a república de Yemen, situada al sur de la península Arábiga, entre los mares Rojo y Arábigo y el Golfo de Adén, tiene una población de 24 millones de habitantes y 527 mil kilómetros cuadrados en una extensión territorial que se divide en 21 gobernaciones. Su producto interno bruto anual per cápita es de 2 mil 90 dólares: una fortuna, si se le compara con los 300 dólares de Burundi, y una lástima, si se piensa que la cifra correspondiente en México es de 14 mil 300 dólares, de 47 mil 500 en Estados Unidos y de 80 mil en Luxemburgo.
Por lo demás, Yemen tiene una de las tasas de fertilidad más altas del mundo (6.32, cuando en México es de 2.34), un enorme porcentaje de mortalidad infantil (55 por cada mil, cuando en Francia es de 3.33), una esperanza media de vida más bien mediocre (62 años, 30 por encima de la de Swazilandia pero 20 debajo de la de Japón) y una tasa de analfabetismo cercana a 50 por ciento, que en el caso de las mujeres se eleva a 70 por ciento. Yemen es uno de los países árabes más pobres. Su economía depende en gran medida de explotaciones petroleras declinantes y de un sector minero más que modesto. La mayor parte del territorio es desértico y sólo el uno por ciento es irrigable. De pobreza mejor ni hablar, porque los datos no parecen muy confiables: 45.2 por ciento es la cifra oficial de allá, casi tan inverosímil como el 14 por ciento que dicen los números milagrosos del calderonato. Para colmo, Yemen está envuelto en un conflicto interno sangriento y las estructuras del Estado son precarias, cuando no inciertas, en diversas regiones del país.
Con todo y esos datos, para que la situación en esa nación árabe pueda ser descrita como una amenaza para la estabilidad regional y global
se requiere de mucha capacidad hiperbólica, o de llana insensatez, o bien de lo contrario: de una perspicacia muy bien informada. Una de esas tres condiciones, o dos de ellas, o las tres juntas, tendrá la secretaria de Estado, Hillary Clinton, que fue la que formuló semejante aserto.
En una lógica estratégica y militar, Yemen no es amenaza para nadie. Sus únicos vecinos terrestres son Arabia Saudita y Omán –ambos armados hasta los dientes por la industria bélica occidental– y el pobre país está situado a muchos miles de kilómetros de la apacible avenida Pensilvania. Ciertamente (y ahí puede ser que Clinton haya puesto en práctica la perspicacia) la pobreza, la marginación, la inestabilidad y la falta de control gubernamental que caracterizan a Yemen son, no hay por qué dudarlo, un campo de cultivo fabuloso para que los imanes integristas establezcan bases de operación, encuentren adeptos, los entrenen y los hagan transitar a otros países, con el calzoncillo repleto de explosivos, como fue el caso del joven nigeriano que en días pasados protagonizó un fallido atentado contra el vuelo 253 de Northwest. Eso constituye un desafío policial, no militar, pero los círculos de poder de Washington siempre optan por trasladar los asuntos policiales al ámbito castrense y a jugar a resolver las cosas a base de bombardeos en naciones remotas. Por desgracia, en este punto no parece haber grandes diferencias entre la Casa Blanca de Bush y la de Obama, y presiento que en breve habrá yemenitas inocentes muertos por los proyectiles de Estados Unidos.
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