unca acabamos de ponderar la acción juzgadora de un juez hasta que nos vemos en el desagradable momento de ver un interés nuestro amenazado por otro de personas que se nos oponen o del Estado, esa potencia monstruosa que, en otro momento, también puede confrontarnos y amenazarnos. Ese valor del que depende nuestro bienestar y tranquilidad y que es tan etéreo e inasible y que llamamos justicia (iustitia) siempre dependerá, más que de la buena voluntad de las autoridades o de los legisladores que nos dan nuestras leyes, de la acción de un juez en cuyas manos ponemos muchas veces nuestra suerte futura. Por eso también jamás será poco exigirle al juez que actúe como su deber y su oficio le imponen.
Piero Calamandrei escribió este pensamiento sobre los jueces: “El juez es el derecho hecho hombre; sólo de este hombre puedo esperar en la vida práctica la tutela que en abstracto la ley me promete; sólo si este hombre sabe pronunciar a mi favor la palabra de la justicia, comprenderé que el derecho no es una sombra vana. Por esto se sitúa en la iustitia no simplemente en el ius el verdadero fundamentum regnorum [el fundamento último]; porque si el juez no está despierto, la voz del derecho queda desvaída y lejana como las inaccesibles voces de los sueños” (Elogio de los jueces escrito por un abogado, Góngora, Madrid, 1936, p. 11).
Ojalá en México tuviéramos jueces como los que soñaba Calamandrei y no pienso que anden dormidos; pero una interminable y trágica historia nos muestra que nuestros jueces nunca o casi nunca sienten el deseo genuino de ser el derecho hecho hombre
. La corrupción de la justicia y, con ella, la desesperanza del ciudadano se plasman en el juez que no quiere o siente que no puede impartir justicia como su altísimo ministerio se lo demanda. Por supuesto que hay otros aspectos que contribuyen a ello. Los malos abogados que no saben plantear sus alegatos (nuestros procuradores y agentes del Ministerio Público se pintan solos en eso) y, desde luego, el gran dinero que todo lo corrompe y que es la base esencial del dominio que tienen los grandes despachos de letrados, que sólo defienden y representan al mismo gran dinero.
Pero hay también coartadas que la misma ley imperfecta o sus lagunas permiten y que facilitan la tendencia de los jueces indolentes o corruptos a hacer a menos de su deber. En mi artículo anterior, sobre la acción de inconstitucionalidad que el procurador general de la República interpuso en contra de la ALDF, hice mención de su invocación del artículo 16 constitucional que dicta que todo acto de autoridad competente debe darse como mandamiento escrito que funde o motive la causa legal del procedimiento
. Esa expresión del Constituyente ha sido fuente de mil y una confusiones.
¿Qué quieren decir fundar y motivar? A primera vista y si sólo se está a los diccionarios, ambos términos significan algo parecido; pero no es exactamente así. De entrada, fundar quiere decir dar un fundamento, mientras que motivar quiere decir dar un motivo. En los mismos diccionarios, aun cuando para definir fundamento a veces se hace equivaler a motivo, la verdad es que hay una diferencia: fundar quiere decir dar buenas razones y buenos argumentos, vale decir, una explicación de los fundamentos de lo que se persigue. Si se trata de un proceso judicial, ello querría decir que motivar quiere decir explicar el interés que se busca satisfacer, y fundar, en cambio, dar las bases jurídicas, legales o de doctrina, que apoyan la legitimidad de ese interés. Ambos términos se complementarían, pero no serían lo mismo.
La fórmula que consagra el 16 constitucional nos viene de la Constitución de 1857 y se conserva íntegra en la de 1917. Alguna vez me pregunté cuál fue la razón de que se emplearan los dos términos: o se buscaba una reiteración de lo mismo o se estaban dando dos conceptos, complementarios sí, pero diversos y esto tiene sentido porque en un proceso uno debe explicar al juzgador no sólo la naturaleza del interés que persigue, sino y sobre todo, su fundamento legal y, si cabe, también constitucional. No hay aquí ambigüedad ninguna, si bien ha faltado precisión en el uso y la definición de esos conceptos, tanto en la legislación como en los instrumentos judiciales, por no hablar de la producción escrita de los abogados.
Los dos términos tienden a usarse como si fueran equivalentes y, todavía más, el de motivar ha prevalecido sobre el otro, al grado de que podemos encontrar sentencias judiciales que, de plano, dejan de usar el segundo, el de fundar. Creo que la Corte ha comenzado a precisar el concepto de motivar al decir que, en lo tocante a toda autoridad, debe ser la explicación y la precisión de los límites de su competencia para llevar a cabo su acción; pero eso no quiere decir fundar, sino sólo expresar el interés particular que se tiene. Fundar quiere decir explicar las razones mismas de la acción o acto y legitimarlos constitucional y legalmente.
Si todo quedara en una simple imprecisión del lenguaje, no habría nada que lamentar. El hecho, como se ha podido comprobar en los últimos tiempos, cuando hemos alcanzado la oportunidad de debatir públicamente los asuntos de la justicia, es que detrás de esas imprecisiones, muchas veces se ocultan iniquidades intolerables que es preciso poner a discusión. Ya he señalado que nuestros jueces acostumbran negar la justicia alegando que el actor (y más si es un sindicato independiente o un pobre diablo que carece de recursos) no sabe explicar la motivación
de su acción y, por tanto, no demuestra la legitimidad de su interés. Muchos amparos, como el de la jueza Coutiño sobre Luz y Fuerza del Centro o el dictamen del ministro José Ramón Cossío que no dio entrada a la controversia constitucional de la ALDF sobre el mismo asunto, se dictan negando la justicia sobre la base de esa patraña.
Me imagino que nuestro país sería, por lo menos en parte, muy diferente si contáramos con jueces que supieran usar de la ciencia que se supone aprendieron en la escuela y se atrevieran a dignificar su ministerio, poniéndose por encima de los intereses en pugna y cobrando conciencia de la importancia de sus decisiones. Como decía Calamandrei:
“… el Estado siente como esencial el problema de la selección de los jueces; porque sabe que les confía un poder mortífero que, mal empleado, puede convertir en justa la injusticia, obligar a la majestad de las leyes a hacerse paladín de la sinrazón e imprimir indeleblemente sobre la cándida inocencia el estigma sangriento que la confundirá para siempre con el delito” (obra citada, pp. 10-11).
A los heroicos huelguistas de Cananea