EI último suspiro del Conquistador / XXI
ndrés desembarcó en Orly en un estado de liquidación física, moral y afectiva. Desde que conoció a Jacinta, había pasado tres semanas casi sin dormir, comiendo en forma desordenada y sujeto a intensas y frecuentes descargas de adrenalina. La aventura con aquella mujer, y las aventuras de ésta con su frasco, lo habían llevado a un grado de exasperación nunca antes experimentado y había intentado remediar el arrebato del viaje a México con otro, no menos alarmante para sus propias normas: el de una desesperada vuelta a París. Con ello, ahora se daba cuenta, había causado un dolor enorme a la única mujer que le había hecho sentir, en muchos años, verdadera pasión amorosa y por ello, además de extenuado, se sentía culpable.
Para colmo, regresaba a la capital francesa completamente desubicado y sin un lugar preciso a donde ir. “Debería ser como Jacinta –pensó– y seguir mi primer impulso”. Éste llegó sin demora: visitar a su amigo Evaristo Terré, un viejo colombiano medio loco que había abandonado hacía mucho tiempo una brillante trayectoria en el campo de la química para dedicarse a la poesía. Al parecer, Terré había sido alumno aventajado del legendario Hermann Staudinger –Premio Nobel de Química a mediados del siglo pasado– y había realizado aportes propios en el tema de los enlaces covalentes y de los pesos pesados moleculares. Terré llevaba una vida bohemia absolutamente desfasada, cuya sede se encontraba en un apartamento deprimente por el rumbo de la Goutte d’Or. Hacia allá se dirigió Andrés, y tres horas más tarde disfrutaba de la hospitalidad maloliente del viejo colombiano y le narraba su desatinada aventura amorosa con Jacinta.
* * *
Al perito médico forense Edmundo Sánchez Lora y a sus dos compañeros, Pérez y Manrique, les tomó media hora levantar los fragmentos de la enorme veleta de hierro que había representado a San Miguel Arcángel y que descansaban sobre otros fragmentos, los de Iván, homicida de don Rufina. Los especialistas no tenían la menor idea de la forma que había tenido la estatua cuando ésta desafiaba al tiempo sobre el campanario de la capilla del Hospital de Jesús; ignoraban la identidad del difunto atrapado debajo de ella y estaban nerviosos por la presión de los policías federales, quienes les exigían que les fuera entregado el cuerpo, esté como esté
y al margen de procedimientos legales, forenses y criminalísticos.
“Éstos me recuerdan el famoso ‘haiga sido como haiga sido’, pensó Sánchez Lora, con la digestión soliviantada por la prepotencia de los uniformados y por la masa informe que estaba obligado a recopilar de entre los hierros rotos y torcidos. Los pedazos grandes de la escultura debían pesar 80 kilos cada uno y hacían sudar a los forenses, a quienes no les quedaba más remedio que ir acomodando en una bolsa negra con cierre de cremallera, en total desorden y sin ningún escrúpulo técnico, los fragmentos de carne, hueso, órganos y pulpa diversa que podían recuperar. Aguayón, cuete, falda, espaldilla, chamorro
se burlaba, a unos metros de ellos, el que parecía el jefe de los policías. Cuando éste consideró que la bolsa tenía el contenido suficiente, hizo una señal de alto a los forenses:
–¡Ái bueno, así está bien! –les dijo a los estupefactos y exhaustos peritos–. Con eso que nos llevemos. Échenlo a la palangana de la unidad.
Sánchez Lora miró a sus dos compañeros, cerró la bolsa y les hizo señas de que la ayudaran a cargarla a mano limpia: no tenía sentido que sacaran de su propio vehículo la camilla plegable para desplazar unos metros aquel paquete gelatinoso. Hicieron lo que se les pedía y la Pick-up de doble cabina de la Policía Federal partió con las luces de emergencia encendidas y la sirena abierta. Todavía quedaba algo así como un 25 por ciento de cuerpo humano en el sitio. Sánchez Lora, con un gesto de asco y de disgusto, guardó la décima parte de aquel remanente en una bolsa pequeña y, ante el desconcierto de sus compañeros, les dijo con acritud:
–Por si algún día piden exámenes de ADN. Ahora vámonos, y que los del servicio de limpia levanten lo que queda. ¡Esta chamba me tiene hasta la madre!
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El almero Tomás sintió temor al verse descubierto por aquel negro pequeño, enjuto y viejísimo, que parecía haber brotado de la nada. El mozo de la carreta cortó el hielo al invitar a Tomás a que bajara de la carreta. Aquí su merced puedes comer comida y agua
, le dijo, con una sonrisa que en algo disipó las inquietudes del maya. Éste se apeó y sintió la mirada, a un tiempo cómplice, benévola y burlona, del que se decía El Negre.
–Viste varón, aquí no esconde semblante. Deje prendas mujer, deje cuitas; El Negre está hermano –dijo el personaje, con una voz profunda que acrecentó en Tomás un sentimiento de identificación mucho más fuerte que su agujerada comprensión del castellano quebrado de su interlocutor.
Lentamente, el almero se fue quitando capas de disfraz y las fue acomodando cuidadosamente sobre la carreta. Se despojó del sombrero y del almaizar de seda, del asfixiante tobardo, del jubón, de la camisa de pasamanería superpuesta y mangas abullonadas, de las calzas de paño fino, de las faldetas y de la vasquiña, debajo de la cual vestía un calzón de manta muy semejante al de su inesperado anfitrión. Éste y su sobrino, el mozo de cocheras, rieron con aprobación al observarlo dueño de su identidad real y luego estallaron en carcajadas cuando vieron que el pequeño maya había olvidado quitarse los alcorques pardos que llevaba en los pies y que le daban un aire ridículo. Tomás se miró las extremidades inferiores, se dejó contagiar por las risas, se descalzó, y en ese momento llegó a él una vieja sensación de libertad que había olvidado desde los tiempos en los que cambió el paño de cadera por el calzón de manta: durante los 23 años en los que permaneció discretamente al lado del Marqués del Valle de Oaxaca, el almero había debido llevar la vestimenta completa de criado. Y en ese pequeño descampado próximo a la ciudad de Santo Domingo, la desnudez del torso lo devolvió de golpe a sus orígenes. Con el espíritu asentado en ellos, recuperó la entereza y le resultó fácil la relación con sus nuevos conocidos, quienes, sin esperar a que Tomás terminara de quitarse el calzado de mujer, El Negre y su sobrino echaron a andar hacia el espesor del follaje y le hicieron gestos para que los siguiera.
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Jacinta oyó un tono de ocupado cuando Andrés cerró la comunicación. Se sintió tan vacía como cuando subió a la bodega de la casa de sus papás y no encontró el frasco. Ahora tenía el recipiente, pero se había quedado sin Andrés. Más que despechada y triste, se sintió furiosa como una pantera a la que le dan de comer chile. Con resolución, tomó el recipiente del suelo, buscó un taxi y se fue a casa de su mamá. Desempacó su computadora, la instaló, comprobó con satisfacción que seguía intacta la instalación de banda ancha inalámbrica que ella había mandado a poner antes de irse a estudiar la maestría (si serán brutos mis papás
, se dijo, han estado pagando esto todos estos meses
) y se metió a Facebook. Cambió el estatuto de su situación sentimental de es complicado
a está soltera
, escribió una frase rápida y ofensiva en el muro de Andrés y hurgó entre los mensajes que se sedimentaban en su propia bandeja de entrada. Uno de ellos llamó su atención. Lo abrió y antes de terminar la lectura del texto, los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo contener unos gritos inarticulados de alegría salvaje. El mensaje decía así:
(Continuará)
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