arís helado, París radiante. El sol brilla en el firmamento azul, sin una nube, sobre el aeropuerto situado a varios kilómetros de la ciudad. Por la ventanilla del avión, veo estacionarse, uno, dos, cinco aviones que esperan su turno para emprender el despegue. Apenas parte uno, ya hay otros dos que avanzan hacia el campo de espera.
Trato de recordar los primeros tiempos de mi estancia en París. Entonces no sabía que me quedaría tantos años sin verlos irse. Estaba de paso
en Francia, sin intenciones definidas, dejándome al azar, acaso el mejor conductor en la corta vida que nos es dada. Iba a París, regresaba a México. Ahora –los años van imponiendo las costumbres sin que nos percatemos– voy a México, regreso a París.
Logro acordarme que, cuando mucho, era un avión el que esperaba fuera de la pista: ése en el que yo viajaba. Uno o dos, a su llegada, recorrían un breve tramo para estacionarse frente al edificio del aeropuerto. La caminata en su interior no tenía más de 300 metros. Hoy, del avión al sitio donde se recogen las maletas debe recorrerse a pie kilómetro y medio, sin contar un buen tramo que se hace en un tren interior.
Un enjambre de personas atraviesa por el aeropuerto de Roissy, como lo llaman los franceses, quienes aceptan con dificultades los nombres impuestos: Roissy en vez de Charles de Gaulle, L’Etoile y no De Gaulle, la BN (Biblioteca Nacional) en lugar de François Mitterrand, Beaubourg en vez de Georges Pompidou...
Ante esta muchedumbre que viaja a todas partes del planeta, y que no cesa de aumentar, los optimistas hablan de democratización: todos tienen derecho a viajar y no sólo unos cuantos privilegiados. Así, el viaje, antes una aventura solitaria, se ha convertido en un acto masivo con colas cada vez más largas: para subir o bajar del avión, pasar la aduana, recoger los velices. ¿Qué pasará cuando China, enriquecida y democrática, envíe cien millones de turistas? Futuro que no impide a las buenas conciencias de Occidente reprobar a China por su política natal y al mismo tiempo hablar del hombre como el más peligroso depredador de la Tierra, sobre todo a causa de su reproducción. Pero, ¿acaso no se pusieron los gritos en el cielo, denunciando escandalizados a Borges cuando declaró su horror por los espejos y la paternidad que podrían reproducirlo al infinito?
Un amigo, Henri Legoubin, hace el favor de venir por Jacques Bellefroid y por mí al aeropuerto. En el auto, a pesar de la desintoxicación de la política francesa que nos procuró la estancia en México, caemos en ella: la guerra de la comunicación del Elysée, una declaración sustituye a otra. Villepin, el rival de Sarkozy, aumenta la distancia en la carrera donde está a la cabeza según los más recientes sondeos. Se habla de crisis de nervios en el Elysée.
Entramos a París por el norte de la ciudad. En las calles flota una población proveniente del mundo entero: África, Asia, América, Europa del Este. Los edificios de cinco, seis, siete pisos, se alinean armoniosos. En 1975, no veía las diferencias de época ni estilo. Jacques observa que hay pocos árboles en las calles cuando piensa en la arbolada ciudad de México. ¿Por qué fenómeno geográfico el noreste de las ciudades es pobre y rico el sudoeste?
Cruzamos el Sena. Roland Topor decía que para cruzar el río era necesario el pasaporte, tan distintas son la rive droite y rive gauche. Reconozco mi barrio, la Maub
, abreviación de Maubert, su plaza. Su peculiar estilo de vida, sus clochards, sus esnobismos, su manera estrafalaria de vestir que nadie ahí nota, sus callejuelas. Reconozco de lejos a algunos de los caminantes: la loca que roba cigarros, Irene, modista de alta costura; la dueña del salón de belleza; el patrón del bar inglés. Estoy de nuevo en mis callejuelas, semejantes a las que dejé en México. Nunca se muda uno de su lugar. Se recorren miles de kilómetros en un viaje inmóvil para llegar al mismo laberinto.