e acuerdo con cifras dadas a conocer ayer por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en enero del presente año la tasa de desempleo en el país se ubicó en 5.87 por ciento de la población económicamente activa, incremento de más de un punto porcentual respecto del mes anterior: esto significa, según cálculos del propio organismo, que en los primeros 31 días de 2010 más de 500 mil personas se quedaron sin trabajo y que el número total de desocupados en el país asciende 2.76 millones de personas.
Los datos referidos permiten ponderar el nivel de postración en que se encuentra inmersa la economía nacional, la cual tuvo, el año pasado, uno de los peores desempeños de su historia –con una caída de 6.5 por ciento en el producto interno bruto– y hoy enfrenta, en la contracción del mercado laboral, uno de los lastres principales para su recuperación.
En adición a lo anterior, debe señalarse que detrás de este incremento de más de medio millón en el número de desempleados, se encuentran otras tantas historias de sufrimiento personal y familiar, ante las cuales el gobierno federal tendría que mostrar, por consideraciones éticas fundamentales, por sentido político y hasta por razones de imagen, un mínimo de sensibilidad.
Sin embargo, y a pesar de la evidencia de que la mayoría de la población continúa enfrentando una situación de crisis económica, las autoridades se empeñan en conducirse con la indolencia y la arrogancia tecnocrática que les ha caracterizado: ayer mismo, al comentar las cifras dadas a conocer por el Inegi, el titular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano Alarcón, calificó como normal
el incremento registrado durante enero en la tasa de desempleo, y lo justificó como “un efecto que se da todos los años (…) debido a la alta generación de empleos eventuales de fin de año”.
La declaración del funcionario pasa por alto el sentir de incertidumbre y zozobra que dicho incremento representa para decenas de miles de familias, y es, además, improcedente, porque omite señalar que las estadísticas del desempleo en nuestro país suelen encerrar en sí mismas una distorsión, por cuanto no consideran al subempleo y a la informalidad: al respecto, son significativos los datos aportados por el propio Inegi en el sentido de que la población que se emplea en el sector informal ascendió, al cierre de 2009, a 12.6 millones de personas, cifra sin precedente en el país.
Por lo demás, es claro que las autoridades no pueden culpar del incremento del desempleo a los ciclos económicos, cuando ellas mismas, en su empeño por trasladar el costo del gobierno –injustificada y desmesuradamente alto, por lo demás– a los sectores mayoritarios, han alentado la aplicación de medidas que constituyen un obstáculo para la creación de nuevas fuentes de trabajo: tal es el caso del incremento en los precios de combustibles, gas, energía eléctrica y demás tarifas públicas, y el aumento generalizado en los impuestos al salario y al consumo, medidas que, en conjunto, afectan la demanda de bienes y servicios, merman las inversiones productivas y llevan al cierre de pequeñas y medianas empresas, todo lo cual genera más desempleo.
Ante tal circunstancia, resulta impostergable que el gobierno federal asuma la responsabilidad que le corresponde en la configuración de este círculo vicioso, que conlleva un enorme costo social para el país, abona al deterioro en el nivel de vida de los segmentos mayoritarios de la población y profundiza los rezagos sociales.
Es necesario, en suma, que la actual administración reoriente sus prioridades y utilice los recursos económicos de los que dispone en la creación de programas y medidas de apoyo inmediato a las franjas afectadas por la contracción en el mercado laboral, y que emprenda, de una vez por todas, la siempre postergada reactivación de la economía y el mercado internos, sin la cual difícilmente podrá garantizarse la creación de puestos de trabajo suficientes y bien remunerados en el país.