l pasado 7 de enero, en la localidad de Rosarno, en la extremidad sur de la península italiana, cerca de Reggio Calabria, la punta de la bota itálica, miles de trabajadores migrantes, recolectores temporales de fruta –de aquí los preciados cítricos italianos–, salían a las calles del pueblo de poco más de 15 mil habitantes para manifestarse en contra del racismo del que son víctimas. El pretexto: pocas horas antes alguien disparó, desde su automóvil, en contra de un grupo de ciudadanos migrantes que se reunía en las afueras de la estructura –una ex fábrica– que lo hospedaba. El episodio, de por sí reprobable, en realidad fue a completar una larga lista de ataques más o menos directos hacia la comunidad migrante de la zona.
La protesta tomó rápidamente las características de una rebelión generalizada en el seno de la multiétnica comunidad de migrantes que ahí, como en muchos otros territorios del sur italiano, vive y trabaja. El hartazgo y la rabia los alcanzó, pues no sólo ya no están dispuestos a aguantar intolerancia y racismo, sino también las condiciones materiales que dichas actitudes producen: precariedad de la vivienda, sueldos escasos, abusos laborales y, en su caso, invisibilidad y chantajes causados por la falta de papeles para regular su estancia. Al día siguiente llegó la venganza. La población local, organizada en improvisados comités vecinales, invadió las calles de Rosarno y desató la caza del migrante. Con palos, cadenas y, en algunos casos, armas de fuego, los ciudadanos italianos
se lanzaron en contra de todo extranjero que encontraban en su camino. El resultado: golpizas, persecuciones y agresiones de todo tipo, en especial modo en contra de los migrantes de tez oscura, es decir los negros
. A las pocas horas, la intervención de la policía italiana regresó la calma aparente: 37 heridos en total (16 de ellos migrantes, el resto policías), los buenos italianos calmados y los migrantes –la mayoría de ellos– alejados del pueblo; es decir, literalmente cargados en camiones y llevados a los mal afamados Centros de Identificación y Expulsión.
La noche del 8 de enero, el ministro del Interior, el reconocido racista Roberto Maroni, declaraba frente a las cámaras de la televisión que los hechos eran el resultado de años de excesiva tolerancia hacia la migración ilegal, misma que, según la letanía de siempre, estaría en la base de la criminalidad y de las situaciones de degrado social. Así las cosas, el gobierno italiano no sólo hacía (y hace) caso omiso de las degradantes e indignas condiciones bajo las cuales los migrantes son obligados a trabajar por italianísimos patrones; no sólo justifica a posteriori las agresiones de la población civil, premiando indirectamente a quienes finalmente se volvieron intolerantes, sino que además condena a los mismos migrantes, culpables de no querer vivir como animales y de no tener los papeles que la misma ley italiana no les permite conseguir.
Pero además hay otra historia dentro de esta historia. Y es que el gobierno italiano –y la sociedad que lo apoya desde el otro lado de las pantallas televisivas– está en realidad legitimando el histórico y muy actual sistema de gobierno del territorio y de la producción agrícola en el sur del país. El poblado de Rosarno, así como toda la región de la Calabria y demás áreas colindantes, son zonas de la mafia. Varían los nombres y las familias al mando, pero el modelo es ese: control estricto del territorio por vía de la amenaza, la imposición, la violencia, la corrupción, los favores y los chantajes. Buena parte de los gobiernos municipales de la zona están actualmente suspendidos por infiltración del hampa. La mafia –que en Rosarno se llama ‘Ndrangheta; es decir, la misma que tiene buenas relaciones con el cártel del Golfo en México– controla todo allá: es la gestión de todas las actividades ilícitas, pero también de todas las productivas. Es así que la mafia llega a controlar el mercado de los trabajadores de bajo costo, migrantes y desprotegidos. En este enfoque, los migrantes son los únicos hoy que se rebelan clara y abiertamente en contra de dicho poder.
Por otro lado, no puede sorprender que este tipo de episodios suceda justamente en la época del llamado paquete seguridad
, instrumento legislativo aprobado en medio de polémicas en el verano del año pasado y que restringió, aún más, derechos y oportunidades para los ciudadanos migrantes. Más allá de la inexistente relación entre clandestinidad
y tasa de criminalidad, que sin embargo sigue siendo el pretexto de cualquier declaración y acción del gobierno italiano, es evidente que la aumentada precarización de la vida migrante en Italia debido al nuevo marco legal ha conllevado a la creación de un ejército de seres humanos expuesto a todo tipo de chantaje y condición laboral y de vida. La vía moderna a la esclavitud.
En este contexto, a pesar de las consecuencias materiales de lo sucedido, la rebelión migrante de Rosarno debe ser leída también como una señal de positivo hartazgo y deseo de vivir. La digna rabia migrante surgida en el sur de Italia habla el lenguaje claro y esperanzador de quienes no se quieren rendir frente a la creciente, difundida y pegajosa voluntad de resignarse que está poco a poco contagiando a la sociedad italiana.