stado laico expresa la esencia de la democracia moderna. Gran parte de la clase política y de manera especial el presidente Felipe Calderón tienen una concepción muy pobre y empequeñecida de lo que representa la laicidad actual del Estado, sobre todo su lugar frente a los desafíos de la reforma del Estado en este siglo XXI. Siguen enfrascados en las viejas disputas del siglo XIX e inicios del XIX, en torno a la incidencia eclesiástica en las políticas públicas y las tensiones entre la moral católica y la ética laica. Es imperativo desclericalizar el debate y situarnos en un mundo complejo, mutante y mundializado; en pocas palabras: vivimos el tránsito hacia culturas poscristianas. Esta realidad multicultural demanda nuevas maneras de reconocimiento y respeto de las diversidades que emergen, ya que afirman nuevas identidades y reividican derechos hasta ahora inéditos. En otras palabras, debemos hacer una nueva recepción de la laicidad y del Estado laico en el siglo XXI.
No basta conformarnos con un laicismo heredado; éste no es un ADN en nuestra cultura política. Esta noción debe ser retrabajada bajo la realidad actual, y esta generación de políticos tiene obligación de recrear asertivamente la laicidad del Estado, porque es parte esencial de la democracia que queremos construir. Sin laicidad no hay democracia; sin laicidad no hay reforma política ni del Estado, así de sencillo.
La laicidad, más que un compendio de definiciones esmeradas, es un proceso histórico y como tal dinámico y comprensiblemente cambiante. Así, aunque Juárez y los liberales de la época probablemente nunca escucharon el concepto laicismo
, porque apenas se estaba acuñando en Francia, lo intuyeron afirmando que para construir el Estado moderno mexicano era necesaria la separación de esferas entre la Iglesia y el Estado.
Los diversos liberalismos reivindicaban la soberanía popular como fuente sustancial de legitimidad de las nacientes instituciones republicanas de Hispanoamérica, secularizando los resortes del sustento del poder que ejercía, hasta entonces, el binomio entre el dominio de la corona y la potestad eclesiástica.
En los últimos 10 años, en México hemos observado signos regresivos que ponen en peligro el carácter laico del Estado. En sexenio foxista se vivieron provocaciones, como el beso que dio el presidente Fox al anillo papal o los arrebatos verbales de Carlos Abascal Carranza; sin embargo, en el gobierno de Calderón se ha pasado a los hechos con cambios constitucionales en 18 entidades que vuelven a penalizar el aborto, así como en la acción de inconstitucionalidad que presentó la Procuraduría General de la República ante la Suprema Corte de Justicia contra las bodas gays, y esto nos obliga como mexicanos a volvernos a plantear el tema del carácter laico del Estado.
La laicidad de todo Estado moderno, más allá de ser una herramienta jurídica, es un instrumento político de convivencia armónica y civilizada entre diferentes y diversos grupos sociales para coexistir en paz en un espacio geográfico común.
El Estado laico actual es aquel que garantiza la libertad de creencias en el sentido amplio, así como la libertad de no creer que tengan los individuos que integran la sociedad. Un Estado laico debe garantizar la equidad, es decir, la no discriminación, y garantizar los derechos, principalmente de las minorías, es decir, la libertad de conciencia. El Estado laico garantiza la autonomía de lo político frente a lo religioso.
Es evidente que el debate se ha centrado en este último apartado, recreando viejas rencillas entre conservadores y liberales
, laicistas y catolicistas
, etcétera. El mundo globalizado de hoy ha puesto sobre la mesa la enorme diversidad cultural, histórica, de creencias, tradiciones e identidades de los pueblos que demanda apertura, tolerancia y respeto de las diferencias. Por supuesto que esta multiculturalidad relativiza los discursos absolutos, totalizantes y teocráticos de pensamiento único; sin embargo, sería un gravísimo error enfrentar sólo el relativismo contra el absolutismo
esbozado por el papa Benedicto XVI. Es una polémica reduccionista de una realidad que demanda la edificación de espacios públicos nuevos, cimentados en el diálogo y la construcción de consensos. Ésta es una de las tareas del Estado laico: garantizar la convivencia pacífica de estas diversidades sociales que han ido emergiendo en el país en años recientes.
Siguiendo los trabajos del politólogo francés René Remond, el laicismo históricamente surge como reacción política a la excesiva injerencia del clero en el ejercicio del poder y en los asuntos de política pública, es decir, contra el clericalismo político. La laicidad moderna no se reduce a acallar, acotar ni reprimir la expresión, libertad y práctica política de ninguna iglesia; por el contrario, el Estado laico debe canalizar todas estas expresiones de manera institucional.
En México, más allá de las disputas conceptuales del término, la laicidad es fruto de un proceso histórico, muchas veces violento y desgarrador; por ello el debate de hoy es más que apasionado. Hay dos guerras fratricidas sumamente costosas que deben ser reconceptualizadas; por ello la laicidad del Estado no debe tratarse a la ligera ni dársela como un acto consumado. Por el contrario, la laicidad está inscrita en los procesos políticos y culturales, refleja los avances o retrocesos de la sociedad.
La laicidad y el carácter laico del Estado requieren ser abordados con una mirada de largo aliento. Es una desgracia que últimadamente se imponga una lógica electoral en la cultura política de este país que determina a los actores ser cada vez más pragmáticos a costa de perder fundamentos e identidades. Esperemos que la iniciativa que hoy se coloca en la mesa de los poderes legislativos para transformar el artículo 40 de la Constitución, añadiendo el carácter laico del Estado, cuente con la sagacidad histórica y mayor altura política.