Editorial
Diversos datos configuran un grave
síndrome social global: el mayor
aumento del desempleo corresponde
al sector juvenil con estudios superiores,
crece el abandono de los estudios
superiores; en los países de
la OCDE se gradúa (en promedio)
solamente el 30% de los estudiantes
que ingresan a la educación superior
no obstante que gozan de todo tipo
de apoyos (becas, hospedaje, alimentos);
en Europa las autoridades educativas
pugnan por que se reduzca la
duración de los estudios universitarios;
en nuestro país, para mejorar
las estadísticas, se da a los estudiantes
toda clase de facilidades para que
se titulen, pues lo hace solamente
una porción muy reducida de los que
ingresan a la educación superior; en
la ciudad de México las instituciones
de educación superior cierran sus
puertas a 200,000 aspirantes, y lo
más grave, estos rechazados se van a
su casa sin protestar; en México siete
millones de jóvenes ni estudian ni
trabajan; en las cárceles mexicanas la
mayoría de los reclusos son jóvenes
sin estudios superiores. La pregunta inmediata, inevitable,
es ¿para qué sirve la educación
superior? En la ideología dominante
la educación superior sirve para conseguir
un empleo, para adquirir un
mejor nivel de vida, entendiendo por
esto una vida con más dinero. No
es pues difícil entender el panorama
descrito en el párrafo anterior: si los
títulos universitarios no garantizan
un empleo ni ganar más dinero, ¿para
qué luchar por un lugar en la universidad?,
¿para qué concluir una carrera
que me está costando tanto esfuerzo
si hay formas de ganar dinero en la
calle, en la economía informal, o de
plano en la ilegalidad?, ¿para qué hacer
el esfuerzo que implica estudiar?,
¿para qué ha de gastar el Estado en
programas universitarios de cuatro o
cinco años de duración si los empleos
de sus egresados no exigirán tantos
conocimientos?
Los beneficiarios del sistema
económico vigente y sus fieles servidores
tienen un diagnóstico, afirman
que lo que está mal es el sistema educativo,
y conjuran cualquier juicio al
sistema económico; afirman que tiene
que reformarse el sistema educativo,
el cual debe responder a las necesidades
de la economía, y para esto no
sirven ni la filosofía, ni las humanidades,
ni las artes, ni las universidades.
El concepto clave de su solución es
“empleabilidad”; afirman que el problema
obedece a que los egresados
de lo que despectivamente llaman
“educación tradicional” son “inempleables”,
inútiles pues. Para este propósito
en México se han inventado y
puesto en marcha, desde hace décadas,
una serie de proyectos “modernos”:
el Conalep, múltiples modelos
de educación media y recientemente
fiascos denominados “universidades
tecnológicas”, ahora reemplazadas
por una nueva ocurrencia, las “universidades
politécnicas”, que titulan
universitarios con dos o tres años de
estudios; pero resulta que los egresados
de estos modelos padecen tanto o
más desempleo que los de las reprobadas
“universidades tradicionales”, con
un agravante: tienen una preparación
especializada que les dificulta moverse
en el cambiante e imprevisible mercado
de trabajo.
El desempleo masivo, incluso
de personas altamente calificadas, no
es un fenómeno ocasional, temporal o
local; es una condición del sistema capitalista,
ni siquiera se resolverá cambiando
el llamado modelo neoliberal
por un “modelo de desarrollo” alternativo
que amplíe el mercado interno
o mejore la distribución del ingreso y
combata la pobreza; el problema es
mucho más grave y complejo, su solución
requiere pasar a un modo de
producción en el que lo determinante
sea la solución de los problemas de la
humanidad y no los intereses del capital
y sus propietarios, y esto evidentemente
no ocurrirá mañana.
Si el desempleo masivo, que
afecta incluso a graduados universitarios,
no puede resolverse ahora
¿qué hacer con la educación?, ¿para
qué sirve ahora la educación? Afortunadamente
el sistema educativo, y
en particular las universidades, no se
han limitado a atender las limitadas
demandas que les presenta el mundo
del capital y han mostrado su trascendente
utilidad en varios campos,
por ejemplo en la ciencia, las humanidades,
en el arte, en el fomento del
pensamiento crítico, en la formación
de conciencia social e histórica, en el
fomento de valores éticos y estéticos.
Ciertamente estas son aportaciones
que no tienen valor monetario o lo
tienen sólo para una porción reducida
de la población mundial. Incluso
la ciencia y la tecnología, que sin
duda tienen importante valor comercial,
éste beneficia básicamente a los
grandes capitales y a un sector muy
acotado de científicos, profesionistas
y técnicos.
Hace dos mil cuatrocientos años
Aristóteles vio con claridad que todo
bien tiene por lo menos dos tipos de
valor; puso él mismo el ejemplo de
unos zapatos: pueden servir para calzar
el pie y también para cambiarlos
por otra cosa (comida, por ejemplo)
o por dinero. Al primero le llamó
valor de uso y al segundo, valor de
cambio. Prácticamente desde su nacimiento
como disciplina autónoma
(a mediados del siglo xix), la economía
ignoró esta distinción y redujo la
noción de valor al valor de cambio;
siendo esta concepción restringida de
valor de gran valor para los intereses
dominantes, se convirtió en la noción
dominante de valor.
El conocimiento, la ciencia, el
arte, la cultura tienen también dos
tipos de valor. Valor de cambio (por
dinero, por honores, por privilegios)
y valor de uso, ya sea práctico (para
resolver problemas, como construir
una casa, escribir un ensayo, curar
un enfermo o solucionar un conflicto
social) o trascendente (como satisfacer
la necesidad vital de entender el
mundo y a los seres humanos y vivir
con razonable felicidad).
La lógica del valor de cambio
se ha introducido hasta la médula
misma del sistema escolar. Al estudiante
no se le estimula a aprender
mostrando el valor práctico y trascendente
del conocimiento, se le
presiona para que apruebe exámenes
con la promesa de buenas calificaciones
o la amenaza de ser excluido de
la escuela. Estas y otras son las motivaciones
externas (premios y castigos)
con las que se pretende que los
estudiantes avancen en sus estudios.
Sin embargo, si la motivación externa
última –que es la obtención del
título– carece de atractivo ¿cuál puede
ser un motor efectivo de la intensa
actividad intelectual que supone una
carrera universitaria?
Ahora que el valor de cambio de
la educación universitaria va en vertiginoso
descenso y que, consecuentemente,
la motivación de muchos estudiantes
flaquea ¿seremos capaces de
ubicar en su lugar los valores de uso
de la educación? ¿de hacer ver a los
estudiantes que tener conocimientos
y ser capaces de hacer cosas es valioso
para ellos y para la sociedad, independientemente
del sueldo previsible?
¿Seremos capaces de transmitirles el
sentido trascendente que tienen el conocimiento
y la cultura?
Manuel Pérez Rocha |