a última vez que vi al doctor Barriguete pasé a su lado frente a la puerta de su consultorio en Río San Ángel, pero nuestras miradas no se cruzaron y yo no me atreví ni siquiera a detener mi caminata y saludarlo. Pensé que lo volvería a ver, en mejor ocasión. Estaba de bata blanca en la acera, como si estuviera esperando a alguien para entrar juntos al edificio a su espalda. A mí se me agitó el corazón, porque no podía creer que lo tuviera a mano y no le hablara. Me llevo mejor con la gente en sueños, la trato con más naturalidad que en la realidad. Qué habría opinado él si hubiera leído mi pensamiento, qué habría deducido de las conversaciones que sostuve con él en soledad.
Barriguete fue mi maestro en la universidad hace 40 años. No me perdía sus clases a pesar del horario, que a mí me tocó de cuatro a cinco de la tarde. Él llegaba de traje y se acomodaba ante el escritorio debajo del pizarrón y de cara al grupo de estudiantes. Dictaba de memoria la lección mientras jugaba con una pluma entre los dedos. No se sentaba de forma rígida ni tampoco parecía que cómoda, sino medio inclinado contra el respaldo de la silla de madera. Si entablaba diálogo con nosotros no lo recuerdo, pero sí que era sonriente y que modulaba las palabras con cuidado, como quien se esmera en pulir su caligrafía al escribir. La impresión que daba era que describía con precisión esquemas que hubiera trazado después de mucho estudio y mucha comprobación.
Creo que su tema era la teoría de la personalidad, y era tan claro lo que decía que yo quedaba con la sensación de entender mi historia, que sin las clases de Barriguete me parecía hecha un caos. Me acomodaba con tanta confianza en las diferentes personalidades que él describía, que no me daba cuenta de que si me identificaba con todas, la contradicción me definía como caso perdido. Quién puede ser al mismo tiempo neurótico y sicótico, por ejemplo, o melancólico y atrabiliario. La cosa es que hechos por él, a mí me quedaban todos y cualquiera de los sacos, me los ponía todos más que a gusto.
En aquel tiempo, Barriguete no usaba lentes, pero miraba como el que ve por encima del armazón de sus anteojos. Y sin que yo lo hubiera oído reír nunca, siempre lo vi sonriente. Su aspecto también me gustaba. Correspondía a la imagen de adulto anguloso bien parecido con la que las jóvenes de aquellos años fantaseábamos, de buena estatura y constitución, firme pero delgado, de pelo gris, de piel bronceada, de barba tupida y rasurada.
Mientras fui su alumna en la Universidad Nacional Autónoma de México, era maestra de sus hijos en la secundaria, pero no creo que él hubiera estado al tanto de que yo tolerara la indisciplina de ambos adolescentes sólo porque su papá fuera él. Una vez lo vi con su esposa en una entrevista por televisión. Hablaban los dos sobre la pareja, que era el tema del programa. Y otra vez me pareció que en un anuncio también televisado era él quien jugaba con un niño con un tren eléctrico extendido sobre el piso de la sala de una casa. Él aparecía sentado junto al entramado de vías y el chico de cuclillas y pantalón corto. Cómo me gustaba ese anuncio, del que no recuerdo qué era lo que se anunciaba.
Bueno, es que en 40 años da tiempo de que sucedan muchas cosas. El doctor publicó varios libros. Yo me lancé a las librerías a buscar uno de ellos, de título literario aunque inquietante, Lo que el vino se llevó. No lo encontré. Si lo hubiera encontrado, buscar al doctor para que me lo firmara habría sido un pretexto válido para irrumpir en su presente desde mi pasado.
Hace unos meses me enteré de que sus colegas sicoanalistas le daban un desayuno en un restaurante de moda que a mí me gusta mucho. Me habría encantado asomarme y volver a verlo. Pero no fui invitada ni tenía por qué haberlo sido. Además, el motivo de la reunión era demasiado íntimo y solemne para herirlo con una presencia inoportuna, pues el doctor ya estaba desahuciado y la reunión era para despedirlo.