Opinión
Ver día anteriorMiércoles 6 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Recordar
L

as hojas de los calendarios son despiadadas. Cada año caen más rápido. El tiempo se escurre con inusitada velocidad. Otro diciembre. Y otro enero. Y otro año: ¿otro año más u otro año menos? En diciembre se regresa, se recuerda. En enero se siembra. Es parte de la rutina y de la vida. El último diciembre me regresó a otros diciembres: trabajé en un pequeño libro sobre recuerdos. La memoria siempre me ha parecido tema fundamental. Comparto unas líneas.

Me gustan las leyendas. Aquellas que cuentan cómo se borra el conocimiento de las criaturas recién nacidas o de las almas son interesantes. Recuerdo dos.

Una leyenda judía cuenta cómo un ángel coloca su dedo sobre los labios del bebé justo antes de nacer. Esa caricia borra de golpe la memoria del paraíso en el cual vivía. La huella del ángel se convierte en el surco vertical que baja de la nariz hasta el labio superior.

Los griegos antiguos aportan su historia. Para destruir el recuerdo de sus vidas pasadas, las almas, antes de rencarnase debían beber en el Leteo, uno de los ríos del Hades. Sus dulces aguas provocaban el olvido.

En las leyendas, borrar los recuerdos en las criaturas que nacen o en las almas que regresan tiene sentido: la vida es nueva, la vida reinicia, el olvido tiene lugar. En la vida, otra es la historia: los recuerdos deben ocupar un lugar privilegiado. El reverso de la existencia es el olvido.

Qué somos si no valoramos los recuerdos. Qué somos si no bordamos en ellos. Se corre el riesgo de distorsionar el presente si el pasado no regresa y dialoga. Se corre el peligro de que el tiempo se transforme en polvo.

El recuerdo es el mapa y la geografía de la vida de las personas. En sus grandes espacios, y en sus intrincados rincones, el recuerdo se convierte en geografía y la geografía en la casa de esas vivencias.

El misterio de la geografía de la vida de una persona es infinito. Cada arruga es un pedazo de mapa; cada guiño, un trozo de tierra. La geografía siempre aguarda. Como la gleba, como los surcos sin agua de la tierra sedienta. La arquitectura de los individuos, sus avatares y sus cosechas, convierten el misterio en realidad y en recuerdo.

Muchos agujeros humanos existen por el peso del olvido. Quizás por eso, por el miedo que conlleva perder el pasado, se escribe. Se escribe para impedir que la vida sea una mera pantomima. Regresar a los barrios de la infancia mitiga la dureza de la vida. Los poetas aseguran, con razón, que la aurora en la montaña se sucede, día tras día, sin que a nadie preocupe si alguien la mira. Lo mismo sucede en el desierto: el tiempo transcurre en forma anónima. Nadie lo mide. Pasa. Se marcha. Historias similares se escriben en los callejones de la niñez: ahí están. Aguardan los pasos que los anden.

Los muertos viven gracias a los recuerdos que dejan. Los vivos viven cuando recuerdan. Por eso me repito sin piedad. Es una costumbre que no me abandona. Los recuerdos impiden que el tiempo nos arrase. Impiden que la geografía que muta sin cesar olvide. La cara de hoy nunca es la de ayer. Chris Marker, fotógrafo y director de cine, lo expresa bien: Cuando ocurren, los recuerdos no se distinguen de los otros momentos vividos. Sólo los reconocemos después, por sus cicatrices. Así es: construyen o entristecen las vidas. Atrás de la piel se esconde la verdad.

Detener el olvido implica regresar. Se regresa para leer con otras lupas. Se regresa porque uno cambia: las casas de la vida y de la persona se modifican sin cesar. Se retorna porque la tierra requiere nuevas palas y los recuerdos otras palabras. Palas que muevan historias, palabras que empujen en otras direcciones.

Azorin escribió: Vivir es ver volver. El recuerdo es parte del mapa de la vida de las personas. El recuerdo no es antídoto contra el olvido, es una forma de reparación del olvido. Quizás por eso tantas personas escriben, pintan o dejan recuerdos.

Henning Mankell, en Moriré, pero mi memoria sobrevivirá, explica el valor y la trascendencia de los recuerdos. En ese conmovedor libro, el creador del inspector Wallander se vierte y reflexiona sobre el devastador impacto del sida en África. En él nos habla de los pequeños libros de recuerdos, escritos por enfermos de sida que buscan dejar testimonios de sus vidas para que sus hijos puedan recordarlos. Muchos de estos enfermos eran –son– jóvenes. Los libros de recuerdos intentan detener el dolor del olvido: una foto, unas palabras, una mariposa pegada entre las páginas del cuaderno son motivos para contener el peso de la desmemoria.

Los recuerdos son viejos caminos. Regresar, aunque duela, es sano. Intervengo a Azorin: Regresar es volver. Recorrer el pasado permite mirar y mirarse. Esa es una de las razones por las cuales se escriben diarios. Diarios personales, libros de recuerdos, anécdotas esculpidas en la piel, lágrimas vertidas en el regazo del amor, historias que retornan y que se comparten cuando la vida personal se abre y contagia las vidas de otros. Páginas para atarse a la vida. Palabras para imaginar palabras no escritas.

Los recuerdos avivan caminos viejos. Sus veredas van y vienen. Se sube hoy, se baja mañana. Se mira de regreso para mirar hacia adelante. Los recuerdos son metáforas. En ocasiones requieren palabras escritas, en ocasiones palabras sin letras. Sus líneas las traza el tiempo de la vida y los tiempos de la persona. La melancolía, cuna de recuerdos, reviste el pavimento de las veredas que llevan hacia el norte sin olvidar el sur. Como los ríos que nacen y mueren en el mar. El olvido mata cuando se asfixia el recuerdo.

El olvido cierra la vida. El olvido clausura los caminos por los cuales transitan los recuerdos: es una bruma densa, impenetrable, espesa. Se recuerda para no morir del todo, para contar. Olvidar los recuerdos es olvidar la vida. Se recuerda para trascender, no sólo la existencia propia, sino la de los otros. La de las personas que se fueron. La memoria toca. Acomoda y desacomoda la geografía de la casa.