on ese término se suele definir a las personas sencillas y cálidas que le hacen sentir a gusto y en confianza. Eso se explica al visitar la entidad y convivir con sus gentes. La ciudad de Campeche –Patrimonio de la Humanidad– cautiva con sus casas de un piso, con balcones a la calle, pintadas de alegres colores; sus fuertes, baluartes y trozos de muralla de piedra caliza, que evocan el asedio de piratas.
Las antiguas fortificaciones se han convertido en museos, que muestran tesoros de la antigua cultura maya. El fuerte de San Miguel, enclavado en lo alto, custodia auténticas obras de arte, en su mayoría encontradas en Calakmul: máscaras de fina pedacería de jade y turquesa; cerámica exquisitamente decorada con estilizadas pinturas que representan dioses y aves, en vivos tonos de naranjas, ocres y negro con un destellante bruñido, que parece que fueron pintadas ayer; estelas y esculturas que muestran a los gobernantes con lujosos atavíos.
La plaza principal luce la sobria catedral con dos altas torres que en la noche se iluminan y se pueden apreciar desde cualquier parte de la ciudad, de armónica poca altura. La cálida temperatura hace que la ciudad cobre su vida más intensa al anochecer, en que el fresco nocturno invita al paseo, tornando la plaza en un sitio de fiesta en el que los fines de semana hay música y bailables. Alrededor del kiosco varios cafetines invitan a sentarse a ver pasar la vida.
Los antiguos barrios conservan sus templos, estilo y personalidad propios, como el de San Francisco, al que bautiza la iglesia del mismo nombre, donde se dice que se celebró la primera misa de América. En sus portales se suceden las cenadurías que ofrecen platillos tradicionales, como el caldo de pavo o el jamón claveteado.
A 61 kilómetros de la ciudad se encuentra Edzná, añeja urbe maya que se distingue porque sus habitantes construyeron un complejo sistema de extensos canales y calzadas de piedra muy bien trazadas, que comunicaban los distintos complejos arquitectónicos. En la llamada Gran Acrópolis destaca un imponente templo de cinco pisos coronado con una elegante crestería. Por su parte, la plaza principal alberga importantes construcciones y un juego de pelota. A la belleza de las edificaciones se suma la vegetación selvática que la rodea y la sombra de frondosos árboles. Si va con tiempo vale la pena que lo acompañe uno de los jóvenes guías, como Roberto Tamayo Chi, cuyas facciones semejan las de los personajes que muestran las estelas, sin duda heredero de los viejos habitantes de la región, y como tal muestra con orgullo su rico legado. Al terminar la visita, a un kilómetro se encuentra la lonchería Edzná, que atienden personalmente sus dueños, doña Lupita, excepcional cocinera, y don Jaime, amable anfitrión que platica sabrosas anécdotas. El frijol con puerco es de chuparse los dedos.
En el trayecto se cruzan pequeños poblados con musicales nombres en maya, en los que todavía sobreviven casas iguales a las que habitaron los constructores de las prodigiosas ciudades, cuyos vestigios aún nos maravillan. En Pomuch, poblado de importancia que presume también casas de piedra labrada, varias panaderías compiten entre sí para hacer el mejor pan, que tiene fama en todo el estado: pan de anís, rosca de polvorón, pichones –grandes panes rellenos de queso, jamón y chile jalapeño– y el lujo total: la panetela, que es un enorme bizcocho esponjoso que se hornea en cazuela y cuya preparación lleva seis horas, verdaderamente sabroso. Si visita Pomuch, vaya a la tienda de Rafael Pérez Novelo, que es de los pocos que lo trabajan por lo laborioso de su preparación.
Otra visita imprescindible es a las grutas de Xtacumbilxunaan, que en maya significa la mujer escondida
. Una escalinata de piedra entre profusa vegetación, conduce a las entrañas de la gran bóveda que resguarda impresionantes formaciones en las formas más caprichosas.
Un viaje delicioso.