ra 1996. Recién había terminado la mesa sobre derechos y cultura indígena de los Diálogos de San Andrés, cuando los zapatistas elaboraron la lista de sus asesores para los trabajos sobre democracia y justicia. En ella incluyeron a Ricardo Robles. Él no aceptó. Su argumento fue que ése no era su tema y que había personas mejor preparadas que él para tratar ese asunto. El comandante Tacho insistió: Don Ricardo, necesitamos que vengas, por favor. Tu trato es lo diferente
.
Ronco –como le decían sus amigos por su tono de voz– accedió. El argumento del comandante le pareció definitivo y de un nivel distinto a sus objeciones. Esas palabras lo acompañaron el resto de sus días. Nunca las olvidó. Eran ciertas: el trato que él daba a la gente, especialmente a los indígenas, lo diferenciaban de otros ministros de culto, intelectuales y académicos.
Ricardo Robles fue, desde muy temprana edad, un mestizo convertido en indio, un traductor intercomunitario en un mundo excluyente, un cura católico evangelizado por los rarámuri-pagótuame, un religioso con muchos amigos ateos.
Ronco nació en 1937, en el seno de una familia católica afectada por la Revolución pero no simpatizante con los cristeros, enfrentada al cacicazgo de Gonzalo Santos. Fue el quinto hijo de 15 hermanos. Su padre se dedicó al comercio desde muy joven, y su madre fue maestra normalista. Estudió primaria en una escuela religiosa en la que aprendió muy poco, tomó clases particulares con una maestra durante un año y asistió a la secundaria con los maristas. A pesar de las reticencias de su papá, que habría preferido que se pusiera a trabajar, marchó a Monterrey a estudiar la preparatoria. Ricardo sentía que iba creciendo como un inútil y que necesitaba salirse de su familia y su ciudad para ser alguien, para ser él mismo.
En Monterrey, cuando irónicamente había ido dejando de lado las cuestiones religiosas, decidió dedicarse al sacerdocio. Lo hizo a partir de una reflexión muy extraña sobre el sentido de la vida propiciada, en parte, por la lectura de Muerte sin fin, de José Gorostiza. “Yo me planteo en un momento dado –contó Ronco– ¿qué quiero llevarme como cosecha el día que se acabe esta vida? Entonces dije que quería dedicarme a esto y ser cura. ¿Por qué lo veía así? No sé.”
A los 19 años entró a la Compañía de Jesús. A la hora de pensar dónde iba a incorporarse concluyó que allí había un espacio para ser él mismo. “Los dos jesuitas que había en Monterrey en la prepa –narró– eran muy diferentes entre sí, a pesar de pertenecer a la misma orden. Me dije: aquí hay espacio para ser tú mismo.”
En los sesenta decidió ir a Tarahumara, en parte tras la añoranza de un mundo más verdadero. Una cosa era muy clara para él: sus raíces no estaban en una tradición europea, sino en lo prehispánico mexicano. Eso facilita que fuera a la sierra con los ojos abiertos a esa realidad.
Durante 15 años, Ricardo Robles vivió en la comunidad de Pawichiki. Se sentía enormemente privilegiado por haber tenido esa oportunidad. ¿Quién demonios puede tener la experiencia de 15 años así en una cultura bastante conservada y diferente?
, se preguntaba. Y se respondía: Nadie, a no ser, quizá, los primeritos que llegaron
.
Viviendo con los rarámuri, filtrado por su cultura, tuvo un choque interno fuerte. Comenzó entonces a reflexionar sobre cómo la fe no puede ser una serie de verdades abstractas muy bien formuladas, sino un modo de vida. Terminó creyendo en que “eso que los indígenas llaman Dios –no lo que se dice en Occidente– es una especie de ser viviente que genera vida, es un motor de la armonía comunitaria y social, de referente para poder vivir los valores. ¿Se parece al Dios aristotélico? No lo sé, pero se me hace inútil ponerme a pensar en eso”.
Invitado por los zapatistas a ser su asesor en San Andrés, objetó el término y les propuso ser un simple acompañante. La experiencia lo hizo sentirse de golpe 10 años más joven y llenarse de fuerzas. Significó recuperar una vida con sentido, en un mundo en el que se perdían los signos de esperanza y utopía. Representó la entrada al mundo indígena más amplio. Eso que he vivido con los indígenas ¡cómo me da vida!
Ronco desempeñó un papel muy relevante en la formación y acompañamiento del Congreso Nacional Indígena en 1996. Rechazó la idea de convertirlo en un aparato descentralizado, con líderes visibles. No obstante ser cura, se relacionó con los pueblos indios y su movimiento no desde su vínculo eclesiástico, sino desde el movimiento mismo.
Cariñoso, expresaba su afecto diciendo a sus amigos más queridos pedazo de bestia
o pedazo de animal
, mientras se llevaba la palma de la mano a la coronilla. Continuamente reía y hacía bromas. Fumaba Faritos y disfrutaba comer y beber tequila blanco.
Editor de la revista Kwira, publicada trimestralmente desde hace 25, fue autor de una vasta obra sobre la realidad india. Sus escritos, distribuidos en multitud de revistas y en el periódico La Jornada, no están compilados. Es difícil que pueda juntar todo porque ya se me olvidó qué escribí
, dijo. Son un ejercicio inédito de traducción intercultural. En ellos están sistematizadas algunas de las más sugerentes ideas-fuerza del movimiento indígena mexicano. Están elaborados a partir de una metodología flexible que distingue los hechos de la interpretación frente a lo sucedido.
Por muchos años estuvo muy satisfecho de las relaciones con sus superiores en la Compañía de Jesús y con los obispos José Llaguno y José Luis Dibildox, que apoyaron su labor. Sin embargo, al final de su vida sufrió por la desconfianza que hacia su forma de pensar tenían algunos de sus superiores. Nadie me tuvo desconfianza: ni mis padres ni mis maestros ni mis superiores, ni nadie. Encontrártelo a los 70 años es muy grueso. Es muy difícil de llevar. Te apaga mucho si te descuidas. No se vale
, contaba, visiblemente dolido.
Convencido de que el siglo XXI será de los pueblos indígenas, encontró sentido en la concepción de la vida rarámuri, en un mundo en el que el sentido ya se perdió. Al hacerlo generó un pensamiento propio. Hombre genuino, su vida estuvo guiada por la ética de la autenticidad.