Opinión
Ver día anteriorMartes 2 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Opium
E

l multipremiado cineasta húngaro János Szász, nacido en 1958, no es hasta ahora bien conocido en nuestro país, pero su película Opio: diario de una mujer poseída (2007), se mantiene en cartelera y es uno de los mejores filmes a los que se puede acceder en la pantalla grande, debido a la congruencia entre el guión, la fotografía, la puesta en escena, la actuación, la parafernalia de objetos hospitalarios de época y la partitura.

Szasz ha sido actor, director de teatro y autor de ocho películas, entre las que se cuenta Woyzeck, sobre la obra inacabada de Georg Büchner de 1837, que dio lugar a la ópera de Alban Berg y a la película de Werner Herzog.

La locación corresponde a Komaron, Hungría, y el escenario es un lejano e incomunicado hospital siquiátrico operado por terribles monjas, además del paisaje que lo enmarca, el director es el profesor Winter, quien entra en conflicto con el siquiatra Josef Brenner (seudónimo del siquiatra, musicólogo, intérprete del piano y del violín a la vez que escritor, Gézsa Csath (1887-1919), quien temporalmente presta sus servicios allí, debido a que padece crisis creativa que pretende paliar con morfina.

Csath, quien escribía con el seudónimo de Josef Brenner,  fue un escritor húngaro, prototípico del modernismo, autor de narraciones cortas que siempre acaban mal, y de un diario que se constituye en el eje de la película, sólo que –según la trama– dicho diario es producto de la paciente de quien él se hace cargo: Gizella.

Esos dos personajes centrales están protagonizados por el actor danés Urlich Thomsen y por la rusa Kristi Stube, ambos entregados en cuerpo y alma a sus respectivos papeles, en tal forma que la película, que tiene lugar en 1913, es ejemplo de un realismo poético impecable, pausado, orquestado a través de una luz mortecina y de una partitura que amalgama Beethoven (empieza con la sonata Claro de luna), Bach y Schubert, en espléndidas interpretaciones al piano seleccionadas y complementadas en cuanto a sonido por István Sipos, otro húngaro de quien se percibe el trabajo en mancuerna con el director y guionista: André Szeker. Está hablada en inglés británico.

Lo objetable es el subtítulo: no se trata del diario de una mujer poseída, sus demonios son exclusivamente los de su enfermedad, que la conminan a escribir incesantemente su diario. Cuando, al castigarla, se le quita el papel –momento de la trama en la que el director del hospital y el médico tratante entran en franco conflicto– ella escribe frenéticamente en los muros, con tiza o con sus propias uñas.

Hay una dependencia entre ambos: Brenner está asombrado de la franqueza y virtud escritural de su paciente, la cual textualmente se desnuda con sus frases y ella va desarrollando una obsesión amorosa por él. Los acercamientos físicos entre ambos son de un erotismo sin contacto físico, de lo más elocuentes respecto de su índole.

Brenner no controla su adicción a la morfina y en una de las escenas aparece cocinando goma de opio, en otras se inyecta la sustancia en close up.

La fotografía de Tibor Máthé acaricia los objetos terribles que en ese tiempo se usaban como medidas terapéuticas en los hospitales (disparos de agua, baños por sumersión a punto del ahogamiento en aras de provocar shock, etcétera).

El elenco de pacientes femeninas y de médicos y monjas es objeto de encuadres de un esteticismo a la vez refinado y verosímil: la lluvia, los rayos de un sol que alcanza a filtrarse tras el árbol que sirve de leitmotiv, la convierten en una de las obras maestras derivadas del teatro filmado.

Sin embargo, hasta el momento ignoro si el director Szász puso primero en escena esa misma trama para luego trasladarla al lenguaje del cine, inspirándose en daguerrotipos y en las fotografías secuenciales del británico Eadweard Muybridge (1830-1904), quien es un pionero en cuanto a la fotografía en movimiento, si se recuerdan las secuencias del caballo de 1878. El cuidado en los detalles de ambiente y objetos de un episodio que se supone tuvo lugar en 1913 es una lección sobria en cuanto a filmografía de época.

Una de las escenas iniciales da cuenta del método empleado entonces para realizar lobotomías, y esa acción va a reiterarse.

Cuando vi la película, casi recién estrenada, no pocas personas del público abandonaron la sala. Después tuvo entrada en la Cineteca Nacional y creo que eso ha propiciado su permanencia.

El director ha puesto en escena en su nativa Budapest una serie de obras que tocan temas sobre tramitaciones inconscientes: Fantasmas, de Ibsen; Marat-Sade, de Peter Weiss, y Un tranvía llamado deseo, de Tennesse Williams. Buen momento para adentrarse en su filmografía.