Domingo 24 de enero de 2010, p. 3
En un rescate del género epistolar, dos de los escritores franceses contemporáneos más polémicos se enfrascan en un debate áspero, lleno de ironías, ataques y reflexiones casi siempre intensas acerca de la literatura y la vida. Michel Houellebecq y Bernard Henry-Lévy son los autores de las misivas, enviadas a través del ciberespacio, recopiladas en el volumen Enemigos públicos. El libro, resultado de siete meses de intercambio epistolar, causó revuelo con su publicación en Francia, es editado ahora en español por Anagrama. Con autorización del sello, ofrecemos a los lectores de La Jornada las dos primeras cartas de ese título, apenas una introducción del round intelectual que se desarrolla a lo largo de 311 páginas
Bruselas, 26 de enero de 2008
Querido Bernard-Henri Lévy:
Todo, como se suele decir, nos separa, excepto un punto fundamental: tanto usted como yo somos individuos bastante despreciables.
Especialistas de número descabellados y payasadas mediáticas, usted deshonra hasta las camisas blancas que lleva. Íntimo de poderosos, bañado desde la infancia en una riqueza obscena, es emblemático de lo que algunas revistas un poco de baja estofa como Marianne siguen llamando la izquierda-caviar
, y que los periodistas alemanes denominan con más finura la Toskana-Fraktion. Filósofo sin pensamiento, pero no sin amistades, es además el autor de la película más ridícula de la historia del cine.
Nihilista, reaccionario, cínico, racista y misógino vergonzoso: sería hacerme un honor excesivo encasillarme en la poco apetitosa familia de los anarquistas de derecha; fundamentalmente, soy sólo un patán. Autor insulso, sin estilo, accedí a la notoriedad literaria gracias únicamente a una inverosímil falta de gusto cometida, hace varios años, por críticos desorientados. Desde entonces, mis provocaciones jadeantes han acabado cansando.
Entre los dos simbolizamos perfectamente el apoltronamiento espantoso de la cultura y la inteligencia francesas, recientemente señalado, con severidad pero justeza, por la revista Time.
No hemos aportado nada a la renovación de la escena electro francesa. Ni siquiera figuramos en los créditos de Ratatouille. Se reúnen las condiciones del debate.
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París, 27 de enero de 2008
¿El debate?
Tres pistas posibles, querido Michel Houellebecq.
Pista número 1. Bravo. Lo ha dicho todo. Su mediocridad. Mi nulidad. Esa nada sonora que sustituye a nuestro pensamiento. Nuestro gusto por la comedia, cuando no la impostura. Nuestro gusto por la comedia, cuando no la impostura. Treinta años hace que me pregunto cómo un tipo como yo ha podido, y puede, ilusionar. Treinta años que, cansado de esperar al buen lector que me desenmascare, multiplico las autocríticas descabelladas, sin talento, inofensivas. Pues bien, ya ha llegado. Gracias a usted, con su ayuda, quizás lo consiga. Su venidad y la mía. Mi inmoralidad y la suya. Como diría otro despreciable, pero de alto vuelo, enseña sus cartas, yo muestro las mías, ¡qué alivio!
Pista número 2. Usted, de cuerdo. Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué iba a entrar, en definitiva, en este ejercicio de autodenigración? ¿Y por qué iba a seguirle en ese gusto que usted manifiesta por la autodestrucción fulminante, maldecidora, mortificada? No me gusta el nihilismo. Detesto el resentimiento y la melancolía que lo acompaña. Y pienso que la literatura sólo vale para contrariar ese depresionismo que es más que nunca la contraseña de nuestra época.
Podría consagrarme, en este caso, a explicar que hay también cuerpos felices, obras logradas, vidas más armoniosas de lo que parecen pensar los plañideros que nos detestan. Asumiré el mal papel, el verdadero, el de Filinto contra Alceste, y rendiré un elogio sincero de sus libros y, si no hay más remedio, de los míos. Es otra posibilidad. Otra manera de abrir la charla.
Y por fin, una tercera pista. En respuesta a la pregunta que me hizo la otra noche, en el restaurante, cuando se nos ocurrió la idea de este diálogo. ¿Por qué tanto odio? ¿De dónde procede? ¿Y por qué, en cuanto se trata de escritores, tiene una tonalidad, una virulencia tan extrema? Usted, en efecto. Yo. Pero, más serio aunque diferente, el caso de Sartre, escupido por sus contemporáneos... El de Cocteau, que nunca pudo ver una película hasta el final porque había siempre alguien que le esperaba a la salida para romperle la cara... Pound en su jaula... Camus en su caja... Baudelaire describiendo, en una carta terrible, a la especie humana
coaligada contra él... La lista sería larga. Porque habría que convocar entera a toda la historia de la literatura.
Y quizás habría que intentar sondear –sería mi tesis– al propio deseo de los escritores. ¿Qué deseo? El de desagradar, vamos. El gusto de desaprobar. El vértigo, el goce de la infamia. Usted elige.