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Brasil Ante crisis alimentaria, Lourdes Edith Rudiño De la misma forma que Brasil expresa su liderazgo latinoamericano en indicadores económicos y estrategias frente a la conflictiva financiera mundial, sus políticas a favor de la agricultura familiar marcan pauta para confrontar la crisis alimentaria, mejorar el nivel de vida de los productores de pequeña y mediana escala e incluso para empezar a transformar el modelo de mercados libres trasnacionalizados. Renato Maluf, presidente del Consejo Nacional de Seguridad Alimentaria (Consea) de la Presidencia de la República de Brasil, explica que la agricultura familiar fue prácticamente ignorada en este país hasta mediados de los 90s pero, por presión de las agrupaciones de productores, ha sido dotada desde entonces de una serie de políticas públicas e incluso de un ministerio especial –el de Desarrollo Agrario nacido en 1998, y paralelo al de Agricultura enfocado al agrobusiness–, de tal forma que hoy esta agricultura se ha convertido en “garantía sociopolítica, que hace la diferenciación frente a la agricultura de gran escala, descarnizada y de grandes extensiones”. En entrevista, comenta que fortalecer la agricultura familiar con el otorgamiento de créditos a tasas bajas por diez millones de reales anuales (siete mil millones de dólares) en un programa llamado Más Alimentos, junto con la política de “recuperación del valor del sueldo mínimo oficial en términos reales” para la población pobre objetivo de programas sociales, son los dos instrumentos que han permitido a Brasil atenuar los efectos de la crisis alimentaria. Pero hay mecanismos adicionales que están apuntalando la agricultura familiar, como el Programa de Adquisición de Alimentos (PAA), que inició en 2003 y que implica que el aparato público establezca contacto entre organizaciones agrícolas y los gestores locales que necesitan comprar alimentos para sus programas de escuelas, hospitales, guarderías, etcétera. Este programa, que reorientó las compras, pues antes se hacían con la industria o grandes agricultores, ha permitido revalorar regionalmente los productos agrícolas, y además fue inspiración para la Ley de Alimentación Escolar de 2009, la cual, a iniciativa del Consea, ajustó las características de un programa de alimentos para escuelas que existe desde los 50s, al establecer que “por lo menos 30 por ciento de las compras de alimentos se hagan directamente de la agricultura familiar local o de la región”, lo cual ocurrirá a partir de 2010. Al respecto Maluf señala que este programa, que es enorme, pues sirve 35 millones de comidas diarias gratuitas -–y que se refuerza con la nueva ley porque determina que “la alimentación escolar es un derecho, no un regalo o una concesión a los niños pobres”—, tendrá impactos tremendos de reactivación e impulso de la agricultura familiar, pues el gasto público es de unos 300 millones de dólares al año tan sólo de recursos federales, más montos también significativos que provendrán de los municipios. Maluf señala que, según el censo agrícola de 2006, hay casi cinco millones de unidades agrícolas en Brasil, y de ellas cuatro millones 300 mil son clasificadas en agricultura familiar; aunque éstas representan 70 por ciento de las unidades, emplean a siete de cada diez trabajadores del campo y participan con 70 por ciento del alimento que se consume internamente en Brasil, no cubren más que 30 por ciento del área agrícola total. “Esto demuestra el elevado grado de concentración de la tierra en el país”. La agricultura familiar es muy heterogénea en Brasil. Por ley, se declara que implica propiedades de hasta cuatro módulos fiscales, pero la extensión de cada módulo varía según la región: en la Amazonía (donde la gente vive de cosechar productos de la selva, y con escaso ingreso) puede ser de cien hectáreas, mientras que en el sureste de dos a tres. Con excepción de la Amazonía, la agricultura familiar está en un rango de áreas muy pequeñas y de hasta 20 o 30 hectáreas o la más capitalizada que puede llegar a cien. Y hay nexos entre la agricultura familiar y el agronegocio. El 70 por ciento de la producción de carne porcina y de pollo proviene de pequeños productores integrados a la agroindustria bajo contrato. En el caso de los granos básicos y otros fundamentales de la dieta carioca, el asunto es más complejo. El frijol y la yuca están en manos de la agricultura familiar y el maíz lo está en un 60 por ciento; aunque el 40 por ciento del maíz restante es producido en grandes predios y lo mismo pasa casi con todo el arroz, pues “Brasil pasó por un proceso fuerte de modernización de su agricultura; una modernización conservadora, como decimos, que conserva la propiedad y expulsa a la gente”. Según Maluf, lo que busca el Consea es promover instrumentos “que fortalezcan la producción, el abasto, el empleo y el ingreso de la agricultura familiar --que se supone es más sustentable y más equitativa-- y que mantenga a la gente en condiciones dignas”. Disputas con el agronegocio. Aclara que el impulso a la agricultura familiar ocurre como parte de “dinámicas contra-hegemónicas”, pues en Brasil, “hay una disputa fuerte de tierra, de biodiversidad; estamos bajo una ofensiva del agronegocio (el cual es poderoso: genera 60 por ciento del valor de la producción agrícola total y está centrado en productos exportables como la soya, el ganado vacuno, el alcohol de caña de azúcar, buena parte del café, jugo de naranja, etcétera); (...) nuestras políticas son defensivas. Tengo conciencia de los límites, de hasta dónde hemos logrado llegar”. El entrevistado afirma que la crisis alimentaria global es sistémica, no coyuntural. “Revela aspectos del modelo agroalimentario mundial que deben ser cuestionados: el vínculo entre alimentos y especulación financiera; la integración de cadenas bajo el control de cuatro o cinco corporaciones; la dirección que ha tomado el consumo alimentario, dando como resultado la obesidad, etcétera”. Por ello, “es momento de impulsar dinámicas que van contra corriente de este modelo integral: circuitos regionales; producción agroecológica; aproximar la producción al consumo (...) recuperar la regulación del Estado; tener políticas soberanas de suministro. En el Consea la sociedad defiende que las repercusiones de la crisis se enfrenten con iniciativas que modifiquen hasta donde sea posible al sistema alimentario mundial con una perspectiva de soberanía y derecho. “Todos los países abandonaron las políticas de abastecimiento alimentario. Dijeron ‘no hay que regular’, pero siempre hay regulación. Lo que pasa es que el abastecimiento está ahora bajo regulación privada; son los supermercados, las corporaciones los que dicen qué comemos, cuánto comemos, cómo comemos, cuánto pagamos. Lo que estamos defendiendo en Brasil es que el gobierno retome una política de abastecimiento soberana, con acciones descentralizadas, alimentación adecuada y diversificada, con circuitos regionales; e incluso lo estamos proponiendo como forma de integración en Sudamérica“.
Venezuela Profunda
Contradicciones de la Carlos Walter Porto-Gonçalves La elección de Hugo Chávez Frías como presidente de Venezuela en 1998 sorprendió a todos, inclusive a los que lanzaron su candidatura. De cierta forma, sucedió algo parecido a lo ocurrido en Brasil con la elección de Fernando Collor de Mello en 1989. No es que Collor y Chávez sean iguales. Al contrario, están en campos opuestos, sobre todo en cuanto a sus posiciones frente al imperialismo. Realmente los bloques de poder tradicionales en Latinoamérica, al adherirse al Consenso de Washington y todo el conjunto de políticas de Estado mínimo para el pueblo (y máximo para el capital), acabaron dando un tiro en sus propios pies al desmontar los mecanismos tradicionales de dominación. Siendo así, muchos gobiernos no consiguieron presentarse como alternativa a las intensas luchas sociales que se desencadenaron en la región contra las políticas neoliberales que, incluso, tuvieron su inicio en la misma Venezuela, con el dramático 27 de febrero de 1989, cuando miles de venezolanos fueran masacrados en las calles de Caracas al protestar contra las medidas antipopulares del gobierno neoliberal de Carlos Andrés Pérez. El episodio sería conocido como “Caracazo”. Desde esa época más de una docena de gobiernos electos democráticamente cayeron en Latinoamérica, ya no por golpes de Estado, sino por movilizaciones de calle contra las políticas neoliberales antipopulares. Es de destacar que dos grandes marchas dividieron a Bolivia y Ecuador en 1990, trayendo a la escena política el protagonismo de los pueblos indígenas que pasarían a tener un papel destacado en la nueva etapa que desde entonces se inauguró en Latinoamérica. Siendo así, si para muchos 1989 posee la marca de la caída del muro y aparece como una victoria, aunque parcial, del neoliberalismo, en Latinoamérica el año de 1989/1990 marca el inicio de un nuevo patrón de conflictos donde esas políticas neoliberales comienzan a perder legitimidad, como lo demuestran los innumerables gobiernos derrumbados a partir de movilizaciones callejeras. Fue así que un dislocamiento político con implicaciones continentales ocurriría con la elección de Hugo Chávez Frías en 1998. Desde entonces, otros gobiernos de izquierda se eligieron beneficiándose de esas amplias movilizaciones populares que fueron, poco a poco, minando el consenso neoliberal. La elección de Hugo Chávez acabó propiciando que una Venezuela profunda ganara la escena política colocando una serie de demandas sociales, económicas y políticas. Hoy 46 por ciento del presupuesto del gobierno venezolano se destina a fines sociales vía programas de salud y educación, así como al área de la producción. Ningún país de Latinoamérica tiene un presupuesto con ese perfil. Incluso una reforma agraria, aunque tímida frente a las necesidades, está siendo implementada. Pero hay un núcleo de poder en Venezuela que, todo indica, se mantiene incólume e impide que el socialismo del siglo XXI se libere de los fantasmas del socialismo del siglo XX, como propugna con cierta razón el presidente Hugo Chávez. Se trata de los sectores minero y energético, en particular del petróleo, que da lugar a gestores estatales que manipulan con cierta maestría el discurso nacionalista. Según datos de 2008, aproximadamente 92 por ciento de las divisas del país provienen del petróleo, y han financiando el proyecto desarrollista de apertura de carreteras, puertos y plantas energéticas, incluso hidroeléctricas. Para eso, el gobierno de Chávez viene abriendo espacio a inversiones de empresas trasnacionales como Vale do Rio Doce, la Norberto Oderbrecht y una serie de otras empresas con capitales de origen ruso, francés, chino y hasta estadounidense. Tal como el Plan de Aceleración del Crecimiento (PAC) de Lula da Silva, en Venezuela se pone en práctica toda una logística de apoyo a la Iniciativa de Integración Regional Sudamericana (Iirsa). Como es sabido, esta Iniciativa fue propuesta en 2000 por Fernando Hernique Cardoso como la base material necesaria para implementar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Lo que merece atención es que gobiernos que por un lado se muestran críticos del ALCA, por el otro crean su base material con pesadas inversiones con miras hacia una integración continental que en la práctica ha causado enormes conflictos sociales.
El significado político y social de este hecho es mucho más importante que su significado económico, aunque los dos estén asociados. Es que hay un núcleo de poder, que se estructura a partir del Estado venezolano, que detenta el monopolio de la extracción minera y que a partir de ahí se enarbola como guardián de los intereses nacionales ignorando la complejidad de la nación, que emana de la propia revolución bolivariana. Ésta es una de las mejores expresiones de lo que denominamos Venezuela profunda, misma que surgió de esa verdadera revolución democrática, porque pasa por Venezuela y por el reconocimiento en la Constitución de 1999 de los derechos indígenas, derechos hasta entonces ignorados en el país. Incluso fue promulgada una Ley Orgánica de los Derechos de los Pueblos Originarios, en donde se especifican los derechos de esos pueblos a sus territorios, además de que se instituyó un Ministerio para los Pueblos Indígenas y el gobierno firmó el importante Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) con el apoyo del Congreso. Sin embargo, todo ese proceso no ha sido capaz de impedir los conflictos con las poblaciones indígenas, particularmente con las que tradicionalmente habitan la región del Lago de Maracaibo, en el estado de Zulia, involucrando diferentes pueblos como los yukpas, los bari y los wayuu. Ahí, el gobierno de Hugo Chávez ha venido encontrando dificultades en posicionarse frente al núcleo duro del Estado venezolano, o sea el sector minero, que involucra a los militares. Es que aquellos pueblos indígenas habitan la Sierra de Perijá, donde son grandes los intereses y las concesiones históricas del Estado venezolano con las empresas trasnacionales de explotación minera (de carbón y uranio). Dichas concesiones no fueron anuladas por el gobierno actual. Ahí una política equivocada de demarcación de tierras en islas de inspiración americana –semejante a lo que la derecha y los militares brasileños defendían en Raposa Serra do Sol– impide que la lucha de aquellos pueblos por sus territorios ancestrales sea, por fin, reconocida. Hacendados ocupan tierras indígenas a pesar de que el presidente Chávez haya declarado explícitamente que “entre hacendados e indígenas, ese gobierno está con los indígenas”, posición que nos parece correcta, sin embargo, se muestra insuficiente. Esto porque el verdadero examen revolucionario de un socialismo para el siglo XXI exigiría que, además, el gobierno pudiera decir que “entre las empresas mineras y los indígenas, ese gobierno está con los indígenas”. Ahí sí, estaríamos delante de una verdadera revolución que sabe respetar la quincentenaria resistencia de los pueblos originarios e incorporar la diversidad de colores que reconozca que el socialismo del siglo XXI tendrá los colores de la Wyphala, o sea, el complejo de colores del arcoíris de la bandera de los pueblos originarios de Bolivia. La revolución bolivariana corre el riesgo de perder su legitimidad por no comprender la legitimidad histórica de la lucha de esos pueblos, tal como los sandinistas se fragilizaron por su incomprensión con relación a los indígenas miskitos. Lo que sorprende en el caso de la lucha de los pueblos yukpas, bari y wayuu en el Lago de Maracaibo es el silencio de la derecha, que podría tomar ese caso para blandir su anti-chavismo inconsistente, ya que es golpista y mediático. Sin embargo, la derecha también es racista, latifundista y posee intereses en la explotación minera de la Sierra de Perijá; por tanto, su silencio es cómplice, lo que nos muestra que en Venezuela hay algo mucho más profundo que la polarización entre la derecha y el chavismo, como los medios por aquí tanto alardean. ¡Todo apoyo a la lucha de los pueblos yukpas, bari y wyuu en la Sierra del Perijá! ¡Por la libertad del Cacique Sabino de la comunidad de Chaktapa, revolucionario que se reivindica chavista, y que está preso injustamente por defender la demarcación de los territorios ancestrales! ¡Por un socialismo con los colores de Wyphala! ¡Por un socialismo con los colores de Wyphala! Profesor del Programa de Postgrado en Geografía de la Universidad Federal Fulminense de Río de Janeiro y ganador del Premio Chico Mendes en Ciencia y Tecnología en 2004 Bolivia: la Pacha Mama está de plácemes Tercer aniversario de la revolución agraria
Armando Bartra “Somos anticapitalistas, pero no tenemos prisas doctrinales” Alejandro Almaraz, viceministro de Tierras. Con 63 por ciento del electorado, el pasado 6 de diciembre el presidente Evo Morales y el vicepresidente García Linera ganaron las elecciones para esos mismos cargos, mientras que los candidatos de su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS), consiguieron la mayoría parlamentaria con 25 de las 36 curules del senado y 82 de las 130 diputaciones. Una de las palancas del triunfo es la Revolución Agraria que impulsa el gobierno desde el 8 de noviembre de 2006, en que expidió la Ley 3545. Con sus pututus y mausers viejos traídos de El Chaco, a mediados del pasado siglo, los quechuas y aymaras hicieron una revolución para que la tierra fuera de quien la trabaja y de paso desmantelaron el sistema servil terrateniente del altiplano boliviano. Cincuenta años después los guaraníes y otros grupos de las tierras bajas han emprendido una nueva revolución agraria, ahora contra el neolatinfundismo amazónico conformado en el pasado medio siglo por la perversión de la reforma agraria de 1953. Y es que de los 57 millones de hectáreas que se distribuyeron de 1953 a 1992, el 68 por ciento quedó en manos del 18 por ciento de los beneficiarios, medianos y grandes propietarios, algunos extranjeros, que a título gratuito se embolsaron casi 40 millones de hectáreas en latifundios que a veces rebasan las cien mil, mientras que los indígenas de la Amazonía eran tratados como nómadas selváticos, mano de obra servil para los empresarios soyeros, madereros y castañeros del oriente. Paralelamente, la política inicial de fomento para la autosuficiencia alimentaria se pervirtió en fomento al agronegocio exportador, conformándose un modelo dual: minifundismo improductivo en las tierras pobres y gastadas del altiplano, donde la reforma del 53 fue redistributiva, y en las bajas, donde fue reconcentradora, latifundio predador de tierras y hombres, orientado al mercado externo. Se edificó así, en El Chaco y Los Llanos, el imperio de los Barones de Oriente, que políticamente son el núcleo de la derecha oligárquica atrincherada en los relativamente poco poblados departamentos de Santa Cruz, Beni y Pando, que sin embargo abarcan la mitad del territorio nacional. Nuevos alzamientos rurales impusieron la aprobación en 1996 de un Ley de Reforma Agraria, que si bien reconoció el derecho sobre sus tierras de las comunidades originarias, sobre todo de las andinas, facilitó la legalización de los enormes latifundios amazónicos. Fue necesario que un aymara llegara al poder, para que en respuesta a la gran marcha indígena de noviembre de 2006, Evo Morales promulgara una Revolución Agraria cuyo objetivo es “transformar las estructuras de tenencia y acceso a la tierra, desmontando la herencia colonial aún presente en El estado”, y cuyo principal instrumento es la Ley 3545 de Reconducción Comunitaria de la Reforma Agraria, que en tres años ha operado una profunda mudanza tanto material como espiritual en el agro boliviano. “En esta segunda etapa de la reforma agraria –dice Miguel Urioste, de la Fundación Tierra– el protagonismo es de los pueblos indígenas de la Amazonía, mientras que los nietos de la reforma agraria de 1953, los quechuas y aymaras de los altos, son en esto marginales. Y está siendo resistida por los Barones de Oriente, no sólo en términos jurídicos, sino a sangre y fuego. Y es posible que se resistan aún más, cuando se aplique en regiones particularmente sensibles de la Media Luna una ley que, por cierto, legaliza al latifundio, aunque lo reduce notablemente” En el momento de la negociación del marco jurídico, el peso de la derecha en la correlación de fuerzas obligó a reconocer la legalidad de propiedades de cinco y hasta diez mil hectáreas en una norma que además no es retroactiva de modo que latifundios aun mayores deberán ser respetados. Pero esto no ató las manos del gobierno encabezado por Evo Morales, pues al aplicar con firmeza y celeridad la Ley 3545, que es básicamente de saneamiento de la propiedad, pudo afectar millones de hectáreas en manos de la oligarquía; tierras que fueron apropiadas mediante procedimientos irregulares o fraudulentos o que no cumplen la “función económica social” establecida por la Ley, es decir que no tienen un uso productivo o mantienen sistemas de trabajo serviles. Así, sin necesidad de expropiaciones, en tres años el Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA) saneó y tituló casi 40 millones, de los cien millones de hectáreas existentes, interviniendo casi 11 millones con irregularidades, que se redistribuyeron a favor de unas 57 mil familias. También se identificaron casi 14 millones de hectáreas de tierras fiscales indocumentadas o indebidamente apropiadas, algunas de las cuales son de conservación, mientras que 3.6 millones son susceptibles de dotación, habiéndose entregado, hasta ahora, algo más de un millón en beneficio de unas seis mil familias. “Este gobierno viene de la demanda de redistribución de la tierra –dice Alejandro Almaraz, viceministro de Tierras del Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras–, entonces la importancia económico-social de la Revolución Agraria es enorme, pero también su importancia simbólica. Ésa era la primera demanda de quienes derrumbaron el poder neoliberal: territorio a los pueblos originarios y tierra a los campesinos, y de ahí se pasó a otros recursos estratégicos: bosques, hidrocarburos… “Las tierras disponibles se entregan necesariamente de manera comunitaria. Porque la propiedad comunitaria es poder político que da seguridad, no sólo material sino espiritual, lo que es aún más profundo en los pueblos indígenas. La decisión de titular las tierras de forma comunitaria no nace de este gobierno sino de la sabiduría de quienes han luchado por ella durante muchos años. En cierto modo es al revés: el gobierno de Evo es resultado de esa decisión. Hay que reconocer al sujeto del proceso agrario, que son las organizaciones indias y campesinas, campesindias, pues. “Pero no basta con que las tierras de los pueblos originarios se titulen de manera comunal. Esta fórmula fue resultado de una correlación de fuerzas, de una negociación. Lo que se busca es que las tierras comunitarias de origen sean reconocidas como territorio indígena. Pero esto será tarea del nuevo Legislativo pluriétnico. “La oligarquía se resiste y el Tribunal Agrario obstruye la reforma. Pero a pesar de todo hemos avanzado. Pienso que estamos a la mitad del camino y lo bueno es que ya no hay regreso.” Lo primero es redistribuir la tierra, dice el funcionario, pero paralelamente hay que impulsar la producción, lo que en la Amazonía obedece a un modelo agroforestal comunitario con cadenas de valor, como aserraderos y carpinterías. Sin embargo, la mitad faltante del camino incluye también encontrarle una salida al problema económico-social del altiplano, donde predomina el minifundio sobre tierras estragadas. Hay una marcha de los altos a las tierras bajas, pero ésta no es la solución de fondo: “En el oriente hay tierra para todos –afirma Juan Carlos Rojas, responsable del INRA–. Pero no puede llevarse a la gente del altiplano a la amazonía como si fueran animales”.
La solución al problema de los altos está mayormente en los altos, donde se ubican 150 de los 200 territorios de comunidades originarias, pero donde la tierra colectiva se entrevera con la pequeña propiedad campesina, lo que demanda regularizar la tenencia. El altiplano necesita también reforestación para recuperar los suelos. Y sobre todo requiere proyectos de desarrollo que, dadas las condiciones de la región, no podrán ser únicamente agropecuarios. Lo que plantea dificultades, pues las leyes agrarias regulan el aprovechamiento agropecuario y silvícola de los recursos renovables, sobre los que las comunidades indígenas tienen plenos derechos, pero no el de los no renovables, como los mineros, importantes en los altos, sobre los que los originarios sólo tienen preferencia y que están sujetos a otras leyes. Bolivia necesita empleos dignos y alimentos sanos y a precio justo, lo que sólo se logrará recuperando la soberanía laboral y la soberanía alimentaria extraviadas por gobiernos neoliberales que prefirieron exportar bolivianos e importar alimentos. Y en esto la industrialización puede ser una palanca, pero la clave está en el campo donde la Revolución Agraria tendrá que pasar de la redistribución y regularización al fomento agropecuario. Dice Lidio Julián, del Movimiento Sin Tierra, del Gran Chaco: “Debiera haber un ministerio de producción y tierras. La reforma agraria no sólo es repartir, también se necesita acompañamiento productivo basado en procedimientos agroecológicos”. La reforma agraria boliviana forma parte de una mudanza mayor, la Revolución Agraria, que ha su vez es parte de una revolución mayor, la de los campesinos e indígenas que luchan por sus derechos históricos, pero también por los derechos de la humanidad toda. “Somos anticapitalistas, pero no tenemos prisas doctrinales –dice el viceministro de Tierras–. Nuestra alternativa estratégica es el fortalecimiento de las comunidades, su empoderamiento. Sí, queremos postcapitalismo, pero no socialismo real de partido único y pensamiento único, donde el Estado se apropia de todo. Las decisiones deben venir de las comunidades, no de una estructura centralizada”. |