ntes de contestar el Cuestionario Proust al que Eduardo Estala Rojas generosamente me sometió para inaugurar su columna semanal del 2010 con esta colaboración en un diario de la ciudad de Guanajuato, busqué una vez más el origen de este formato de entrevista y volví a leer que, aunque empezó en el siglo XIX como juego casero en Londres, Marcel le impuso el nombre desde París, ya fuera por la calidad de sus respuestas o porque la contestó en dos ocasiones, la primera en su adolescencia y la segunda veinteañero, con pocas variaciones y ambas reproducidas en Proust: Retrato de un genio, de André Maurois, para asombro y modelo insuperable de todo el que después aceptara enfrentar el desafío.
Recuerdo haber respondido antes a una versión reducida de este divertimento, pero no encuentro la publicación en la que aparecieron impresas mis respuestas, de manera que no he podido compararlas con las que di ahora a Estala Rojas. Tampoco tengo memoria de qué me hizo temer que debía replicar lo primero que me viniera a la mente y de forma concisa, pero esta desorientada suposición me paralizó lo suficiente para cuanto antes desembarazarme de ella si es que iba a animarme a responder de forma reflexiva.
Pero trabajar sin límites tampoco es fácil, así que, aparte de pensar mis respuestas antes de emitirlas, me impuse una regla, que fue la de tomar en serio la propuesta y decir la verdad, insisto, la verdad, por más que en labios de un escritor. Y durante tres o cuatro días repasé mi formación y fui extrayendo del pasado remoto y no tan remoto lecturas y experiencias que, al confrontarlas con el presente, siguieran pareciéndome válidas como rasgos o motivos que delinearan mi juicio, mi gusto, mis conocimientos y mis principios lo más fielmente posible, como si se tratara de un examen final, como quien se atreve a autorretratarse a riesgo de eso, precisamente, autorretratarse.
A medio quehacer admití no saber qué era peor, si arrancar o no con la noción de que debía prever hacia dónde apuntarían mis respuestas, el temor que mi perfil resultara corresponder a mi perfil amenazó también con obligarme a no participar en el proyecto de Estala Rojas después de todo.
A mis 12 años de edad, en un colegio me sometieron a un examen sicológico que resultó con que yo fuera expulsada de la primaria, pues, según leí en el informe años más tarde, el metafórico diagnóstico establecía que, si en un canasto de manzanas en buen estado se introduce una podrida, hay que eliminarla de inmediato e impedir que las sanas se contagien y se pudran por su presencia entre ellas.
Con frecuencia me he detenido tratando de averiguar qué cosa me delató, si es que hubiera algo tan nocivo en mí que ameritara el término, en el examen sicológico de mi infancia y, por más repasos que hago, no consigo sino atribuir el difamador auto cargo a un abuso de mi imaginación pues, según recuerdo, en un momento dado hice un gesto con la mano como si saludara a alguien en el patio, del otro lado del vidrio de la ventana bajo la cual sumisamente yo dibujaba el árbol que la sicóloga me ordenó dibujar, que yo elegí que fuera frondoso, tupido de ramas, y cada rama con infinidad de hojas, y cada hoja con toda su nervadura. ¿A quién saludaste?
, me preguntó alarmada la científica de pecho plano y falda larga, alarmada, digo, pues por el patio, al que brincó a asomarse con tal avidez que se golpeó la frente contra el vidrio, no pasaba ni había pasado absolutamente nadie, ni siquiera la perra de los parientes de Vasconcelos que eran vecinos del colegio y que, en un rasgo de ingenio, la habían llamado con mi nombre y originado, más que mi empatía hacia el animal, que mis compañeras la nombraran a cada rato para que yo, siempre marginada, creyera que me querían a mí y contestara solícita y sonriente sólo para que entonces ellas rompieran en una horrenda carcajada y me dieran la espalda.
Una vez despachada mi condena, me pregunté por qué no había hecho retoques y enmendaduras a mi retrato hablado, por qué no había insistido en esmerarme en el ingenio y no había asaltado la enciclopedia para dar con datos que, al hacerlos míos, hubieran mejorado mi aspecto. Pero me contuve. Si un autorretrato no se parece a su autor es retrato, pero no autorretrato, que es lo que en última instancia yo me propuse hacer del Cuestionario Proust.