uerto Príncipe, la capital de Haití, fue destruida en gran parte antenoche por un terremoto de siete grados en la escala de Richter. El objetivo inimaginable
empleado por el presidente de ese país caribeño, René Préval, para calificar la catástrofe en curso, no parece exagerado: las primeras estimaciones indican que los muertos se cuentan por decenas de miles y que la cifra de damnificados puede ascender, según el Comité Internacional de la Cruz Roja, a millones de personas. Tales magnitudes resultan verosímiles, pues si el movimiento telúrico derribó edificaciones sólidas de la capital haitiana –como el palacio presidencial, la sede de la misión de la ONU, hospitales y escuelas–, es probable que haya arrasado, también, las viviendas más que precarias en las que se aglomeraba la gran mayoría de la población, en los cerros que rodean el centro de Puerto Príncipe.
El hecho es que el fenómeno natural ha golpeado a un país con carencias y rezagos inadmisibles en el siglo XXI, afectado por la miseria, la insalubridad, la falta de infraestructura, el analfabetismo, la mortalidad materno-infantil, la prevalencia de sida, la emigración, la falta de desarrollo económico, la corrupción y la debilidad de sus estructuras institucionales. En tales circunstancias, la situación de tragedia del contexto social haitiano se convierte en multiplicador de las consecuencias catastróficas del sismo. Más allá de la brutal pérdida de vidas y de las lesiones sufridas por un número aún indeterminado de personas, de la destrucción de viviendas, de los pocos empleos, de instalaciones médicas y escolares y de los escasos bienes materiales, el terremoto coloca a la patria de Toussaint L’Ouverture en la perspectiva de sufrir un retroceso de más de 15 por ciento de su producto interno bruto, de acuerdo con una estimación emitida ayer por el Banco Mundial. Si a ello se agrega que el año antepasado la economía de Haití perdió un porcentaje similar como resultado del paso de huracanes y tormentas tropicales por su territorio, queda claro el tamaño del desastre.
El total desamparo de los haitianos en el momento presente debe llevar a la sociedad mexicana a realizar un esfuerzo –con todo y su situación propia, desfavorable y hasta grave– para hacer efectiva su solidaridad con esa desventurada nación hermana. Es obvio que toda la ayuda, monetaria y en especie, que Haití reciba del extranjero, resultará insuficiente para hacer frente a la catástrofe, y ese mismo hecho debe ser aliciente para llevar hasta donde se pueda el ejercicio de solidaridad de nuestro país, en el cual deben participar individuos, instituciones, empresas y organizaciones de todas clases.
Más allá de las tareas inmediatas de auxilio, la comunidad internacional, y en especial los gobiernos de Estados Unidos y Europa occidental, tienen ante sí el deber de asistir a Haití en la superación de una circunstancia económica, política y social que se debe, en parte, a las actitudes colonialistas y neocolonialistas de las naciones ricas. Se requiere, en este sentido, de un plan de rescate a fondo, sin regateos ni condicionamientos de dependencia política, para que el país más pobre del continente –y uno de los más pobres del mundo– consiga superar la catástrofe inmediata, pero también su trágica circunstancia de décadas y de siglos.