarteles, porque es causa acrecentada de la violencia que se traga al país, y no su moderador. Es ya el momento de que Felipe Calderón recapacite y corrija, y considere la complejidad de nuestras guerras, que no se limitan al ojo por ojo, sino que en ellas está implicada la conducta entera y la cultura del país: el futuro de la sociedad mexicana en su totalidad.
Se habla de descomposición y crisis porque el afán de lucro y poder ha barrido con cualquier referencia a valores o a princpios éticos (y de mínimo respeto a los derechos humanos, de uno y otro lados). Y esto, en la dimensión que lo vivimos, resulta una catástrofe de consecuencias colosales. Por supuesto, sin flagelar a una sola de las partes porque el consumo, el negocio de las armas, los crímenes incontables se dan también alegremente en Estados Unidos, con raíz en las mismas cuestiones: corrupción, soborno, violación de la ley. Pero ellos, ahora, son más discretos y pragmáticos (relativamente) para el éxito de sus negocios.
La cuestión en México es aprender de la historia y de las historias pasadas, aquí y en otras partes del mundo. Muchos han puesto de relieve incontables debilidades de la personalidad de Felipe Calderón. Subrayemos todavía una: no saber escuchar, que lo sitúa entre los hombres necios y fatalistas que prefieren que se hunda el barco antes que corregir.