EI último suspiro del Conquistador / XIX
Sánchez Lora la barbacoa que había almorzado poco antes se le rebeló en el estómago cuando, junto con sus compañeros Pérez y Manrique, del Forense, tuvo que rescatar el cadáver de Iván de entre los pedazos del Arcángel San Miguel, sobre la calle de San Salvador, a unos metros de Pino Suárez. Su unidad había recibido por radio un R-3, luego un R-96, varios R-38 y después, un R-51, todos en América 10-20, y cuando su equipo llegó al sitio, comprobó que el operador de radio no había exagerado: aquello era un desastre, el acceso vehicular estaba cortado en varios puntos por muebles y marquesinas arrancadas de su sitio, varios grupos de personas se arremolinaban alrededor de algunos heridos y un lustrabotas trataba de poner en pie la silla en la que acomodaba a sus clientes. ¡Allí hay un muerto!
, gritaba una señora, desde la plazoleta, señalando en dirección a la entrada lateral de la capilla del Hospital de Jesús. Sánchez Lora vio un amasijo de hierros incrustados en el cemento roto de la acera y del cual salían unos chisguetes hemáticos que apuntaban en varias direcciones. Visto desde arriba, el conjunto podría parecer una brújula o un sol rodeado de rayo, pensó, y dijo a Manrique: ¿Preservas el área, cuñado?
–Para qué –respondió el aludido–. Ahí hay un pobre güey apachurrado como mosca. ¿Sospechas homicidio?
Sánchez Lora no pudo evitar una sonrisa ante la obviedad y se dispuso a trabajar. Conforme iban retirando los pedazos más livianos de la veleta destrozada, fueron hallando jirones sueltos de piel con grasa adherida, trozos de músculo aún pegados a fragmentos de hueso, un muslo casi completo y mucho bofe genérico e indistinguible. El perito estaba habituado a los saldos de la violencia pero nunca había visto un cuerpo reducido a componentes tan básicos y sintió náusea.
–Éste sí que reventó. Parece que le hubiera caído un meteorito –opinó Pérez.
–Haz de cuenta –reviró Manrique–. ¿Lo echamos todo en una sola bolsa?
–Cómo crees –respondió Sánchez Lora, con la barbacoa sublevándose en su garganta–. En la unidad debe haber bolsas pequeñas.
Pérez fue a buscarlas al vehículo, estacionado a unos metros, y volvió poco después con un manojo de bolsas y una expresión de alivio.
–Ni se preocupen por sacar fotos y eso –dijo a los otros dos–. Que los de la Federal quieren un resto irreconocible, y que les entreguemos éste, así como esté, y nos olvidemos del asunto.
* * *
Ante la indefinición y los balbuceos de Rufino, el librero de viejo supuso que éste quería alguna novela de sexo explícito. Como el posible cliente lo negara, el comerciante pensó en otro género prohibido y le propuso:
–¿No será brujería lo que buscas?
–Puede ser. No sé. Quiero un libro que hable de las almas y de los cuerpos como cosas… separadas.
El librero le pidió que esperara junto al puesto. Fue a una vieja y destartalada Pick-up azul, se introdujo en el área de carga y a los dos minutos emergió, resoplando, con un par de libritos entre las manos.
–Mira –le dijo con orgullo a Rufino, entregándole los volúmenes–. Si yo tengo de todo en mi librería.
El muchacho observó la portada del primer libro, elaborada por un dibujante poco entrenado, en la que, con un poco de esfuerzo, podía entenderse a una señora acostada y a su ánima transparentosa, abandonando el cuerpo para iniciar un viaje astral: Las enseñanzas de Prandayana. El segundo tenía en la portada una calavera dibujada en blanco y negro, una vela encendida y un recipiente, y se titulaba Devolver el alma al cuerpo. Era imposible saber si en alguno de esos libros encontraría la respuesta a sus preguntas.
–¿Cuánto es de los dos? –preguntó, con súbita determinación.
Ni esa semana ni la siguiente pudo comprar prendas de mujer. Decidió darse un descanso de travestismo y dedicar sus ratos libres a la lectura.
* * *
La saciedad de la sangre se apersonó. Lo envolvió un alivio líquido. Había vislumbrado la muerte de la muerte, su propio poder desencadenado y la otra parte de su nada, yacente bajo una bóveda, y se habían disipado la vergüenza y el remordimiento. Iba a hundirse de nuevo en oscuridades centenarias cuando regresó a eso que no era él, o sí, de algún modo, la noción lejana de movimiento.
* * *
En el muelle donde atracó la nao que lo trajo de Sevilla, el disfrazado Tomás se agenció a un mozo de cocheras, un mulato de primera generación, joven y deslenguado y, con el argumento de que necesitaba un sitio para orar, le pidió que lo condujera a un descampado. El muchacho observó por unos instantes a la figura morena, correosa y esmirriada de ropajes excesivos que parecía disolverse en sudor en medio del bochorno tropical, vio el enorme cofre que llevaba por equipaje, se intrigó con la petición de la mujer de ser conducida a un sitio solitario y ató cabos no muy desencaminados: Ésta es bruja
, concluyó para sí, y sin pensarlo más, le dijo a su supuesta clienta:
–Mi tío El Negre también hace trabajos que han de ser solitarios y apartados, y yo conoce el llano. Parejamente será bueno ese sitio para tu merced.
* * *
–¡Jacinta! –exclamó Andrés, en un golpe de agonía, al escucharla por el celular. Los motores del avión ganaban estridencia y la sobrecargo, parada a su lado, le insistía con un tono de impaciencia contenida y gestos histéricos: ¡Su aparatito, señor! ¡Tiene que apagarlo!
.
–Jacinta, estoy a punto de despegar... Te llamo en unas horas...
–¡Encontré el frasco, Andrés! ¡Tienes que venir!
–¡Señor, por favor! –se retorcía la sobrecargo, cada vez más molesta.
–Jacinta, no puedo. ¡Te llamo en doce horas! ¡Entiéndeme!
–¿En doce horas? ¿Estás loco? ¿Qué tienes? ¿Dónde estás, qué... –se iba desesperando Jacinta.
Atraído por el creciente altercado, uno de los oficiales del vuelo llegó hasta la fila de asientos en la que se encontraba Andrés y le dijo con tono cortante:
–Señor, si no obedece la instrucción de mi compañera, voy a tener que pedir al servicio de seguridad que lo bajen del avión.
–¡Estoy despegando, Jacinta! ¡Voy a París! –gritó Andrés contra su voluntad. Su volumen inquietó a los pasajeros de las filas próximas, quienes voltearon a ver al impertinente, con expresiones de evidente molestia y alarma.
–¿Cómo que te vas a París? –gimoteó Jacinta al otro lado de la conexión–. ¿Me... me vas a dejar...?
–¡No! ¡Te quiero mucho! ¡Te amo! ¡Voy y vengo! ¡Luego te explico! ¡¡¡Tengo que colgaaaar!!! –aullaba Andrés, fuera de sí mismo, en el centro de un pequeño escándalo aéreo. Y, con lágrimas en los ojos, cerró el teléfono.
–Ahora, apáguelo, por favor –lo conminó, con tono vengativo, la sobrecargo. El oficial del vuelo lo evaluó por un momento, decidió que podía perdonarle la vida, le lanzó una última mirada de odio y volvió a la cabina. El aparato ya estaba en pleno carreteo hacia la pista de despegue.
(Continuará)
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