ace siete años dediqué este espacio a unas reflexiones sobre el inicio de la gestión de Luiz Inacio Lula da Silva al frente de los destinos de Brasil. Los siete años que lleva en la presidencia (dos cuatrienios es el máximo que permite la Constitución) han confirmado mi optimismo inicial.
Hay dirigentes cuya visión y gestión perduran mucho más allá del ratito que les corresponde ejercer el poder. Lula parece ser uno de ellos.
Me da gusto porque desde chamaco me interesé por ese país, su lengua, literatura, música y cultura. Ha llovido mucho desde la aparición de la bossa nova y sus intérpretes: Dorival Caymmi, João Gilberto, Antonio Carlos Jobim, Vinícius de Moraes y tantos más. En esa época leía los libros del historiador Sergio Buarque de Hollanda, pero escuchaba las canciones de su hijo Chico. Luego impartí en la UNAM clases de historia brasileña.
Casi medio siglo después Brasil, el eterno país del futuro (valga la expresión paradójica), vuelve a ser fuente de esperanza. Buena parte de ese renacimiento se lo debe a su manager.
Hacía tiempo que Brasil no vivía una época de optimismo como ésta. Hace más de medio siglo tuvo un momento parecido, entre el suicidio de Getúlio Vargas en 1954 y el golpe de Estado militar en 1964. Esa década produjo mucho de lo que el resto del mundo aún hoy asocia con ese país.
No cabe duda de que Lula ha sabido construir sobre las bases que sentó su antecesor (y dos veces contrincante victorioso a la presidencia), Fernando Henrique Cardoso (1995-2002). Pero ha podido darle un valor agregado, que quizás se traduzca en hacer creer a los brasileños en sí mismos.
Es fácil exagerar el significado del momento histórico que vive Brasil. Como tantas otras cosas es una cuestión de percepciones. Me late que vamos bien, dirán muchos brasileños. La comunidad internacional parece tener una percepción igualmente positiva. Los medios de comunicación (cuando menos muchos) festejan al presidente y él se deja querer.
En los meses recientes ha habido muchas imágenes que han recorrido el mundo y que sirven para mostrarnos un jefe de Estado que parece saber lo que hace y que sabe que lo hace bien. Ahí lo vemos sentado en la Casa Blanca con el presidente Barack Obama y éste aparece realmente interesado en lo que le platica su interlocutor. Antes lo había hecho con George W. Bush. Exuda confianza y sus planteamientos son convincentes. En particular, su lucha por hacer de su país una nación más igualitaria lo ha distinguido a lo largo de su vida política. Abogar por la inclusión social ha sido su bandera y quizás falte mucho por hacer en ese campo, pero se le percibe como un líder que no quita el dedo del renglón.
Ha convencido a sus compatriotas a dejar (una vez más) de considerarse víctimas de la historia y de fuerzas exógenas y tratar de forjar un futuro para su nación, un futuro que les sea cómodo y que sea suyo.
Hace 60 años Brasil perdió la final de la copa del mundo de futbol en su casa contra Uruguay en el (entonces) flamante estadio Maracaná. Ocho años después, en aquella década de optimismo, conseguiría su primera copa en el mundial de Suecia. Pelé se convirtió en uno de los artífices de esa década de optimismo. Y Pelé, curiosamente, es uno de los vínculos entre aquel decenio y el actual momento de esperanza. Ahí estaba, junto con su presidente, cuando se anunció que Río de Janeiro será la sede de los juegos olímpicos de 2016. A Lula (y a Pelé) le saltó un lagrimón. De inmediato, Río fue proclamada “cidade maravilhosa... e olímpica”. Ojalá que los juegos de 2016 sirvan para regenerar una ciudad muy venida a menos. Lula ya ha encaminado el esfuerzo.
El presidente también les consiguió a los brasileños ser los anfitriones del campeonato mundial de futbol en 2014. Remozar estadios, ciudades y el país en general es otra tarea que les ha dejado Lula a sus compatriotas. Les sirve de estímulo y les genera más optimismo. Para entonces, algunos pronostican que Brasil ya será la quinta economía del mundo.
En los meses recientes el presidente Lula ha empezado a cosechar diversos reconocimientos internacionales. La revista The Economist le dedica su portada, en diciembre el diario Le Monde lo nombra hombre del año
y El País hizo lo mismo.
En poco más de un sexenio Lula y su hábil canciller, Celso Amorim, han colocado a su país en un lugar prominente en la escena mundial. Brasil es un destacado miembro del G-20, se ha convertido en el primer socio comercial de China, se codea con las grandes potencias y éstas lo toman en serio. Tiene ideas e impulsa su proyecto en materia de comercio internacional y medio ambiente. Participa en las operaciones de mantenimiento de paz.
En lo interno ha tratado con no poco éxito de reducir las inmensas diferencias sociales. Desde luego que hay quejas. En ciertos renglones las cosas no han mejorado mucho. El sistema educativo, empezando por la primaria, deja mucho que desear; los programas de salud pública no acaban de arrancar; la burocracia a todos los niveles pesa mucho; la policía es muy deficiente, al igual que la impartición de justicia. Sin embargo, la lucha contra la pobreza empieza a dar resultados y las instituciones democráticas han mejorado. Y ha resistido la tentación de buscar la manera de permanecer en el poder.
En lo económico, Lula ha seguido una línea neoliberal trazada por su antecesor, pero ha sabido sentar unas bases sólidas que permitieron al país sortear con éxito la actual crisis mundial. El ex dirigente sindicalista, que alguna vez atacó las instituciones financieras mundiales, ahora confiesa que el Fondo Monetario Internacional requiere más de la ayuda de Brasil que viceversa. Y, por si no fuera poco, su país podría convertirse en un importante productor de petróleo.
Enhorabuena y ¡qué envidia!