hora que la llamada prensa financiera internacional, en las dos orillas del Atlántico, ha puesto de moda hablar de la crisis financiera en tiempo pasado y abunda en artículos festivos sobre la excelente recuperación de los mercados de valores y de las utilidades de los bancos, que al ser demasiado grandes para quebrar
fueron rescatados con dinero público, aparece un sorprendente addendum, a cargo de Islandia, país al que solía considerarse demasiado pequeño y aislado como para suscitar preocupaciones sistémicas. La lección que este episodio encierra puede ser reveladora de cambios y transformaciones de mucho mayor hondura derivados de la crisis. Transformaciones que el pensamiento convencional preferiría que no se produjesen y que, de hecho, empezaba a dar por sentado que no se producirían, tras los exitosos
rescates realizados en 2009, cuyo costo real aún no se ha cuantificado. Así, la inesperada reacción de Islandia ha puesto de relieve que, con la crisis, entran en juego actores que solían quedar al margen de los acuerdos o entendimientos que rigen las relaciones financieras internacionales. Uno de esos actores, cuya opinión no se había considerado necesario consultar, es el electorado islandés. Conviene, al considerar la evolución de la crisis financiera internacional del último año y medio, revisar ciertos pormenores de la posdata aportada por Islandia.
A mediados de este primer decenio del siglo, en el auge del capitalismo financiero al que se suponía capaz de autorregularse y desembocar en procesos continuados de creación de valor, las instituciones financieras de Islandia decidieron hallar alguna forma de participar en esa prosperidad aparentemente ilimitada. El vehículo que decidieron utilizar diversas instituciones, como el Landsbanki, para penetrar los mercados financieros europeos fueron las cuentas de depósito electrónicas, manejadas por Internet, de las que Icesave constituyó un ejemplo egregio. Ofrecían rendimientos muy atractivos, por encima de otros asequibles en los mercados. Gran número de inversionistas especuladores, tanto individuales como institucionales, interesados en el mayor rendimiento en el menor tiempo, inundaron dichas cuentas con depósitos que, con el tiempo, llegaron a exceder el PIB de Islandia y a tornar por completo inoperante el modesto esquema de seguro de depósitos existente en el país. Mientras el esquema se autoalimentó, la fiesta parecía interminable. “Durante el auge financiero –acaba de señalar The Economist– Reykjavik se asemejaba a una ciudad en medio de la fiebre del oro.”
Cuando la crisis secó la fuente de los nuevos depósitos, el castillo de naipes se vino abajo. Gran número de los depositantes en Icesave y cuentas semejantes, afectados por el derrumbe del esquema, residían en los Países Bajos y el Reino Unido. Para evitar efectos colaterales, en el momento de mayor gravedad y tensión de la crisis, los gobiernos holandés y británico decidieron resarcir las pérdidas de sus depositantes, en espera del momento para presentar la cuenta respectiva al gobierno de Islandia. Mientras tanto, invocando leyes destinadas a combatir el terrorismo, el gobierno británico congeló los activos de bancos islandeses.
La crisis provocó un terremoto político en Islandia, que desembocó en un cambio de gobierno. Una nueva coalición, de orientación socialdemócrata avanzada, obtuvo una victoria arrolladora. La posición de primer ministro correspondió a Johanna Sigurdardottir, una figura política con un notable historial de heterodoxia. A la sazón, se dijo que el de Islandia había sido el primer gobierno derribado por la crisis.
Sin embargo, el nuevo gobierno, tras disponer la nacionalización de los bancos rescatados con dinero público, condujo la tarea de reconstrucción por canales tradicionales. Con la ayuda de un paquete de rescate por 10 mil millones de dólares del FMI, se restructuraron o cancelaron créditos bancarios del orden de 70 mil millones. Un complemento importante de los nuevos entendimientos financieros fue la aceptación por Islandia de rembolsar a Reino Unido y los Países Bajos 5 mil 500 millones de dólares en un periodo de 15 años, con una tasa de interés de 5.5 por ciento. El 30 de diciembre último, el Parlamento aprobó esta transacción, que supone una carga sumamente pesada para la economía y la población de Islandia.
La sorpresa vino con el Año Nuevo. La oficina de la presidencia recibió una petición, respaldada por 60 mil firmas, para someter a referendo ese rembolso. Olvidando su posición más bien ceremonial, el presidente Olafur Ragnar Grimsson decidió convocar a la consulta, que podría efectuarse a mediados de febrero.
El asunto tiene muchas aristas. Es debatible que se trate, en realidad, de un adeudo público, a cargo del Estado, pues la compensación a los depositantes fue decidida por los otros gobiernos y los bancos eran instituciones privadas. A la luz de los niveles ahora prevalecientes de tasas de interés, la anunciada resulta excesiva. Cubrir este adeudo, en los términos señalados, afectaría la perspectiva de reanudación del crecimiento económico, la creación de empleos y afectaría los niveles de vida.
Los gobiernos británico y holandés, así como el FMI, han reaccionado con gran dureza. Como se hacía con los deudores en desarrollo, ahora se amenaza a Islandia con el ostracismo financiero, la suspensión de inversiones y transferencias de recursos. Se le amenaza también, un tanto subrepticiamente, con suspender o congelar su proceso de incorporación a la Unión Europea.
Independientemente de lo que resulte del referéndum de febrero –en el que la primera ministra defiende la aprobación del cumplimiento del pago– la actitud de la población de Islandia, al reclamar para sí una decisión que compromete su futuro, ha dejado en claro que, tras la crisis, los acuerdos financieros internacionales deben tomar en cuenta a un nuevo actor: los ciudadanos. Las finanzas, podría decirse, dejarán de ser esas oscuras transacciones decididas entre banqueros y funcionarios.