erlín 13 de febrero. Ha dejado de nevar con la misma intensidad y ya se ha asomado, no el sol, pero sí el buen cine en la Berlinale. Algo de inquietud había en torno a Shutter Island, la nueva obra de Martin Scorsese, cuando su estreno en Estads Unidos fue pospuesto de octubre a este mes. En realidad se trata de un inspirado híbrido entre thriller sicológico y cinta de horror –su segundo desde Cabo de miedo (de 1991, también estrenado en la Berlinale)– sobre un policía federal (Leonardo DiCaprio) que, en 1954, llega a la isla titular para investigar la desaparición de una presa/paciente de lo que es una mezcla de cárcel e instituto mental. Desde la primera imagen de la isla apareciendo entre la bruma, es evidente que estaremos situados en un paisaje mental y no un lugar geográfico.
El protagonista es un hombre torturado por su pasado y por medio de su perspectiva, la película transcurre en una serie de pesadillas, en la que se entrecruzan culpas de una esposa muerta, recuerdos de la liberación del campo de Dachau y una paranoia sobre una posible conspiración anticomunista que utiliza a los pacientes para experimentos.
A medio camino entre el Infierno de Dante y un enciclopédico repaso por las influencias de Hitchcock, Val Lewton y el gótico de la casa Hammer y, sobre todo, del Roger Corman de los años 60, del siglo pasado, Shutter Island marca la liberación de su director del virtuosismo mecánico en que se había atorado su filmografía desde El aviador (2004). Scorsese recupera terreno con una puesta en escena menos hiperactiva y una apuesta por incomodar al espectador con la ambigüedad, a pesar de una aparente resolución final del misterio.
El cineasta expresa también su malestar en cuanto a los tiempos actuales, al establecer una incisiva analogía con los años 50 del siglo XX. Ahora, como entonces, hay una ansiedad colectiva sobre un mundo vuelto loco, ante las evidencias de genocidio, conspiraciones de la derecha y la posibilidad de la aniquilación total.
También satisfactoria, en un registro mucho más modesto, fue la rumana Eu can vreau sa fluir, fluier (Cuando quiero silbar, silbo), debut de Florin Serban. Con una descripción realista de un penal juvenil, el joven protagonista (el carismático George Pistereanu), a punto de cumplir su condena, se mueve bajo dos motivaciones principales: impedir que su madre irresponsable se lleve a su hermano menor a Italia e invitar un café a una linda trabajadora social. La fuerza de voluntad descrita por el título se manifiesta con una forma de cine directo –marca registrada de la reciente revelación del cine rumano– que no permite digresiones. La ironía es que el hombre se las arregla en prisión; lo que le preocupa está en el mundo exterior.
La tercera proyección del día fue Submarino, del danés Thomas Vinterberg, un director cuyas ideas elementales vienen envueltas en una engañosa capa de presunción. En este caso, las cosas empiezan mal y acaban peor. Dos niños cuidan a su hermano bebé porque su madre abusiva se la pasa borracha fuera de casa; el nene muere de repente en la cuna y, ante la trayectoria autodestructiva emprendida por sus hermanos, resulta el más suertudo de los tres. Ya en la vida adulta, uno se dedica a una especie de pasividad alcohólica mientras el otro, viudo, es un heroinómano que a duras penas mantiene a su hijo. Con una especie de determinismo calvinista, Vinterberg condena a sus personajes de acuerdo con la ley del melodrama moralista. Ambos hermanos acaban coincidiendo en la cárcel, pero aún falta un poco más de sufrimiento antes de un atisbo de redención. Hay algunas emociones genuinas en Submarino, pero no son suficientes para salvarla.