ué hace completo a un hombre (de letras, en este caso)? ¿Lo que sabe, lo que puede, o lo que decide hacer con lo que sabe y puede? Carlos Montemayor fue, desde joven, un sabio humanista, un traductor impecable de los poetas latinos, él mismo un fino poeta en castellano, y pronto, creador de una pequeña (por su extensión) joya de la literatura mexicana: Las llaves de Urgell.
Pero al mismo tiempo (en un humanista tan robusto como él, mucho sucede, mucho se piensa al mismo tiempo), desarrollaba un inquisitivo interés por lo que sucedía en México.
En el México de la lucha, el de los de abajo. Era uno de los jóvenes del 68. Se interesó en nuestros pueblos indígenas, en los grupos de insurgencia armada y en las protestas civiles del fin de siglo. Hizo aportaciones a la historia de las guerrillas mexicanas, y las documentó también desde la novela, el ensayo crítico, y de un modo peculiar, desde un activismo discreto y eficaz.
Siendo un académico de tan serio prestigio y fundamentadas credenciales, formado en nuestra alma mater, y sabedor de los movimientos sociales con una peculiar perspicacia militar derivada de sus estudios de la historia romana, supo hacerse oír por las fuerzas armadas en sus propios recintos, y se mantuvo siempre como interlocutor de los movimientos sociales, que lo respetan y han respetado.
Para los zapatistas de Chiapas, a quienes atendió y respaldó desde el primer momento, en 1994, Montemayor supo ser un compañero. Del mismo modo, por su capacidad de diálogo, el movimiento eperrista confió en él como mediador hasta el último momento. Había contado sus historias, las había heredado. En parte gracias a ellas, era un hombre libre.
Todo lo que podía como autor, como artista, como interlocutor de estatura ética, y con la validez de lo que sabía (porque lo había estudiado, y porque era un hombre sabio), decidió ponerlo al servicio del pueblo mexicano, del cual él formaba parte.
Comprendió pronto, y como pocos, la importancia de la nueva escritura en lenguas indígenas. También allí fue activo aprendiz y maestro. Impartió talleres, tendió puentes entre lenguas y entre paisajes, editó la obra de decenas de autores mayas del sureste, y pronto los de todo el país. Se comprometió con la escritura de los pueblos indígenas y al hacerlo dejó una impronta prefunda en éstas nuevas literaturas.
Carlos Montemayor supo y pudo, y decidió encontrarle sabor y no sólo saber a la vida. Lo académico no le quitó nunca lo valiente. Bien que tradujo y condimentó los cármenes de Catulo y los Carmina Burana. Además, amigo de la ópera y refinado tenor. Quién como él.
Nos va a hacer falta.