n noviembre de 1989, el comité central del Partido Comunista de la República Democrática de Alemania (RDA) decidió morigerar los impedimentos de los ciudadanos para viajar a Europa occidental: había evidencias mil de posibles revueltas populares desafiando al régimen de Berlín. El decreto ley preveía que los ciudadanos de la RDA solicitaran visas para viajar. Pero en la rueda de prensa convocada, Günther Schabowski, miembro del politburó del comité central, explicó –se dice que por error–, ante la perplejidad general, que la medida entraba en vigor con carácter de inmediato. Los ciudadanos de Berlín del este no esperaron más aclaraciones oficiales: acudieron al muro, lo franquearon y/o comenzaron a derrumbarlo.
Detrás del derrumbe del muro vino el de la URSS en su totalidad. Fue el fin de la guerra fría, verdaderas multitudes se pusieron a bailar en las calles de la Europa central y oriental. En el mismo mes y año Francis Fukuyama escribió su ensayo sobre el fin de la historia
(que tres años más tarde ampliaría con nuevos y maravillosos datos y argumentos y que se publicaría como libro). Francis vio con claridad meridiana que la historia humana, como lucha de ideologías, había terminado, con un mundo final que aterrizaba en una democracia liberal tanto en la esfera económica como política. En palabras del autor: el fin de la historia significaría el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas
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Desde entonces mucha agua ha corrido bajo el puente y mucha sangre también en docenas de guerras localizadas, las peores, las protagonizadas por la mayor democracia del planeta.
Hace 10 años, los primeros ministros o ministros de Economía y de Asuntos Exteriores de Europa se reunieron en Lisboa, y en su comunicado final pronosticaron el más esplendoroso futuro para el continente en casi todos los aspectos. Fueron invitados los ministros (o equivalentes) de Iberoamérica, con los que se acordaron una serie de reuniones sucesivas para el apoyo europeo en la conformación de e-gobiernos, que redundaran en una eficiencia suficiente para dirigir la futura prosperidad latinoamericana.
En octubre pasado el intelectual italiano Claudio Magris agradeció la entrega del Premio de la Paz de los libreros alemanes en la Feria del Libro de Francfort, con lamentos sobre la impotencia de Europa, sobre su falta de propósito y de progreso y sobre la falta de cumplimiento de todos los sueños de antaño. Los grandes partidos tradicionales, refirió, de derecha e izquierda en Europa, pierden apoyo, como han mostrado las recientes elecciones en Alemania y harán probablemente lo propio en las británicas. El pesimismo reina en Europa del este y la situación italiana suministra materia abundante para los escritores satíricos.
En más de dos siglos de registro de los mercados de valores, el mundo no había visto el desastre que muestran los últimos 10 años. Es sin duda el fin del sueño americano. Y el comienzo de una incierta e irremediable pesadilla. Nadie sabe en el mundo qué hacer. Algunos de los gobiernos del G-20, los que mandan, buscan pragmáticamente en la bruma espesa qué harán con la humanidad y con el planeta. Tal como lo expresó una vez Karl Popper, en los asuntos humanos es imposible anticipar un invento nuevo, debido a que, si fuera posible, ya se habría inventado. Mucha niebla, mucha obscuridad.
Los paquetes de estímulo que han permitido a la economía mundial mantenerse precariamente en una la línea de flotación son cifras astronómicas que no caben en el entendimiento de los seres humanos. Pero son, al mismo tiempo –tal como van las cosas en la economía mundial–, sumamente insuficientes. El G-20 discutió y puso sobre la mesa tres ideas alternativas: a) no hacer nada (por supuesto que son cientos o miles los economistas thatcherianos que claman a gritos por esta línea); b) llevar a cabo una vigorosa política de estímulos fiscales coordinada; c) hacer esto último pero dejar actuar discrecionalmente a los gobiernos. Se fueron por esta última línea, que parece encaminarse nuevamente a un gran desastre.
China fue el país con el plan de mayor estímulo fiscal: 12.9 por ciento de su PIB. Estados Unidos puso la mayor cantidad en términos absolutos, pero una cifra sustancialmente inferior a la de China en términos relativos. En Europa, Francia y Alemania fueron a fondo..., en el marco de sus restricciones. No es extraño que hayan sido los primeros países europeos en mostrar signos de esta recuperación precaria. Alemania metió recursos por 2.8 por ciento de su PIB, mientas Reino Unidos lo hizo sólo con 1.3 por ciento, e Italia entró con un ridículo 0.3 por ciento. El G-20 había acordado que era preciso un estímulo de 2 por ciento del PIB mundial. Los estímulos puestos en juego de todos juntos, según cifras del FMI, suman 2 mil millones de dólares, equivalentes a 1.4 por ciento del PIB mundial.
Quince por ciento de los estímulos fiscales se aplicaron en 2008; 50 por ciento en 2009 y el restante 35 por ciento se aplicarán en el primer semestre de 2010. Entre tanto, las cifras del desempleo en Estados Unidos y en la Unión Europea continúan aumentando a galope tendido. Si a nadie se le ocurre nada, en junio de este año se agotará el impacto de los estímulos fiscales; después, el abismo o… (¿?)