un los seres más autodidactas del mundo tienen maestro. Un encuentro fugaz, una noche de diálogo intenso, una decisión decorosa y su secuela, un acto de dignidad o valentía, un discurso estremecedor, enseñan, a veces dejando una estela de años, de décadas, de siglos. Yo tuve la fortuna de tener cuatro maestros, verdaderos gigantes que marcaron para siempre mi vida: Héctor Azar, el dramaturgo y teatrero; Alfredo Barrera, el biólogo evolucionista; Ernest Feder, el economista iconoclasta, y Margo Glantz, la hechicera de la literatura. Cuatro maestros ejemplares, para aquellos que, como yo, pertenecimos a la extraña generación del 68.
Margo Glantz fue mi maestra de letras mexicanas en la llamada Facultad de Coapa, la Preparatoria 5, en esa época rodeada de milpas, carretas tiradas por bueyes, alfalfa, vacas, olor a estiércol y miles de jóvenes soñadores en sus aulas. Con gran destreza, pero sobre todo con una enorme pasión, Margo nos abrió de par en par la ventana de la literatura. Aún me siento deslumbrado por sus clases, en las que como una rara prestidigitadora nos presentaba uno tras otro a los principales autores mexicanos. Nosotros atónitos escuchábamos, además, las anécdotas que acompañaban a cada autor. Quedé enamorado para siempre de la literatura, y quizás de la maestra. De aquel curso nacieron dos sencillos folletos conteniendo nuestras propias creaciones junto con los puntuales prólogos de Glantz: la Antología del absurdo (1961) y Los medios de confusión (1962). Entre los jóvenes autores estaba Álvaro Matute, nuestro hermano mayor.
Un par de años después Margo Glantz fundó en la UNAM Punto de Partida, una revista para jóvenes producto de su inventiva y su entusiasmo, y con el apoyo de Gastón García Cantú, entonces director de Difusión Cultural en el inolvidable rectorado de Javier Barros Sierra. Eran los tiempos previos al movimiento del 68. A pesar de ser entonces estudiante de ciencias biológicas, me inscribí de inmediato a los talleres de poesía y cuento de esa revista, participé y gané varios de sus concursos, y conocí a innumerables jóvenes creadores como Héctor Olea, Marco Antonio Campos, Eduardo Santos, David Huerta, Gloria Gervitz y otros. Ella fue de alguna forma la culpable de que varios de nosotros, en pleno 1968, subiéramos a las mesas de los cafés de Ciudad Universitaria para hacer poesía colectiva en torno al amor y a la revolución, los dos incandescentes faros que deslumbraban nuestras vidas. Todavía tuve el lujo de tomar un curso con Margo en el recientemente abierto Centro Universitario de Teatro de la UNAM allá por el Monumento a la Madre, y de recibir un premio nacional para jóvenes en 1969 en donde la reconocí como mi guía literaria.
Desde hace décadas colecciono hechos reales y escribo a veces compulsivamente acerca de lo absurdo de la existencia, un tema que fue obviamente heredado de aquellas vivencias. De esa colección habrá de nacer un libro que no será poesía, ni cuento, ni obra dramática, ni ensayo, ni novela, sino que pertenecerá a un género que ha sido poco cultivado y que Margo Glantz bautizó como de varia invención, quizás inspirándose en Juan José Arreola. El libro es para ella, y aunque ya tiene título, contenidos e incluso editorial, tendrá que esperar, porque lo que falta es tiempo del autor para concluirlo.
Mientras eso sucede, yo entrego otra medalla a Margo Glantz, en nombre de ninguna institución, ninguna tradición, ninguna academia, ningún ágora o gobierno; sólo a nombre de mí mismo. Porque sí, y porque ya es tiempo de que en estos tiempos de amnesia y de ignominia, cada uno agradezca con el corazón en la mano a sus maestros. Gracias, maestra Glantz; gracias, Margo.