Opinión
Ver día anteriorLunes 15 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Quimeras en extinción
L

a dorada luz del amanecer, casi roja, me hizo entender que el viaje había terminado. Así, temprano, como debe. Los techos de dos aguas de las cabañas en la ribera indicaban que ya estábamos ahí. El motor de la lancha, que nos tenía aturdidos con su berrido desde hacía horas, carraspeó y bajó la velocidad. Viramos. En pocos segundos divisamos el embarcadero entre los juncos. Siempre estuve acostumbrado a que las cosas comiencen temprano, de una vez. En el barrio donde vivo ahora les gusta despertar al sol con cohetes. Estamos tan acostumbrados los vecinos que los tronidos ya no nos despiertan necesariamente. Es opcional. Los perros se enseñaron a estar sosiegos. Al principio se morían de miedo, erizaban el cuerpo y no dejaban de ladrar como posesos, buscando cobijo y dándose tiempo para seguir ladrando. Ahora, ni se inmutan.

En cambio, la jauría de la aldea de la ribera aquella no estaba acostumbrada a las lanchas, o ladrarles era su pasatiempo favorito, la cosa es que todo los perros se congregaron en el muelle de palo para ladrarnos, y los que se quedaron en los ranchitos se unían al coro en la distancia para recibir la ruidosa embarcación, y sin duda nuestro olor de fuereños, nuestra vibra de intrusos, nuestra adrenalina a flor de piel.

Con esa serenata, nuestra llegada ligeramente temprano acabó por despertar a todo el mundo en La Constancia. Pronto asomaron de las puertas señores poniéndose el sombrero, y por reflejo allegándose una lámpara. Atrás de ellos, niños lagañosos y encandilados por los primeros pero brillantes rayos del sol.

Fuera del naviero, que condujo hábilmente la lancha a través de la noche desde Puerto Carrillo, y del fotógrafo, todos los tripulantes valíamos gorro para efectos de representación. A la hora de las ceremonias y la entrega de documentos, seríamos nadie.

El naviero, además de buen conocido de la gente de La Constancia, poseía la autoridad que da saberse el río como si la palma de su mano fuera. Y el fotógrafo, bueno, para efectos de representación lo llamaremos aquí Míster Agenciota. Portaba salvoconductos de la Cancillería, la Defensa y el ministerio de Educación, y entre los tripulantes venía una vicecónsul de su país y una chica de Medio Ambiente que hubiera podido ser más agradable si no se hubiera quejado tanto de los mosquitos. También, quién le mandaba venir en pants y los hombros desnudos, ni que estuviéramos en la playa. Y aún así. Como si en las playas no asolaran los mosquitos a las horas tiernas del amanecer.

Los demás éramos asistentes, o compañía. Yo iba de colado. De plano. Nada más porque mi primo Elías trabajaba de técnico en el departamento de foto de un periódico de la capital, que lo mandó con el cacagrande por lo que se pudiera ofrecer y para aprovechar el viaje. Él me propuso de asistente. Era una exageración, pero funcionó. Tampoco que hubiera mucha gente muriéndose de ganas de ir a la selva en ese tiempo. La cosa es que allí iba yo, por eso todo lo que digo me consta.

Mas primero se nos apersonó Federico y de inmediato se presentó de nombre. Fue el único ribereño que metió las piernas al agua y jaló del lazo del bote para atarlo en un bastón de la orilla. La corriente estaba brava, incluso ahí. Él era lo que se da en llamar un joven adulto, de firme actitud y sonrisa que brillaba llena de dientes con la luz dorada del amanecer.

En ese entonces el sur de México todavía se parecía a Subida al cielo, de Luis Buñuel, la inocencia sacudía los estereotipos, y ni siquera Lilia Prado tenía la culpa de estar tan buena.

La expedición, o sea el proyecto del fotógrafo, se llamaba El último quetzal, lo cual era efectista, pero una mamada. Sí, estaban en extinción esas aves tan simbólicas, pero todavía quedaban. Estos mismos aldeanos de La Constancia los cazaban y vendían disecados en el mercado negro. Imáginense el precio si los capturaban vivos. Era difícil, los quetzales en cautiverio se mueren de tristeza. Otra cosa que mercaban en abundancia era tucanes. De todos tipos. Y culebras.

Entonces todavía no desaprecían muchas cosas, especies animales o vegetales por ejemplo, pero ya nos estábamos acostumbrando a que desaparecieran. La extinción del quetzal se daba por sentada, y captar imágenes reales y convincentes del suntuoso pájaro representaba un excelente proyecto para la agencia de Agenciota, rentable y con futuro en los archivos del recuerdo. Cuando ya no existiera el tímido y malhadado quetzal de tan triste canto, su foto valdría montones de dólares, por irrepetible. De hecho así es desde entonces.

A la caza de eso llegábamos a La Constancia. Ahora que lo que desaparece son las muchísimo más plebeyas abejas, nadie sabe por qué, ¿habrá alguien que retrate su último enjambre, cuando no haya polen ni exista el sabor de la miel?