La autonomía Hugo Casanova Cardiel Uno de los atributos históricos de la universidad pública en México es el de la autonomía. Instituciones como la UNAM, la UACM, la UAM, la BUAP o la uanl, por mencionar algunas, incluyen en su denominación dicha característica, la cual ha sido obtenida luego de complejos procesos de negociación y, en no pocos casos, de intensos conflictos. Aunque en diferentes medidas y manifestaciones la autonomía universitaria –que en pocas palabras es la capacidad de las instituciones para decidir sobre sus propios asuntos– constituye uno de los atributos consustanciales a la universidad. Desde el surgimiento de dicha institución en la Edad Media, hasta la universidad del siglo xxi, la autonomía es una constante que se articula al sentido mismo de la institución. Tal hecho, sin embargo, debe ser interpretado con cautela. La autonomía, como la institución a la cual define, tiene un carácter contingente. Esto es, la autonomía se encuentra articulada a su tiempo y a su espacio y, por tanto, no es una sola, ni es monolítica o intemporal. En México la autonomía universitaria ha seguido un singular trayecto del que pueden ser destacados cuatro momentos. El primero en 1910, cuando Justo Sierra, impulsor de la Universidad Nacional, señala que ésta deberá ser una “institución de Estado, pero con elementos tales que le permitan desenvolver por sí misma sus funciones dotándola de considerable autonomía”; el segundo en 1929, al obtener dicha institución el reconocimiento formal de autonomía; el tercero, entre las décadas de los setenta y los ochenta, al extenderse la autonomía a un importante número de universidades estatales; y el cuarto, en las últimas dos décadas, en que la autonomía se ve acotada por la nueva relación entre la universidad y el Estado. Este texto se centra en el último apartado.
A mediados de los sesenta, Ashby planteaba que la autonomía radica en el grado de libertad de la universidad frente a intereses no académicos; en la libertad para distribuir sus fondos financieros; en la libertad para contratar académicos y directivos; en la libertad para seleccionar a los alumnos, para definir planes y programas de estudio, también para definir criterios y métodos de evaluación. Tales factores contribuirían a entender mejor a las universidades y su relación con el entorno, pero también servirían para desarrollar análisis ulteriores. Entre estos, se incluiría la distinción entre libertad académica y autonomía institucional. La libertad académica se refiere a la capacidad de los académicos para desarrollar sus actividades sin más límites que los relacionados con el rigor y la exigencia del saber. A su vez, la autonomía institucional alude a la facultad de las universidades para definir sus alcances. Así, mientras la libertad académica constituye un concepto universal y absoluto, la autonomía institucional es un concepto específico y relativo. La autonomía expresa la capacidad de la universidad para determinar sus fines, definir sus medios y establecer sus canales de vinculación social. En esa dimensión, la autonomía permite estructurar la compleja relación de la institución con su entorno. Particularmente, regula las competencias y atribuciones de los entes internos y externos en las decisiones universitarias. Ochenta años después de haber sido institucionalizada en México, la autonomía constituye un tema de relevancia no sólo para las universidades, sino también para su entorno. En tal sentido, es importante para las instituciones pero lo es de una manera muy clara para la sociedad a la cual se deben tales instituciones. El provecho de la autonomía universitaria es dual, favorece a la universidad y a sus integrantes, pero sobre todo a la sociedad, la cual recibe, en última instancia, los amplios beneficios de la educación superior. ¿Cuáles son los problemas de la autonomía universitaria? Hoy la autonomía de las instituciones universitarias se ve determinada por las cambiantes condiciones de su entorno. Así, de la relativa nitidez con que se podía aludir a los parámetros de la relación entre la universidad y el Estado, se ha pasado en las décadas recientes a un escenario en el cual los procesos y los actores involucrados en los asuntos de la universidad se diversifican de una manera importante. Hay un marco emergente que dispersa el foco de la relación entre la universidad y el Estado hacia una variedad de puntos que, sin disminuir la relevancia de dicha relación, abre nuevos campos de articulación institucional. En el ámbito institucional, se percibe la tensión entre un esquema de gobierno en el que aparecen contenidos gerencialistas frente a los modelos de gestión política y colegiada. En el mismo sentido, la irrupción de la llamada “nueva gerencia pública” en las universidades da un nuevo carácter al gobierno institucional pretendiendo despolitizar sus fundamentos, introduciendo concepciones de clientelismo o de consumo y desplazando el papel participativo de los actores universitarios en las decisiones. Todo ello trastoca el sentido de la autonomía universitaria y disminuye sus márgenes en las propias instituciones. En el ámbito nacional se consolidan modalidades de control y fiscalización que desbordan los alcances de la evaluación y la rendición de cuentas. En ese contexto la evaluación se convierte en un propósito en sí misma, llegando a someter a lo académico. Ni que decir del financiamiento, que ha sido la base orientadora de las políticas nacionales de educación superior y un mecanismo para generar transformaciones que acotan el marco de la autonomía institucional.
En las décadas recientes se ha vivido el ascenso de organismos de alcance internacional. Organizaciones financieras, educativas, o de propósitos múltiples, han impulsado líneas de política global o regional con efectos para las universidades. Sustentadas en su capacidad para otorgar recursos y dictar políticas, entidades como la unesco, la ocde, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, han generado programas con efectos diversos. No puede dejar de mencionarse el establecimiento de redes mundiales y regionales que han influido en el desplazamiento de la autonomía para las instituciones. Por último, es necesario aludir a la creciente presencia del ámbito del mercado y de una visión empresarial que trastoca los márgenes de la razón académica. Tal cuestión resulta especialmente preocupante pues, además de profundizar las desigualdades socioeconómicas en la educación superior, introduce lógicas distantes del saber en la definición de las carreras, en la orientación del currículo, así como en los mecanismos de impartición y certificación del conocimiento. En esa misma línea se inscriben la “educación por competencias”, así como los exámenes masivos y estandarizados, cada vez más alejados de la racionalidad del saber. A manera de cierre provisional a un tema de suyo complejo, es importante recordar que la autonomía constituye un asunto eminentemente político y la política supone –entre sus componentes esenciales– el establecimiento de pactos y negociaciones. En tal sentido, es fundamental considerar la redefinición del pacto que articula a las universidades ante los diferentes órdenes del Estado y del poder público. Sin embargo, vale la pena destacar que la complejidad y diversidad de los nuevos actores que hoy están involucrados en los asuntos de la universidad –de manera especial los relacionados con el mercado– difícilmente podrían encuadrarse en pactos o negociación. ¿Cuál es la alternativa al respecto? Hoy parece indispensable que las universidades propongan sus límites de actuación y sus márgenes de autonomía con una mayor intencionalidad, ya que cuando se carece de una idea institucional de autonomía es difícil negociar nada.
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