ara quienes estén pendientes de la vigencia de movimientos y corrientes, la nueva ola francesa supone un fenómeno de vigor que ahí está para la historia. Salvo François Truffaut, quien murió de manera prematura, los demás puntales de esa corriente se han mantenido activos y coherentes con sus respectivos estilos de autor, a una edad en que a la mayoría de las personas le resulta complicado ya no digamos realizar cine, sino asistir a una sala cinematográfica.
Eric Rohmer, fallecido ayer a los 89 años, era el mayor de ellos y, sin embargo, su cine supo mantenerse tan fresco y vital como en sus inicios. El protagonista de la película Secreto oculto en el mar (1975), interpretado por Gene Hackman, en algún momento decía el muchas veces citado diálogo que comparaba ver una película de Rohmer con ver cómo se seca la pintura
. (No necesariamente una afirmación de su director, Arthur Penn –él mismo un cineasta influido por la nueva ola–, sino un apunte sobre un personaje de mentalidad cuadrada.)
Ciertamente, a un espectador no muy paciente –y mal acostumbrado por las convenciones del cine hollywoodense–, la obra de Rohmer podría parecerle aburrida. La mayoría de sus películas pueden resumirse como la historia de varios franceses de clase media que, en circunstancias cotidianas, discuten sus dilemas amorosos, su deseo insatisfecho. Pero la cualidad esencial radica en la sencilla inteligencia con que el realizador supo observar a sus criaturas y llevarlas, mediante diálogos incisivos y a la vez naturales, a confrontar sus contradicciones. La puesta en escena sólo servía a esas intenciones. Y con frecuencia el centro del conflicto se centraba en mujeres bellas, incapaces de calcular el efecto de dicha belleza en su entorno. No es casual que numerosas actrices –Haydée Politoff, Françoise Fabian, Marie-Christine Barrault, Laurence de Monaghan, Béatrice Romand, Zouzou, Marie Rivière, Arielle Dombasle– consiguieran su retrato consagratorio al colaborar con Rohmer.
De nombre Maurice Henri Joseph Schérer (atentos, amantes de la trivia), Rohmer formó parte del subversivo grupo de jóvenes cinéfilos que habrían de innovar, bajo el padrinazgo de André Bazin, el concepto de la crítica de cine, primero, y luego el de la propia realización. Desde luego, menos vanguardista que Godard, Resnais, Rivette y hasta Truffaut, Rohmer supo encontrar su lugar en la cresta de la nueva ola con su serie bautizada Cuentos morales, de las cuales la más popular fue Mi noche con Maud (1970); le siguieron los Cuentos y proverbios y Cuentos de las cuatro estaciones. Suponía el crítico británico David Thomson que, cuando todo llegara a su fin, Rohmer aún nos obsequiaría una cuarta serie. Por desgracia, no se cumplió ese pronóstico.
En los intermedios, el director ensayaba un giro radical y dirigía estilizadas películas de época, como Perceval el galo (1978), L’anglaise et le duc (2001) y su última cinta, Les amours d’Astrée et Céladon (2007). Amo y señor de los presupuestos modestos, Rohmer no contemplaba el prospecto de una recreación costosa. Todas se distinguen por un encantador tono naif que, en el caso de L’anglaise et le duc, recurría incluso a pinturas basadas en grabados históricos, sobre las cuales se movían los personajes.
Hoy día el espectáculo cinematográfico, sostenido por la tecnología digital, involucra guerras intergalácticas, seres fantásticos (de color azul, a veces), acciones masivas e incontables explosiones. El cine de Rohmer ofrece otro espectáculo bastante más sutil: el del comportamiento humano observado con intuición e inteligencia.