ara sumarme al alud de evaluaciones con que los medios informativos del mundo recibieron el primer aniversario del gobierno de Barack Hussein Obama, el 20 de enero, se me pidió aportar una opinión sintetizada sobre las relativas a tres grandes ámbitos de acción: el económico, el de política interior y el internacional. Recojo las opiniones expresadas con motivo de ese aniversario.
Junto con la de China, la contribución de Estados Unidos fue la más importante para evitar que la primera contracción económica global de la posguerra, es decir, en casi 75 años, como precisó Paul Volcker, se convirtiese en una segunda Gran Depresión. Las acciones de rescate de los bancos, que absorbieron más de un billón de dólares, y, sobre todo, los 800 mil millones destinados a la política anticíclica revirtieron la tendencia contraccionista de la actividad económica en Estados Unidos y, por extensión, en parte del mundo. A la vuelta del año, consiguieron iniciar una reactivación, que hasta el momento sigue siendo un fenómeno estadístico, pero fueron insuficientes para evitar la recesión humana
manifestada en el desempleo.
Obama propició la cooperación multilateral frente a la crisis. En este aspecto, las expectativas están por cumplirse, en su mayor parte. La necesidad de coordinación global se torna urgente en la etapa de sostener y consolidar la reactivación, manteniendo una bien coordinada política de acciones anticíclicas y de reforma de las regulaciones a los sectores financieros. Hay que vencer la cerrada resistencia de los intereses creados a esta indispensable nueva regulación.
En efecto, las acciones frente a la crisis dictadas por Obama provocaron virulentas reacciones negativas de la derecha conservadora y los círculos dominantes de las finanzas, cuyas políticas provocaron la crisis. Fueron efectivas, pero no definitivas. No lograron, como se dijo, abatir el desempleo, que sigue en aumento y en altos niveles (tasa del orden de 10 por ciento en Estados Unidos) y no conjuraron por completo el riesgo de una recaída de la actividad económica. No se avanzó lo suficiente. Como Obama reconoció, hay que mantener los estímulos económicos y diseñar una nueva regulación financiera, más efectiva. Todo esto reclama una cooperación multilateral.
De los tres ámbitos señalados, la actuación de Obama en el económico merece la mejor calificación, por encima de insuficiencias y algunos experimentos fallidos.
En materia de política interior, enfrentó dificultades no menos formidables. En primer término, tras un año, cabe recordar –y celebrar– lo excepcional de la elección de un afroestadunidense a la presidencia, acontecimiento sin precedente, inimaginable hace menos de medio siglo. Su periodo de gracia, sin embargo, fue breve por los embates de la crisis y los enconados ataques de la derecha conservadora.
Ahora algunos consideran un error que Obama dio prioridad a programas de largo alcance en materia de salud y energía, que no parecían incidir en forma directa en las necesidades más apremiantes. A ello se atribuye el desplome de su popularidad y el revés electoral de su partido, el Demócrata, grave por su simbolismo y consecuencias. Sin embargo, acertó al procurar una reforma de fondo del sistema de salud, que evitase que su país siguiera estando muy por debajo de las demás naciones avanzadas, acercándose a la cobertura universal y reduciendo en el mediano y largo plazos el peso del financiamiento del sistema sobre las finanzas públicas. Enfrentó los poderosos intereses de los lobbies farmacéutico y médico. Consiguió la aprobación tanto en el Senado como en la Cámara de versiones diluidas de su propuesta. La aprobación final está en duda tras la derrota de Massachusetts. Ésta, sin embargo, no lo llevó a abandonar la iniciativa. Como anunció en su primer informe anual, persistirá, ahora que está tan próximo
, en la búsqueda de un entendimiento que permita conseguir un objetivo que ha eludido a los últimos gobiernos estadunidenses. Así, el segundo año de Obama se presenta muy cuesta arriba y está en juego la mayoría legislativa de su partido en las elecciones de otoño de 2010.
El gran acontecimiento internacional para Obama, en su primer año de gobierno, fue la recepción del Nobel de la Paz. Se trató de un galardón a la esperanza, pero también al claro reconocimiento, por parte del presidente, de que habían concluido los años de la hiperpotencia. Aceptó sin ambages que Estados Unidos requeriría, más y más, del concurso de otras naciones para hacer frente a las grandes cuestiones globales, desde el cambio climático hasta las migraciones. Empero, hasta ahora su acción internacional arroja un claroscuro. Los puntos positivos corresponden a una nueva retórica y a la proclamación de rectificaciones a los peligrosos derroteros del unilateralismo a ultranza por el que su antecesor condujo la política exterior estadunidense. Por ejemplo, en sendos discursos, frente al mundo musulmán, en El Cairo, y ante el riesgo de un renacer de la guerra fría, en Praga, ofreció opciones imaginativas y abandonó el costoso escudo contra milises
, que envenenaba la relación con Rusia. En cambio, muchas de las acciones específicas estuvieron dictadas por la abrumadora inercia heredada del pasado inmediato. El presidente galardonado no ha logrado poner fin a dos guerras desastrosas ni cerrar una prisión infamante.
La inercia dominó la política hacia América Latina, como muestra el caso de Honduras. Una combinación de acciones desacertadas –como el reconocimiento de una elección organizada por los golpistas para lavar la cara de su acción ilegal– y de omisiones graves –la ausencia de una verdadera respuesta multilateral concertada oportunamente en la OEA para restaurar la legalidad– terminaron por legitimar un grave atentado a la democracia y, por desgracia, abrir la puerta a intentonas similares. Se marcó así un claro retroceso.