¡Corre, niño, corre!
n la fotografía el salón de clase parece mucho más amplio de lo que es. También las paredes se ven tersas y bien pintadas en los tramos que no están recubiertos por mapas, cartillas de higiene y consejos para lograr una buena alimentación: Comer frutas y verduras es saludable.
Toma agua en vez de refrescos.
“Di No a la comida chatarra.” En una cartulina hay otra norma: Haz ejercicio. ¡Corre!
Por primera vez la escuela aparece fotografiada en un periódico. Julia es una de las profesoras que en l986 estuvieron presentes en la inauguración del plantel. Fue una mañana fresca y luminosa. La jefa de zona y el director estaban sentados tras una mesa cubierta con un fieltro verde-simbólico. Cerca, de pie, la plantilla de maestros en actitud marcial. En derredor del patio, con sus camaritas en mano, los padres de familia esperaban la oportunidad de atrapar los instantes memorables de la ceremonia: los niños saludando a la bandera, los profesores al frente de sus grupos, el vuelo de los globos tricolores obsequiados por el dueño de una tlapalería.
Aquella mañana, en el patio atestado de niños, maestros y padres de familia, Julia pronunció un discurso acerca de los beneficios de la educación y los peligros de carecer de ella. En un arranque lírico insistió en que el camino a la escuela es siempre un trayecto hacia la luz, la dicha y la libertad que sólo puede surgir del conocimiento. El entusiasmo con que la aplaudieron la estimuló para hablar de su experiencia personal cuando era niña.
Julia recuerda sus palabras como si las hubiera improvisado ayer y no hace 24 años: “Nunca olvidaré el lunes en que hice el primer recorrido de mi casa a la escuela. Mi madre iba tan emocionada como yo y, temerosa de que llegáramos tarde, me decía: ¡Corre, niña, corre!” Fue algo tan especial que aún conservo el olor de mi ropa y mi mochila nuevas. Y qué decir del momento en que, ya sentada en mi pupitre, escuché la orden de la profesora: “Todos: saquen su regla y su bicolor. Con mucho cuidado tracen los márgenes en su cuaderno.”
En la ceremonia inaugural a Julia le hubiera gustado describir con mayor amplitud su primer día de escuela, pero el gesto somnoliento de los niños le aconsejó concluir su discurso con una frase que involucrara a los recién inscritos: “Aunque ustedes no lo crean, al paso de los años recordarán esta mañana con la emoción con que yo evoqué mi primer viaje a la escuela y el tono de mi madre diciéndome: “¡Corre, niña, corre!”
II
Tuvo que esforzarse mucho para terminar la frase antes de que las lágrimas se lo impidieran. Hubo nuevos aplausos. Los padres se acercaron para agradecerle por adelantado la obra benéfica que iba a hacer a favor de sus hijos. Luego tomaron fotos del auditorio, de los patios y de las aulas aún olorosas a pintura conforme iban siendo ocupadas por los niños.
Según la norma, sólo debían instalarse veinte alumnos por salón pero hubo años en que, debido a la demanda y a la falta de nuevos planteles, el cupo se duplicó. A la hora del recreo, mientras los niños jugaban bajo su vigilancia, los maestros protestaban por la sobrepoblación.
Ahora se lamentan de que a los salones, antes repletos, asistan sólo cinco o seis alumnos.
III
“Estaba tan asustada que no sabría decirle en qué momento sucedieron las cosas. Recuerdo el ruidero de los disparos, los gritos, la gente corriendo como loca. En ese momento sólo pensaba en mi hijo. Lo agarré de la mano y le grité: ¡Corre, niño, corre!”
IV
Mañana antes de las ocho Julia tendrá que presentarse en la escuela y esperar, como el resto de los profesores, a que lleguen sus alumnos. Cada vez son menos. Ayer en el patio había cuando mucho l50 y a su salón entraron sólo cuatro: Emma, Juan Ángel, Víctor y Noemí. Son los que aparecen en la foto del periódico bajo un encabezado: Se sobreponen al miedo.
Julia recorre la imagen con el índice mientras se pregunta cuál de esos niños faltará a clases mañana, no por gusto sino por decisión de sus padres. Consideran que es la única forma de protegerlos contra la violencia anónima y brutal que se ha ido apropiando de las calles, los parques, los restoranes, los comercios, los templos. También de las casas y de las escuelas.
Julia dobla la hoja del periódico y la pone junto a su material de trabajo para mostrársela a sus alumnos mañana, antes de que comience la clase. Quiere que se sientan orgullosos de ser los sobrevivientes del terror, los auténticos niños héroes. En el salón, sus comentarios y sus risas tendrán el eco que se produce en los espacios vacíos o casi, rectifica Julia para exorcizar la posibilidad de sentarse a su escritorio ante veinte pupitres ocupados por veinte ausencias.
Aun frente a esa posibilidad tiene que preparar la clase y olvidarse del miedo que ella también siente cuando sale de su casa, camina al paradero del camión, lo aborda, desciende en la escuela y entra a toda prisa como si temiera llegar retrasada y ponerles un mal ejemplo a sus alumnos. Nunca les confesará que es el miedo lo que la impulsa a buscar refugio en la escuela.
Va directo al salón de maestros y marca en su celular los números de su esposo y de sus hijos. A cada uno le pregunta lo mismo: ¿Llegaste bien?
Cuando no logra comunicarse piensa en lo peor y se pasa la mañana temiendo que sus seres amados hayan caído víctimas de la violencia. Ante ciertas noticias es tal su miedo que piensa en sacar a Estéfano y a Sandra de la preparatoria. Los prefiere ignorantes que muertos.
También considera la posibilidad de sugerirle a su esposo que cierre el merendero. Las ganancias son cada vez menores porque ya pocas familias se atreven a frecuentarlo. Sienten pánico de la violencia que se desencadena a todas horas, sobre todo en las noches erizadas de motores, de gritos, de carreras, de balas, de cadáveres y de sangre.
Al final Julia se sobrepone y razona. No puede hacer lo mismo que les reprochaba a los padres de sus alumnos cada vez que iban a verla para decirle que sus hijos no volverían a la escuela. Ahora ya no se resiste a su voluntad. No quiere cargar con la responsabilidad si a alguno de esos niños le sucediera algo malo. Está resignada a permanecer toda la mañana en un salón semivacío procurando despertar el interés de sus cuatro alumnos y de mantener su atención.
No es fácil. Emma, Juan Ángel, Víctor y Noemí se sobresaltan cada vez que escuchan un ruido fuerte, una sirena, una alarma, un grito, un motor. Antes era distinto. Julia tenía que ser muy cuidadosa para que sus veinte alumnos no se distrajeran al oír la rúbrica con que se anunciaba el carrito de helados, la música procedente de una tienda de ropa, el claxon insistente de un conductor apresurado o los pregones de los comerciantes.
En aquellos días, aturdida por el barullo, a Julia le daban ganas de salir corriendo e imponerle silencio a todo el mundo. Ahora daría cualquier cosa por oír los sonidos que eran ecos de una vida normal en que los niños iban a la escuela sin temor y las familias asistían al merendero para recuperar sabores y conversaciones.
V
“Tengo que ir a trabajar y aunque adore a mis hijos no puedo cuidarlos todo el tiempo. Cuando salen de la casa para venir a la escuela les doy su bendición y les digo: Si llegan a notar algo raro en la calle no se detengan a ver: ¡corran, niños, corran!”
VI
Julia desdobla la hoja del periódico. En la fotografía el salón sigue pareciéndole más grande de lo que en realidad es, o será que lo ocupan nada más cuatro alumnos: Emma, Juan Ángel, Víctor y Noemí. Ella es la única que no aparece inclinada sobre su cuaderno. Mira hacia la ventana con expresión triste. Julia sabe por qué: extraña que su padre no se asome para saludarla como solía hacerlo cuando pasaba por allí para entregar la ropa de la tintorería en donde era repartidor.
Una mañana el hombre no se asomó por la ventana del salón, ni cubrió su ruta: una bala perdida lo mató. Su cuerpo quedó a media calle junto a las prendas protegidas con fundas de plástico que brillaban bajo el sol. Eso ocurrió hace un año. Aún se ignora quién fue el asesino.
La madre de Noemí todavía no logra superar el dolor de la pérdida y ya no tiene esperanza en la justicia, pero sigue llevando a su hija a la escuela. La niña abre sus libros, cierra sus cuadernos, guarda sus lápices, repite la lección: todo como una autómata.
Cuando Julia descubre a Noemí observando las cartulinas que enumeran los principios de una vida sana, prefiere no imaginar lo que estará pensando su alumna. Tal vez Noemí sólo se diga: “¡corre, niña, corre!”