ísperas del regreso a Francia: me esmero en la búsqueda de objetos en absoluto inútiles para regalar allá. Preferible si no sirven siquiera de ornamentos absurdos. Acaso, me resigno, podría jugarse con ellos. No concibo de otra manera un regalo. Su gratuidad es esencial, de lo contario pierde su condición primordial: la sorpresa. Lo útil no puede asombrar más que un par de calcetines. ¿Qué puede causar más tristeza a un niño que descubrir junto a sus zapatos, el Día de Reyes, los cuadernos escolares en vez de un juguete.
Sin contar que no hay como lo inútil para desencadenar la imaginación. El palo de lluvia, ¿no transporta, al entrecerrar los párpados, a una selva salvaje, donde cae un aguacero tropical sobre la nieve del invierno en Francia, cuando no refresca al soñador envuelto por el calor inmóvil de la canícula en agosto en París? Pero he llevado ya los suficientes palos de lluvia para inundar no sólo el lugar donde vivo sino también los varios departamentos de amigos a quienes los he ofrecido.
En busca de ese objeto sorprendente e inservible, Jacques Bellefroid, mi hermana Laura y yo nos dirigimos al mercado de artesanías de la Ciudadela. Mis esperanzas son colmadas: encuentro innumerables cosas que no sirven para nada. Pero que no dejarán de sorprender cuando las ofrezca. Calacas que saltan de sus diminutos ataúdes al aplastar un resorte. Trompos que un niño no logrará hacer girar ni una vez –como tampoco su progenitor–. Hamacas que nunca serán colgadas. Amates que caerían como cabellos en la sopa en la sala de algún amigo aficionado de antigüedades, aunque sólo posea antiguallas. Pequeño grupo de calaveras vestidas de mariachis.
Al fin, en ese maremágnum, me tropiezo, si no con un continente inesperado, respetadas las distancias abismales entre mi descubrimiento y el de Colón, con el objeto buscado que no esperaba porque es otro, distinto, imprevisible, sorpresivo: una serpiente. Un bastón, creí al ver el objeto, que se retorció cuando lo toqué. La sorpresa fue casi susto. Regalo ideal: la víbora de madera se ondulaba sinuosa mantenida en el aire por mi mano.
Pero el regalo que yo recibí esa tarde, al salir del mercado hacia la plaza arbolada de la Ciudadela, fue uno de esos obsequios que ninguna fotografía, ningún filme puede conservar vivos porque sólo la memoria sabe guardar sin empolvarlos, palpitantes.
A la sombra frondosa de los árboles, algunos con bastante edad para haber visto a Madero llegar a esa antigua tabacalera convertida en depósito de armas en su época, me detengo unos instantes para ver danzar a un grupo de matachines. Algunos turistas, con el torso descubierto, se han unido a ellos y saltan como pueden tratando de imitar los pasos de los danzantes profesionales. Cruzo la calle en busca de los aficionados del danzón. Veo de lejos a las parejas que bailan cha cha chá. Escucho la música lancinante de un danzón, tratando de no dejarme atrapar por las obsesiones que ahogan como el canto de las sirenas.
Yo había visto más de una vez Danzón, la hermosa película de María Novaro con la extraordinaria, por simple, actuación de María Rojo. Pero lo que veo ahí, en la Ciudadela, rebasa de lejos la ficción por lo que de inimaginable posee lo real: pachucos salidos de las páginas de El laberinto de la soledad, momificados por un tiempo paralítico, que dejarían atónito al mismo Octavio Paz; viejos encajes que dejan ver las fajas que en vano aprietan las carnes ajadas de algunas mujeres, erguidas sobre sus tacones de aguja; una pareja clase media que busca encanallarse; un jorobado que baila mejor que nadie en la plaza; rostros atravesados por cicatrices que nada le envidian a Agustín Lara; deformes, lisiados; caras de payasos criminales que habrían hechizado al mismo Fellini.
La tarde pasa sin que nadie se percate. Las horas se suspenden al ritmo del danzón y, en su balanceo, parecen resucitar hombres y mujeres venidos de un tiempo congelado entre los años.